lunes, 14 de febrero de 2011


Doma del sueño

                                                                  Por Carlos Mamonde

         Eran isleños, de la Gran Canaria. Y eran hermosos, jóvenes y plenos de esperanza y certidumbres. Habían iniciado su luna de miel hacía dos semanas, al comienzo de la primavera. En el puerto de Cádiz alquilaron un coche y viajaron siempre hacia el norte; y al albur dormían en ciudades con las que siempre habían soñado.
         La noche del jueves arribaron a Madrid, exhaustos y felices y descansaron  en un íntimo hotel de la escondida plaza del Conquistador Diego de Ordaz. Se amaron con dulce humedad y ardor en el silencio de la noche de Chamberí.
         Hacia las tres de la madrugada, Almudena despertó asustada por los gemidos de Jaime. Dormido, sufría intensamente. Su corazón latía como una bestia en el pecho y su respiración cantaba como el mar en la playa de Maspalomas. Cuando logró despertarlo, restañó como pudo aquel dolor con sus besos. Pero no logró que Jaime le contara su cruel sueño.
         -¡...pero si sólo ha sido una maldita pesadilla, mi niña!-. Se excusaba Jaime, anonadado.

         Esa mañana desayunaron en un antiguo café de El Paseo del Prado. La joven insistió por enésima vez, rogándole el  relato que la intrigaba. Y el esposo asintió, al fin, enfatizando en que sólo retenía fragmentarias imágenes oníricas.
         - Hacia medianoche, soñé que tú te levantabas, sigilosa, y abandonabas nuestra habitación del hotel. Desde la ventana, cuando salías a la noche, vi un coche oscuro en que te aguardaba un hombre pelirrojo, más joven aún que tú misma, y con un tatuaje en un hombro donde ponía unas letras ilegibles. Y unos signos nauseabundos. Y vi como el coche afrontaba el rumbo del noreste, por la carretera de Barcelona. Atónito ante el cristal de la ventana, yo podía seguir vuestro itinerario a cada instante; los faros amarillos en una noche de lobos.
         A la altura de Guadalajara, abandonaron la autopista; primero hacia el noroeste y después francamente hacia los pueblos del norte de la Alcarria, corriendo por estrechos y oscuros caminos, entre el olor dulzón de los campos de maíz y las sombras enhiestas de los chopos de tinta y los cercanos peñascos de arenisca roja...
         _...pero, Jaime, mi amor,  si yo jamás he estado en Guadalajara-,    balbuceó absurdamente ella.
         -Vi como el pelirrojo conducía con una mano y cómo, con su diestra, te acariciaba el cuello y bajaba hasta la curva de tus pechos, apenas cubiertos por la camiseta con que te echas a dormir...; vi como abandonaban el coche en una ribera de hierbajos altos, allí cerca de Espinosa, donde el Alberche y el Henares conjugan el frío y la amargura de sus aguas negras...; vi como ambos vadeaban dificultosamente la corriente rumorosa, corriendo hacia un altozano que parecía aguardarles  entre los chopos afantasmados...; y allí pude ver cómo el cuerpo del pelirrojo se echaba excitado sobre tu cuerpo claro...pero entonces tú te libraste de ese abrazo y regresaste hacia el río...y ya no sé si era porque querías continuar allí esos juegos o porque buscabas la muerte en esas aguas...
-         Jaime, Jaime... ¿es que acaso me celas...?-.
-         ¿Es que, acaso, Almudena, tengo algún motivo para ello...?-

Y, entonces, la novicia esposa sintió el borbotón de un agua amarga que le subía de las entrañas a la boca. Y casi saltó de su silla en el café y corrió hacia el baño.
         Y allí, desmadejada y temblorosa por el llanto, en el centro del frío de aquel cuartucho siniestro, comprendió oscuramente que habían derivado hacia una asfixia que ni los primeros besos en las islas, ni  los rituales tranquilizadores del sacerdote, ni la ternura de los cuerpos entregados, les habían permitido llegar siquiera a presentir.

 © carlosmamonde

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