lunes, 14 de febrero de 2011

Muñeca brava


                                               por  Carlos Mamonde

         Yo deseaba destruir su belleza...y debí hacerlo. Algo en mi corazón lo anhelaba más que todas las certidumbres.
         Si no fuese un cobarde, la habría matado. Esta es la coherencia que me debía y le debía.
         Nadie podrá comprender la naturaleza de la luz  en aquel sitio adonde ella me había conducido. Al escribir estas notas  quisiera empezar -¿me será posible?- por unas palabras verdaderas.
         Con el paso del tiempo, los hechos se han deformado o parecen pueriles: todo se pudre, todo se vuelve opacidad y se desvanece en la corrupción de su propia forma.
         Acaso debí matarla durante aquel atardecer de sábado, cuando la rompiente del Mediterráneo amenazaba chasquear eternamente; cuando... ¿falsamente?...confesó que me amaba; cuando juró no regresar jamás a Altea. En ese instante debí hacerlo: despeñarla en la cala embozada por la noche. Debí vencer mi terror y dársela al mar que la llamaba rugiendo, restallando espumas, alejándose y volviendo en una síncopa de oleajes.
         Nadie la hubiese oído caer, nadie. Recuerdo esa  hora de oscura luz luída mientras yo la miraba fascinado..., apoyado en una roca y observándola. Ninguna mujer fue tan bella en la historia de este pequeño planeta. Vestía una camisa clara y se había recogido el pelo. Yo le pedí que lo hiciera y ella aceptó, casi sumisa, sin su coquetería usual. Yo me sentí totalmente feliz. Las agónicas luces del día rielaban en la cala. Sé que ella era  conciente de mi mirada obsedida. Me esforcé por mirarla como se mira a una cosa, anonadándola en el espesor del paisaje de tinta. Creo que si hubiese logrado mirarla con el punto exacto, e inhumano,  de desapego necesario, acaso la habría perdonado. Pero ella parecía exaltarse en su deslumbrante victoria. La llamé dos o tres veces, creo, dando voces para imponerme al mar. Yo quería detener su persistente crueldad. Yo quería salirme de mi angustia que gritaba:¡empújala ahora...empújala ya!.
         Sospecho que si algún curioso llega un día a leer estos recuerdos puede verse tentado por simplificaciones psicologistas, tan en boga y tan frívolas. Pero, lo siento, no cabe engañarse con tales facilismos. No hubo patologías. Acaso, sólo una destemplada compasión en nuestras almas y una voluntaria carencia de reconfortante cinismo.




         Conocí a Ana durante el invierno de 1990. Aún hacía poco que ella vivía con Gerardo. El es ahora un novelista conocido en Europa. Mantuvimos cierta amistad durante la época en que ambos publicábamos en algunas revistas marginales del reino.
         Apenas verla por vez primera a Ana, intuí que aquella mujer era una víctima de su propia hermosura: “es tan difícil pensar siendo este cuerpo, esta fisiología...me han criado deliberadamente como una hembra”, me diría alguna vez, sincera y ajena a todo feminismo.
         En aquellas reuniones que organizaba Gerardo, tertulias excluyentemente masculinas, pronto pude entender  con cuanta paciencia ella soportaba nuestro estólido asedio. También vi el relámpago de su vanidad, cuando parecía más vulnerable a las rendidas ofrendas de los cortesanos de Gerardo. Entonces recordé a Césare Pavese y sentí pena por ellos, acaso por mi mismo: “...las mujeres son como hombres de acción...no intentes nunca seducirlas con el espectáculo de tu propia inteligencia”. Pero en aquellos días, la sensatez huía fuera del mundo cuando Ana bajaba a la sala de aquel chalet de Las Rozas. Entonces, al regresar a casa en el alta madrugada, torturada por el aliento gélido del Guadarrama, yo pensaba que Ana era humillada hasta lindes de pena. Pero no la compadecía, ni detestaba a Gerardo en su ceguera. Yo estaba también atrapado por la idea de poseer a Ana, hollar lo más profundo de su tristeza de ídolo.





         No volví a ver a Ana durante varios meses, aunque pensé en ella. Por cierto, me tentó la idea de llamarla por teléfono. Especialmente en mis noches de soledad, cuando mis circunstanciales compañeras me abandonaban en la sima del aburrimiento y la tristeza. Creo que intenté escribir algunos poemas fallidos, intentando recobrar en la evocación verbal el aura de Ana. Y para entender el carácter de la pasión de aquella criatura.
 Para mi mal, he conocido muchas mujeres bellas y frívolas. Su brillo no alcanzaba nunca a simular un sedimento de estupidez. Sé que puedo ser acusado de misoginia por escribir esto...pero así sentía; así juzgaba ¿justa, injustamente? ,a pesar de mi ideal de equilibrio y prescindencia. Pero en Ana, en cambio, alentaba la lucidez. Yo lo había comprendido, así como ella adivinaba nuestro cretinismo...conocimiento que le otorgaba un matiz de cortés distanciamiento a su conducta. Sentí compasión por las servidumbres a las que la sometía su belleza, ese demonio, y el egoísmo de su marido.
         Hoy me arrepiento –con un arrepentimiento no de orden moral, por cierto--, pero a mediado del verano siguiente la llamé a Las Rozas. Por cierto que me había informado previamente de que Gerardo estaba ausente, visitando Roma para presentar su última obra.
         Mi fugaz y domesticada mala conciencia echó mano a sutiles razonamientos para justificarme, de modo que cuando llegué al chalet sólo había en mi espíritu excitación y vértigo.


         Pese a que yo confiaba en haber atesorado fielmente cada uno de sus rasgos únicos, la mujer casi me pareció extraña, sorprendiéndome con la primicia de un rostro velado por una rara concentración. Pero su mirada era la misma mirada soñada.  Con un gesto de disculpa, quitó la música que Benedetti Michelangelo tocaba desde un disco y me pidió que excusara su desaliño pues estaba pintando. Yo no conocía su afición. Subimos a un pequeño estudio luminoso en la segunda planta. Y pareció olvidarse de mi presencia mientras mezclaba óleos buscando secretas sincronías o disensos cromáticos. Se negó con vehemencia cuando sugerí que me retiraría para volver otro día en que ella  no estuviese trabajando; me ordenó que callase, que me sirviese un whisky si me apetecía  y que me sentara “por allí”.

         Ana vestía una camisa de su marido. Se me ocurrió que la blancura de la tela amplificaba cierta especie de resonancia de su hermoso cuerpo, ecos de su sangre temblando por la tensión de la búsqueda en el lienzo. La luz de su mirada le bañaba el rostro y parecía crepitar sobre los labios, sobre la temperatura de su boca apasionada por la voluntad.
 Cuando encontró el pigmento y la forma anhelada, aquella hembra se distendió dulcemente y fui testigo de una sonrisa como no veía desde la infancia. Me tendió su mano, conduciéndome a una sala de penumbras frescas que se agradecían en aquella torturante tarde de julio. Mirándome con curiosidad por encima de su copa, mordisqueando un trocito de hielo, haciéndolo juguetear entre sus dientes y su lengua, me interrogó sobre mi trabajo, sobre algún presunto texto en “almácigo... abandonado por mi desidia”, dijo. Yo miraba fascinado su rostro sereno, cansado y satisfecho y aún más bello sin trazas de maquillaje. Era una cara como bruñida por la tarde clara, una transparencia nueva en este mundo. Con la mirada sabia de quien había enfrentado ya las pruebas, los ritos de pasaje.
         -¿Por qué has venido, Juan...?-, me preguntó con convincente curiosidad.
         Aunque demoré un largo instante mi respuesta, no estaba especulando frívolamente, como a veces me ocurre, con los efectos, fastos o nefastos, de mis palabras en las mujeres que pretendía seducir. Simplemente estaba tratando de asimilar la súbita conciencia de que, acaso por primera vez para mi, con aquella mujer nunca me sería permitida la menor impostura.
-Lo sabes, Ana,...lo sabes bien...he venido esta tarde porque te deseo...-, contesté lentamente.


Creo que viví aquellas horas bajo una rara perturbación...de modo que tengo recuerdos fragmentarios, escorzos, sombras inestables de aquella realidad que parecía ocupada toda por su ser, por su discurso sin esperanza que era para mí la encarnación de toda esperanza, por la música de su corazón que, cercano al mío, temblaba como el viento en las frondas.
-En un cierto sentido, Ana, tu forma de ser y pensar y tu mirada tienen un acorde masculino...la mirada de un cazador que me acecha para cebarse en mi memoria, mi cuerpo, mi dolor...allí donde ninguna antes...--, murmuré tontamente, intentando refugiarme en el castillo de las palabras, mientras me desguazaba su deseo y su risa.
-Lo sé, mi chico petulante...y saber que lo sabes es lo que me enciende la sangre...no seas gilipollas...ya calla...ya...
Y así fue como Ana, durante  nuestra primera tarde de gloria me  llamó, merecidamente, gilipollas.
        
        
        
         Cuando fuimos a la cama ocurrió aquel fiasco que pareció unirnos más profundamente (se me ocurre ¿arbitrariamente? pensar) en nuestra breve, ansiosa, tal vez frenética convivencia. Con pánico descubrí, mientras besaba sus muslos, cerrando fuerte y supersticiosamente los ojos para  no ahuyentar tan increíble felicidad, tal fruición...descubrí acongojado que me hallaba súbitamente impotente. Irremisiblemente impotente cuando, burlona paradoja, podía finalmente abandonarme a mi inconmensurable deseo, cuya intensidad insensata no dejaba de sorprenderme y emocionarme.
         Apenas lo advirtió, Ana me abrazó con ternura y con una fuerza tal que parecía querer incrustarme entre sus hombros, mientras me besaba con rápidos besos aniñados. Después se irguió en todo su esplendor, se retrepó felinamente sobre mí y con su boca tibia reavivó mi sexo. Y me montó y vi sus grandes ojos celestes que me poseían y redimían y sentí la íntima violencia de sus muslos atenazando mis caderas y el apetito de su carne apoderándose de mí y hubiese querido poder  darle la nueva, desconocida,  gratitud de  mi alma… y darle de beber todo poso de dolor… y apropiarme de su melancolía para aliviar su peso… y me embriagaba… y su sudor fue la droga hermosísima, embriagante, manando del relámpago del salto y de las góticas comisuras de su boca y de axilas misteriosas y acres y de la cala ácida de su pubis develado y debelado. Y así, y así y así...fuimos abandonándonos al juego, cayendo al precipicio del fuego, reviviendo la omnipotencia virgen de los primeros coitos y yo fui aquel extraño que la desvirgó en Aigua Blava una tarde encapotada de nubes de los primeros días de un olvidado septiembre y Ana fue la primera hembra que me cogía de la mano para subir a la montaña maravillosa de la malicia, victoriosos sobre el anatema de nuestros padres y sus manos parieron nuevamente mi cuerpo dándole el hálito del dulce quejar de su garganta y el calor de su euforia y de su risa que estaba coronando la pequeña y compartida expulsión violenta de la muerte...



         En Altea, ella tenía una casita en la colina, para ella sola. Este es mi santuario, dijo. Vamos, entra. Y me besó en la frente tras un interminable silencio desde Madrid, sentada a mi lado en el coche; mirando el paisaje como si yo no existiese ni pudiera oírme. Y todo ese silencio me desesperó como un exilio, mientras procuraba adivinar cuál había sido mi delito.
         Desde la pequeña terraza podía verse el mar a pocos pasos. Yo he nacido lejos del mar y lo conocí tardíamente. La cercanía de su respiración parece liberarme de la gravedad y, acaso, escudarme de la muerte...por eso amo sus aguas densas. A la terraza se abría una habitación llena de luz; cegadora en el alba. Recordé para Ana unas líneas de Barral que el mar me trajo a la memoria:”quién sabe por qué la aurora legañosa,/por qué el alba de espina amarillenta/ más que la estancia del día y de las olas/ resbaladizas de la noche, injuria./ Por qué escupe su luz inoportuna/ sobre el instante débil, sobre el miedo/ repentino a vivir, a ser el mismo /prisionero de perpetuas costumbres”.
         En la terraza jugábamos...o mejor ella jugaba ante mis ojos ávidos, un juego adolescente que la fascinaba: enmascararse en sucesivos maquillajes con los que lograba mimetizar su rostro  con distintas edades y culturas...ahora era una marroquí del zoco de Tjemaal F’naa con los ojos asombrados de kool, ahora era una muchachita francesa de la Orilla Izquierda, ahora era una vieja cantante de ópera hundida en el olvido y la decrepitud, ahora era una puta negligente del Trastévere...Ana me dijo que ese juego de íntimas máscaras era una especie de rito aprendido en sus años de modelo para una conocida casa de alta costura. En el dormitorio de Altea guardaba sobre un muro un ‘poster’ suyo de entonces, asomando su hermosura de muchacha a una portada de una famosa revista de moda. Y yo pensé, aunque callé, que aquello era como la iconografía de su infierno, porque no lograba casar aquella imagen frívola –que había seducido a Gerardo- con la tristeza  de la mujer amada, su existencia auténtica que yo había conocido. Aquel fantasma congelado por la lente era insoportablemente extraño. Pero, tal vez, una perversa máquina podía percibir mejor que yo la sombra terrestre de mi Ana. No lo sé...y ya me he resignado a mi incapacidad de comprenderlo.
         Así, enmascarada, jugaba Ana conmigo, mientras el Mediterráneo también parecía enmascararse de desierto bajo el viento quemante que soplaba  del África. La resolana inducía una quietud de muerte en plantas y animales y provocaba deseos y espejismos que confundíamos con el destino.
         Habíamos bajado al sureste, hasta Altea, para entregarnos a lo irracional. Pero ocurrió algo extraño. Ana comenzó a despertarse antes del alba ahogada por la culpa, respirando como una enferma anginosa. La angustia, inexplicable me decía, la llevaba a zozobras del ánimo que ambos desconocíamos y le aherrojaba su libertad para amarnos. ¿Es que quiero a Gerardo?, se preguntaba gritando.¿Es que quiero a ese cabrón?, gritaba. Y parecía que toda su seguridad de bella burguesa se roía. Habíamos pensado en que la impunidad se nos daría por añadidura y estábamos encenagados por la culpa. Y aquella oscuridad que la podía venía desde muy atrás, desde el pasado. Siempre he temido esto, Juan...siempre, siempre, siempre; me decía llorando. Siempre he deseado los deseos de otros. He sido el deseo paralizante de  Gerardo. He sido el deseo tosco de los que modelaban sobre mí, de los que me fotografiaban durante horas...
         Durante unas horas de tregua, bajé solo hasta el mar y me senté en la arena para intentar pensar. Esta mujer, me dije, ha vivido como instrumento de otros. Y el corazón me dio un vuelco cuando advertí que yo también podía estar usándola. Pero procuré tranquilizarme y perdonarme. La fatalidad de su belleza la había secuestrado en la banalidad y la apariencia...cuando su lucidez era absoluta y podía penetrar más allá y más profundamente en la precariedad, en lo efímero, en lo real: “es difícil vivir dentro de mi cuerpo...vivir en él como lo ven ellos” –me había repetido insistentemente. Y también: “me han criado como un juguete del hombre”.
         Y pese a ello, creyéndome excusado por mi amor egoísta, yo la acosaba con mi deseo.



         Una tarde apareció alegre, como si se levantara después de una larga enfermedad, con la alegría con que un náufrago agotado escucha en la distancia cantar pájaros. La humillación y la culpa parecían olvidadas. Acepté su mutación como un don. Comprendí que nada debía preguntar.
         Confieso que durante aquellas efímeras horas fui feliz,¿fuimos felices?...aunque, pese a mi empeño, no pude olvidar la amenaza de la ambigüedad en que vivíamos...la amenaza de un odioso precio que, tarde o temprano, pagaríamos por ese hiato de plenitud. Ana me había contagiado un cierto cariz de fatalismo suyo.”Los dioses siempre reservan dos pesares por cada gracia que otorgan”, repetía...riéndose a veces de sí misma. Había en su alma mediterránea un atavismo trágico. Alguna vez quise burlarme de ello, diciéndole que ,en realidad, debieron llamarla Antígona o tal vez Circe; pero ella me contestó muy seriamente con un verso de Homero:”...la belleza tiene como vecinos al peligro y la muerte”. Quise seguir la broma recitando aquello de “no es reprensible que troyanos y aqueos padezcan largos años por tal mujer...”, pero callé cuando Ana se quebró por el llanto.



         Fue la noche del martes cuando Ana abandonó  nuestro cuarto; silenciosa, agobiada por pensamientos que yo no alcanzaba, sombría por sentimientos que yo no podía explicarme. Habíamos luchado penosamente durante horas entre mi deseo (¿y tal vez su deseo?) y una súbita e insuperable negativa a amarnos. Cuando yo, abrumado por el resentimiento, le reproché su rechazo e incluso la insulté, buscando zaherirla, Ana no respondió. A las seis de la mañana estaba paseando por la playa, exhausta por el insomnio, aunque aparentemente tranquilizada después de la tormenta. Al verme aparecer en la terraza, me llamó a su lado. Cuando me senté en la arena, escrutándole los ojos apagados, me pidió que la abrazara.
         -...tengo frío, mucho frío, Juan –murmuró-...quédate así y escúchame...tú quieres una respuesta, quieres saber por qué me he negado a acostarme contigo desde que llegamos hace cuatro días a Altea...bien
         ¡No tergiverses las cosas Ana –le grité, desaforado por mi frustración y acaso por mi vanidad herida-,...quiero saber por qué me rechazas, por qué me mientes, por qué juegas conmigo...joder, por qué, por qué lo haces...!.
         -Tenía la esperanza de que tú , al menos tú, me comprendieras –me contestó-,...pero parece que ese es un sueño imposible...Juan, Juan...¿cómo podría explicarte que ya no me acostaré contigo ...precisamente  porque te quiero...porque veo que tú también me estás convirtiendo en la misma cosa que todos...Dios mío, tú también lo haces, tú también...-.
         Pero no la dejé concluir el balbuceo de su estúpida excusa. Sentí unos insoportables deseos de golpearla, de hacerle daño. Y me puse de pie lleno de odio y le grité que sólo era una cría, gilipollas y cruel y que pretendía cubrir con niñerías imbéciles lo que no era más desprecio y egoísmo y un juego malévolo de su mente retorcida y...


         Huyendo de su presencia, en un autobús bajé hasta Calpe. Pero no era yo mismo quien deambulaba por las callejuelas blancas, ni quien parecía absorto por el teatro  de la luz entre las nubes y el mar. Creo que, después de comer algo por ahí, me senté a beber en un bar de mala muerte. Bebí con ferocidad, como si cada trago fuese un puñetazo y una blasfemia, un tajo que pudiese librarme de la angustia. Al caer la tarde, creo, ya estaba muy borracho y había vomitado en las rocas de la cala, frente al asco de los turistas. Procuré serenarme, o creí que era eso lo que estaba intentando, desquiciado por el alcohol y el miedo. Me había caído al mar y estaba temblando cuando Ana me encontró y rescató. Con mi razonamiento alterado pensé, por un momento, que había logrado conmoverla hasta el remordimiento, que había vencido en nuestra lucha, aunque fuese por el perverso camino de la compasión.


         Ella misma me dio un intenso baño caliente que me revivió. Pero alguna pieza sutil se había desenganchado en mi mente y algo terriblemente estúpido me estaba ocurriendo. Si ella ponía amoroso cuidado en sus manos al restregar, minuciosa, algun rasguño de las rocas, yo no podía interpretarlo más que como una grosera sensualidad. Y la borrachera no puede disculparme, nadie puede hacerlo. Me parece recordar oscuramente que le grité que era una puta que buscaba excitarme para luego burlarse de mí:¡eres una sádica de mierda!, le grité. Y seguí insultándola diciéndole que se creía muy lista porque era una burguesa llena de guita que había comprado a Gerardo, como a tantos otros...y no porque fuese una mujer hermosísima, como le gustaba creérselo cuando jugaba con los estúpidos esnobs que la rodeaban; insensibilizándose hasta no poder reconocer a quien realmente la amaba y que se cubriera ya, cúbrete putilla asquerosa, porque me torturaba con la visión angélica de su cuerpo a través de la camisa mojada y y me eché a llorar como un crío asustado e histérico y ella me lavó la cara.


         -Mañana regresaremos a Madrid-, fue su única respuesta a mi enajenación. Tenía el mismo semblante de severa concentración con que la reencontré la tarde de mi primera visita a su estudio.
         Yo estuve largo rato observándome en el espejo del baño. Me sorprendió el grado del pánico que llameaba en mis ojos. Hubiese sido posible seguir el aroma de ese terror por los grandes nervios hasta el centro del corazón. Yo estaba a punto de perder a Ana; si no la había perdido irremisiblemente ya. Para siempre. Para siempre.
         Cerca de medianoche crucé el jardín hasta el garaje y arranqué a tirones los cables del motor del coche. No se me ocurrió otra forma de postergar el momento de la partida, el comienzo de la pérdida.


         Durante casi dos días me mantuve alejado de Ana, aunque mi supuesta indiferencia era una grotesca impostura pues me pasaba las noches de puntillas, sin respirar, a la puerta de su cuarto; enamorado de la música de su respiración. No volví a beber aunque continué huyendo de la casa durante el día para dar largos e idiotas paseos, durante los cuales tenía como ensoñaciones diurnas en las que me veía como una especie de cazador al acecho de una bestia mitológica. Estaba como pirado. Y todo el tiempo procuraba, sin mayor éxito, ignorar la raíz verdadera del dolor. Y trataba de pensar con lucidez, buscando lo que llamaba “vías de escape”. Podía tomar un tren en cualquier momento, abandonando a Ana en su casa, a solas con sus contradicciones...que ya podía comportarse tan arbitrariamente como quisiera sin ser yo la víctima propiciatoria. Pensé perfeccionar aquel acto con la escritura de una carta en la que, eventualmente, mi insuperable inteligencia desmontaría todo lo ocurrido analíticamente y ofrecería a Ana una radiografía inapelable de su miseria y tal vez de su maldad. Pero no lograba yo confiar plenamente en mis pensamientos, nublados desde el día de mi huída a Calpe.


          El centro de aquella carta, pensé, sería explicarle cómo yo había pretendido “salvarla” a través de nuestra malhadada aventura por las tierras del cuerpo y la emoción,... salvarla –digo- de todo aquello que ella misma llamaba “mi esclavitud de los hombres; esclavitud, sí porque ellos sólo han visto en mí una presunta hermosura y la leyenda canalla que han levantado, calumnias,  hijos de puta, de que soy una especie de cortesana voraz...”.
        
         Pero mi “fraternal” deseo de salvarla había fracasado, lo reconocería; naufragando en el descontrol de mi carne y, sobre todo, en la impostura de su falso cariño. Desterrados de él, el deseo animal humilló nuestros gestos y los actos que pretendíamos absolutos declinaron hacia una rutina genital.

         Habíamos soñado con tenderle una trampa a la decadencia del amor y acaso al mismo Dios, para que éste no pudiese mirarnos sin perder su inocencia; pero al parecer sólo habíamos ejecutado la vieja danza de los animales en celo.

         El viernes anterior a nuestro regreso, reparado ya mi pueril sabotaje al coche, Ana me propuso una tregua. Me pidió una tregua mientras sonreía con una ironía tierna:”porque no entiendo esta guerra donde todos pierden”, rió.

         Comimos en la terraza, corrompiendo con nuestros pensamientos la perfección de los sabores. A las seis de la tarde, cuando yo trataba de morigerar el galope de mi corazón concentrándome vanamente en imaginar el sendero de una gota de sudor que me bajaba por el pecho, Ana vino al cuarto donde yo dormía solo desde hacía días. Se recostó a mi lado, cruzadas sus manos sobre el pecho y se estuvo un rato así, como mirando el infinito a través de mí...silenciosa, ausente. Yo veía el esfuerzo de la luz por adecuarse al rigor de su perfil, a la suave caída  de sus senos sobre su  tronco de muchacha, de flexible gato. Cuando la contemplación me resultó insoportable, giré sobre mi lado dándole la espalda deliberadamente, como si con aquel gesto, un punto teatral e ingenuo, pudiese abolir el resplandor. Callada y tan callada que su mutismo me ensordecía, Ana se acurrucó contra mí y comenzó a besarme...la nuca, los hombros, los omóplatos. Yo cerraba con dolor los párpados y veía, en la noche de mis ojos, el rastro fosforescente, caracol húmedo, de su lengua que iba pintando de gozo a mi carne asombrada. Me desnudó y se desnudó sin prisas y fue copiando mi cuerpo con el suyo. Abandonó el temblor de su pecho sobre mi columna. Cobijó mis nalgas con el calor de su pubis. Encendió mis rodillas con el chasquido de las suyas. Morreó las plantas de mis pies con la tersura de sus empeines.
         -No hables...no digas nada...no hables-, salmodiaba quedamente en mi cuello.
         Abandonado y entrando en el vértigo y pareciéndome que el tiempo se abría en una digresión insospechada, creí sentir –ya en la alta noche-, distanciado y como si mi cuerpo no fuese mi cuerpo, el trueno sordo de un acoplamiento. Y ya en la madrugada, invasora, oí su ruego y sentí abrasar  sus nalgas en mi sexo, en un gesto que no habré merecido nunca, aunque viva para siempre, y me rogó que la penetrara lentamente, por favor muy lentamente...y me decía  que por ahí no me ha tomado nadie, Juan...siente mi virginidad más absoluta...entra en mí como la primera vez, mi amado compañero...

         Al alba de nuestra comunión, cuando yo la bañaba con el agua triste de la despedida, Ana habló muy lentamente, como saliendo de las profundidades y procuró explicarme ciertas alucinantes diferencias que soplan en el alma de una mujer, ignoradas por la estolidez de los hombres.
         -Yo no podía hablarte de ello, porque tu creías que yo te rechazaba-,me dijo-...eres un niño tonto, eres como santo Tomás Dídimo que necesitaba hundir sus dedos en las Heridas para creer...”.
         Cuando intuí lo que había ignorado, ciego, sobre esta extraña raza, apenas pude con la marea de mi remordimiento. Ana comentó después que lo que más lamentaba de sí misma era su cobardía, que le había impedido terminar con una existencia que se le antojaba agotada y corrupta, una agonía absurda. Acaso en ese instante hubo un pedido de auxilio, pero no pude con el poco valor de mi ánimo.

         Acaso debía hacerlo durante aquel atardecer del sábado, cuando el tozudo Mediterráneo licuaba espumarajos en la escollera. Cuando -¿falsamente...frívolamente?- me juró que me amaba. Cuando dijo que ya no regresaría jamás a Altea. Cuando, acodado en las rocas, yo la observaba.
Ninguna mujer fue tan bella en la noche del mundo. Vestía una camisa clara y se había recogido el pelo. Yo se lo había pedido y ella lo anudó con sus dedos...acaso por complacerme, quizás por coquetería. Jamás seré igualmente feliz, lo sé...
         Los reflejos últimos agonizaban sobre el mar vencido y eran añil destello en su mirada extraña.

         Estos fueron los escuetos hechos; tan banales y crueles.
©carlosmamonde

        

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