lunes, 14 de marzo de 2011

Crueldad de Beth ante sus ojos ávidos
                                                     



      Aparte de algún fragmento oscuro de sus raras cartas, estas son -creo- las escasas y únicas noticias existentes sobre lo que realmente le ocurrió a B. durante su voluntario exilio en Londres. Noticias que recibí en un encuentro casi clandestino con la propia interesada, a fines de los años noventa; pocos meses antes de su muerte. Se trata de acontecimientos, en principio, íntimos –me parece-, pero que luego se volcaron sobre la familia como un aluvión de culpas y perturbaciones de ideas y principios y prejuicios;  una riada incontenible de aguas cenagosas -¿o de aguas purísimas?-, como cuando se abren las compuertas de un embalse helado y verde o como cuando se funde la nieve que en la alta montaña encubría el perfil verdadero de las rocas más duras. Todas las noticias las tuve por iniciativa de la protagonista de estos hechos –seguramente mínimos y tal vez banales a la mirada de algunos-; quiero decir que el relato fue hablado por una  voz única, aunque los medios fuesen cartas diversas, o alguna breve llamada telefónica interoceánica o, años más tarde, el soliloquio del recuerdo –en la fantasmagoría del cuaderno de notas/precario diario- de Isabel, (o ‘Beth”, como quiso mi prima que la llamásemos a su regreso).

        

Fue por  los años sesenta y tantos  cuando le ocurrieron estas cosas –o me lo parece, aproximadamente-, a mi prima Isabel Iribarne Lynch y se precipitaron cuando ella consiguió, por verdadera vocación de estudiar o acaso sólo por huir de los años de plomo que llovían sobre Buenos Aires con la dictadura militar del general Lanusse, salir del país con una beca del British Council, rumbo a un college londinense donde le prometieron espabilarla en los saberes de la filosofía, --según se entiende la filosofía en la tradición de los anglos--: escepticismo y árida sistemática, sin concesión alguna al dolor de la existencia; nada que pudiera traicionar la flema victoriana, siempre agazapada en aquellos claustros húmedos y tristes.

         En principio, aunque nos apenó un poco su partida, todos vimos aquel viaje como el cierre de un círculo perfecto: Isabel “volvía” a la hermosa ínsula donde no pudo regresar su madre, nativa de un pueblecito 20 millas al sur de Londres. De allí había partido, al final de la Primera Guerra, Mary Lynch, una muchacha voluntariosa y guapa, con un énfasis de melancolía, -sad and down-,  como todos los isleños, para recalar en la ribera del gran río platense como secretaria-para-todo y traductora de una empresa de export-import  de carnes y cereales. La empresa quebró por una malversación, - profética, puede decirse, del diluvio de malversaciones que una década después azotarían para siempre esta tierra nuestra, tan lejana del orbe-,  y Mary se quedó en la calle. Fue entonces cuando mi tío Jorge Iribarne, que había sido abogado de aquella empresa/trampa,  se prendó de los ojos glaucos de la chica y le pidió la mano.   Y así nació –mientras Mary moría de eclampsia en el parto- nuestra tan linda  y bilingüe prima Isabel / Beth. Y con los años, casi todos nosotros estuvimos más o menos perdidamente enamorados de ella,… tan lejana, tan inalcanzable, tan  educadamente desdeñosa.

         Por la época de su viaje, Isabel era una apenas veinteañera alta de piernas largas, endurecidas en los courts del Buenos Aires Lawn Tennis Club y en horas de cabalgadas por los campos de su padre en tierras del Azul. De su padre tenía el pelo negro y liso de los inmigrantes vascos y de su madre los ojos azules añil, un punto más oscuros e inquietantes que los de Mary; ojos siempre muy abiertos y curiosos, aunque no lo parecían por el distanciamiento que imponía el dibujo almendrado de sus párpados y sus hermosas y pesadas pestañas.

         Pese a mi intenso deseo, yo nunca pude acercarme íntimamente a ella (¿pudo alguien, en realidad, hacerlo durante nuestra juventud?); pero la observaba también intensamente y me hice entonces un retrato psicológico (¿fantasioso?), suyo. Parecía fría pero era una sentimental,  como sólo puede serlo irremediablemente un destemplado argentino, aunque su sangre viniera de remotas tierras. Chocaba siempre con las ideas de mi tío –pobre y querido tío- porque lo veía como a un “carcamal conservador y reaccionario”, según le gustaba decir –“off the record”, aclaraba, riendo-; y probablemente no le faltaba razón. Y ella era en cambio liberal y un poco ácrata. No es que tuviese  una  ideología  izquierdista  bien organizada  en su cabecita,  sino que  simplemente parecía que todo aquello de las diferencias sociales no iba con ella.
 Era, en realidad, una extraña,... una extranjera que veía los problemas de su familia y su patria paterna desde una distancia emotivamente sideral, como a través de un anteojo invertido. Le gustaban los estudiantes desclasados y los hombres que trabajaban duro, como los hijos mayores de los peones del campo de mi tío con quienes, sospechábamos, jugaba secretos juegos de seducción --de alto riesgo-- durante los veranos, mientras se reía de nosotros, y de nuestros prejuicios, en nuestras propias narices.

 También le gustaba el tango, que ya a nadie le gustaba ni bailaba por aquella época, salvo en unos pequeños clubes, casi sectarios, de distantes barrios, en los “arrabales últimos”, como diría Borges y como también nos lo decía, retándonos, Isabel.

         Pero lo que más le gustaba eran los hombres. Claro que, para mi infierno, sólo se refería a los hombres de fuera de su círculo. Y creo que le gustaban todos los hombres; es decir cualquier hombre. Ella era una hembra en acecho, sólo limitada por el buen gusto, su saber estar, la estética. No estaba constreñida por ningún escrúpulo, por ninguna pragmática moral o religiosa.

 Beth –aún Isabel, entonces- buscaba la sexualidad tan naturalmente,tan físicamente, como el agua, en las crecidas, busca el desnivel,  cuesta abajo de la tierra.

Visité a Beth, aquella tarde última, en su departamentito de la calle Juncal; la única herencia que no había dilapidado. “Dilapidado” es una palabra mía que esconde mi conservadurismo rancio, según ella me definió siempre. Beth prefería explicar, con las últimas trazas de su hermosa sonrisa, que “me fumé la guita de mi viejo en Europa;...alegremente, claro, como se deben hacer estas cosas...”.
-...Juancho –empezó diciendo-, ¿vos sabés bien qué quiere  decir peep, el verbo to peep en la lengua de mi madre?.
-Naturalmente...-me parece- quiere decir espiar, mirar, fisgonear como un voyeur,...¿no?-.
-¡No...!. Esa palabreja cortita, cortita...quiere decir infierno, infierno...hell, ¡maldito hell...!; me contestó airadamente. Y, como delirando, agregó:¡¡...aunque alguna vez se me antojara el paraíso...Dios mío...! !God have mercy on such as we, damned from here to eternity…godforsaken…!-.
.
Y yo la dejé hablar, mientras bebía mi té, casi tratando de pasar desapercibido... ¡porque cuando Isabel hablaba en ese tono...mejor era callar y asentir!.
Ella echó a su té un chorrito de scotch, como solía, cuando estábamos a solas. Y me ofreció  otra dosis, que rechacé.
- Hoy no domino completamente mi cabeza, my darling;… me dijo, riéndose un poco histérica. Pero, como no sé cuándo volveremos a vernos, si eso ocurre  improbablemente…Pues bien: quiero que que seas el lector único de una notas de memorias que he ido garabateando aquí y allá. Los gringos, ya sabes, somo unos aliens que no nos atrevemos a hablar cara a cara con nadie que sea distinto y un poco más locuaz que  nuestro privacy journal,…y con su cerrojo bien echado, ya sabes. ¡Ventajas que tenéis vosotros los papistas con vuestros secreteos de confesonario…y los enjuagues que les permiten los curas!.

Tratando de pasar por alto su chocante mofa, (lo que me sorprendió, ya que nunca he sido un verdadero hombre de Iglesia…tal vez apenas un agnóstico, lleno de  pavor) fingí interesarme inmediatamente por el secreto contenido de ese cuaderno que amistosamente me ofrecía,- ¿quizá timidamente?-, con una mano; mientras con la otra volvía a derramar generosas dosis de su scotch privado en el ya escaso y frío té, que se transparentaba en su temblorosa porcelana.

Aduje que tenía que marcharme lleno de prisas por una –ineludible-cena en casa de los Casares; cuando realmente lo que me acobardaba era permanecer allí, tentado por una creciente compasión hacia Elizabeth; que ella nunca habría merecido. Pero antes de huir, me obligó a prometerle que leería sus notas; que las traduciría del inglés, que las “arreglaría” --¡…vos, my beloved boy, sos el hombre de letras de la familia…!, afirmó con mucha sorna—y  me aseguró que ya hablaríamos sobre ellas, en nuestra próxima entrevista. –¡Y ni una palabra a nadie, Juanchito mío…y mucho menos a la bruja de tu mujer. Aunqu,e cuando leas mi cuaderno…no creo que te atrevas a hablar de él con nadie de tu círculo…!--.


Pasaron varios meses durante los cuales  el cuaderno de Beth durmió en mi despacho de abogado. Soy un cobarde y un irresponsable; ya lo se. Al final debí / pude leerlo, tratando de armar un poco su caótico puzzle, durante el siguiente otoño en Buenos Aires; algunas semanas más tarde de la hipócritas exequias por Beth, con que mi familia se había consolado a sí misma y aprovechado para fotografiarse –compungida; pero políticamente correcta- en la “Sección Sociales” del Dominical de  “La Nación”. Me sentí como lo que soy: un desgraciado que nunca tuvo ni una miaja del valor de Elizabeth. Y lo más sardónico e insoportable para mí es que alguna vez había pretendido -de verdad- amarla con locura y, aún más, ser realmente correspondido por ella. ¿Es que, acaso,  los gigantes perciben la fugaz carrera de las cucarachas, mientras caminan,… absortos sus ojos en las estrellas frías?.

En su cuaderno, - su “privacy journal”, como le gustaba llamarlo- se leían inicialmente algunas frases tópicas sobre su travesía en el barco italiano “Eugenio C”, desde América del Sur  a Lisboa; y luego trenes y más trenes  hasta Dover y Londres. Tonterías sobre toninas y atardeceres y alcatraces, impropias de ella. Dos o tres páginas aparecían arrancadas. En parte,  como a mordiscos (¿?) y en parte desleídas a propósito por el roce de un pañuelo húmedo; y después fluía ya su inglés –inicialmente envarado y progresivamente más y más coloquial y vulgar…casi como deliberadamente vulgar-, narrando una historia sobre una mujer, que debía ser ella misma; aunque –al principio- no estaba eso muy claro, por la ineptitud de la narradora y por tratarse de un relato escrito en momentos distintos, a juzgar por el diferente color de los lápices y las tintas usadas. Me pareció que transcurría en una gran ciudad,… seguramente Londres…the suburbia?. Transcribo fragmentos de unas pocas páginas, solamente. A muchas no quise traducirlas;… a otras no quiero que nadie pueda leerlas nunca. Y me aseguraré de ello por el fuego.

“…ellos se miraban y miraban y miraban, uno al otro, sin hesitar, como los niños maleducados y los santos ante la epifanía y los tontos que quedan fascinados ante lo monstruoso…, ellos eran una pareja de varón y de hembra…”
(hay palabras tachadas, borrones de tinta, pero se describe con detalle que en aquel cuarto hay prendas e instrumentos para “disciplinar” (sic): máscaras de cuero negro, botas altas de mujer, de idéntica factura…un latiguillo trenzado, no muy largo,  unos calzones de charol, que cubren “my shy pussy”. Me parece que todo el relato rezuma mal gusto. Sospecho –según infiero de comparar viejas lecturas clandestinas de mi adolescencia- que todo se refiere a una pareja que practica una especie de  sadomasoquismo; pero no podría asegurarlo, por mi escaso conocimiento de estos temas. Abandono el cuaderno durante días. Leerlo me turba y avergüenza).

“…ambos estamos desnudos… me parece que estamos desnudos desde hace horas, la calefacción no funciona bien y estoy muerta de frío, pero él continúa pidiéndome, ordenándome, que le pegue una y otra vez en las nalgas y en la espalda y en sus muslos…más que excitarme, ya todo me aburre y tengo ganas de llorar, pero pienso en el billete de veinte libras que él ha dejado sobre una  mesilla, sujeto bajo un percudido ejemplar de “Far away and long ago,” que traía conmigo cuando entré en casa de aquel desconocido, y que compré por unos peniques en el mercadillo de ‘Nothing’ Hill…¿mejor que Notting Hill?
(sigue un tachón azul y manchas varias y más abajo se lee: ¿cómo cuernos se escribe bien este nombre…del barrio de la Colina de la Nada…?)
…”Far away…”, no se por qué, pero aquel único libro en todo el cuarto kitsch brillaba como una gema única y creo que me avergonzaba…¿quizá yo no debiera ya ni leer siquiera , si vivo de este modo?...no lo se…de todos modos, apenas puede verse nada ya, por la hora tardía y a la luz de la ventanas avaras y porque los cristales están sucios y en esta calle apenas hay alumbrado público…y ahora él me ofrece –solemne-  un ominoso príapo de artificio, un “consolador” lleno de saliva que estaba chupando…y me mira mientras espera que yo me decida a hacer algo con aquel objeto…el objeto debe ser de madera o baquelita, pero yo pienso que es de obsidiana (¿) y que es como un puñal  arcaico…y él se toca ahora el torso, pero no como si se acariciase sino como si se frotase…veo que se embadurna, minucioso, con los restos de un pudding que había en alguna parte y me pide que lo bese después que lo toco, brusca,  con estas uñas violentamente coloradas que me he pintado, y le extiendo los restos del dulce amarillo rojizo sobre los moretones como si le extendiera un bálsamo y el tipo me da mucha pena y yo misma me doy pena y me parece que voy a llorar…y me pide que me unte yo misma en los pezones con el asqueroso dulce…y entonces él toma, casi delicadamente, una pluma con tinta azul ¡y me dibuja un pescado debajo de mi seno derecho!...(un pez, un pez…ictus, ictus /el signo sectario de…iesus christus…,oh Dios mío…qué asociaciones atroces,   estallan esta tarde en mi cabeza…l.¿La voluptuosidad yace en la certeza de hacer el mal…?). Entonces, un poco como ebria, rocé con el consolador mis pechos, dibujando círculos invisibles. Y aquello pareció gustarle, porque comenzó a reir como un idiota  y, de pronto se puso de pie, colgándole el sexo muerto; y rebuscó sus olvidados pantalones detrás de un sofá desvencijado y sacó otro y otro billete de banco y genuflexo ahora como un adorador me los ofrecía riendo y buscándome luego la boca con la suya para besarme y comerme las comisuras y el jugo del sudor y el rojo de mis labios…; y entonces  fue cuando estalló la tormenta echándonos su fuego entre las nubes y los tejados y su temblor de guerra insondable machacando los cristales frágiles y las bofetadas de la lluvia amenazando con inundar el mundo y él empezó a gritar¡ perdóname perdóname “my Lord”… olvida por tu Piedad Eterna mis asquerosos pecados! y lloró infantilmente aterrado como gemía bajo el látigo trenzado y yo salté fuera de la escena y de la casa corriendo a la intemperie como quien se echa debajo de un lecho de pesadilla y siente el frío bondadoso y real del piso helado y despierta… y corrí gritando que no volvería jamás con aquel hombre extraviado y estaba empapada y afiebrada y así estuve varios días en un hospital policiaco de la calle Baker –donde Olson me encontró, desesperando-  luchando por ser yo misma y luchando por huir de una extrema experiencia de terror y de una más extrema aún  experiencia de placer como nunca había conocido en fronteras que jamás hubiera sospechado…
…y mentiría ( ¿a quién mentiría… y a quién le importaría que mi historia fuera más o menos falaz, o más o menos fantasiosa?...¡aunque ojalá sólo hubiese sido todo –todo aquel tiempo infernal- sólo  evanescente fantasía!)…mentiría, si dijera que después de aquella experiencia- venal y venérea-, con aquel extraño y pervertido masoquista –a quien jamás volví a ver, afortunadamente-  no había quedado como paralizada, llena de rechazo y espanto por el sexo…y, cuando me curé un poco, al final, inopinadamente,  me separé –rompí con él, llena de histeria- de mi muy amado Olson  Finlay, quien había siempre tan dulce y solícito y que siempre había ignorado-¿acaso a sabiendas consentido?-  mis aventuras malvadas; como ignoraba la escena sádica que me perturbó y …
(siempre me han gustado-¿acaso excesivamente?- los hombres, me han fascinado, enajenado,  diría mejor…si pienso en la atracción como en un vértigo compulsivo: se trata específicamente  de su carne; carne humana como la  mía pero distinta de la mía, carne que puedo tocar como lo más ajeno y que de pronto se convierte en una parte de mi misma, íntima parte, expansión mágica, como si mi carne creciera o me naciera un otro y descomunal  órgano, ojo, lengua, …una forma de extenderme más allá de mis límites y entonces ya no es como el deseo inicial, santo deseo de sentirme invadida, penetrada, colmada, por ese otro cuerpo que es ya mi propio cuerpo;…no, no…ya nada de deseo ni excitación sino abandono sólo beatitud en un éxtasis que es salirse de la piel y tener cuatro brazos y cuatro piernas y sentir el bombeo de dos corazones que parecen superiores a la Muerte…y esto sólo me ocurre cuando salto hacia el espacio carnal de un varón,…porque   la carne de mujer –ya la he probado-  no me completa, me engaña y abandona en la sospecha de que la extraña está buscando lo mismo que yo ¿y quién puede beber la delicia de lo distinto en lo semejante, en aquello que es rutina…cuando la multiplicidad desordena la simplicidad del ser…y cuando encontramos la

(Y al final de este párrafo, el relato se corta, en un verdadero corte…materialmente, digo…porque Beth cortó limpiamente, con una tijeras me parece, -seguramente, diría-, cuatro páginas que faltan en su cuaderno. Prosigue -¿cuánto tiempo más tarde…imposible saberlo?-, escribiendo con una letra más pausada, dibujada, como de colegiala aplicada que hace lenta caligrafía y con una pluma que destila tinta verde. Y otro detalle raro es que aquel aludido Mr. Finlay ya jamás volverá a ser nombrado por mi prima. Y explico lo de “raro”: ella dice que lo amaba, pero el hombre desaparece…como si se hubiese caído al vacío absoluto de aquella brecha de cuatro páginas cortadas. Un borroneo o una línea que tacha el texto, me parece, es como un arrepentimiento; pero no borra lo sido. Pero al cortar, Beth actúa como un dios perverso, como la más anciana de las Parcas, la vieja y desdentada, maloliente, Átropos,…cortando el hilo de la vida de Olson;…por lo menos el hilo de la existencia de aquél como sujeto que vive y es  para el amor de Elizabeth. ¡ Y ni siquiera el énfasis de “muy amado” pudo proteger a aquel hombre! ).

…cuando somos muy fuertes, muy alegres -¿quién retrocede?, ¿quién cae en el ridículo-?.  Cuando somos muy malos -¿qué será de nosotros?-. Jamás podré tirar el amor por la ventana...
Ya todo se convirtió en sombra y acuario ardiente…y

…y a mediados de septiembre de 196..  crucé al Continente; que ya estaba “aislado por la niebla”, al otro lado del Canal de la Mancha. Durante meses tuve bastante dinero aún, -producto de mis aventuras- y, a través de un abogado londinense, logré hacerme con una pequeñísima parte de lo que me debían (¡me robaban!) mis parientes argentinos,…basuras…siempre llorando, siempre quejándose de que ”los campos de tu padre apenas dan alguna ganancia…a duras penas, como para pagar los impuestos” (me avergüenzo de la avidez de esa  sangre; que es la mitad de la mía). Me instalé en Amsterdam y por un tiempo continué con mis clases de pintura  y volví a leer y pensar, e incluso asistí como oyente a clases de filosofía (comparativamente, los holandeses no puede decirse que hayan descollado nítidamente  por sus grandes pensadores, pero en aquellos días había llegado Marc Beigbeder desde París y estaba releyendo fragmentos importantes de Sartre, en aquellas  famosas conferencias que continuaban desarrollando sus tesis del “Essai de dévoilement préexistentiel”) y volví a pensar y caminé como una bestia de carga  en el camino de sirga –¡qué placer maravilloso sentir que había renacido como bestia…!- durante horas del alba y de la tarde, días y días,  por las riberas del Amstel sintiendo como el frío del país y la repetición incesante de las proposiciones lógicas   parecían ir royéndome lo más grosero de mi misma y lavándome de las huellas de  mis extravíos…;y  recuerdo, recuerdo con nitidez una tarde y unas palabras de Beigbeder comentando el casi desconocido –y acaso perdido para siempre-  primer libro sartriano “Ángel de enfermedad”, de 1923,… serenas palabras narrando cómo el protagonista, Louis Gaillard, el mismo intelectual solitario, desarraigado y perverso de algunas posteriores novelas de JPS, inicia relaciones amorosas con una pobre tuberculosa…y –cuando está a punto de acostarse al fin con ella, y ser en ella-, un acceso de tos de la pobre muchacha tísica lo hace retroceder, horrorizado, y abandonarla…y huye y se casa, tiempo después, con otra, con  una joven sana, rosada y estúpida, y se convierte en un “salaud petit bourgeois”  (Beigbeder, dixit)…
…¿y es que yo misma soy una “sucia pequeño burguesa”? ¿o es que ya sólo soy una puta? (por excitación de la búsqueda y también por dinero…aunque en realidad jamás tuviera un verdadero coito con  nadie distinto de Olson Finley…y aunque él su



Y ahora yo soy Juan; y sigo: traduje otras páginas –muchas- del cuaderno de Elizabeth, que no consigno –como ya he dicho más arriba-, por respeto a ella misma, o –tal vez deba sincerarme- porque me siento avergonzado…y también tengo celos y repugnancia…y odio. Aunque lo importante fue encontrar, entre varias páginas del cuaderno, ornadas con diecisiete bocetos a pluma y carboncillo del retrato de un varón que desconozco, la anotación, en clamorosas mayúsculas  : ¡“OJO, ESTÚPIDA MUJERZUELA.…NO OLVIDAR DESTRUIR TODAS LAS CARTAS QUE, DESDE HOLANDA, REMITÍ A O.!”. De modo que, colegí: habían existido ¿existen aún? otros escritos, otros mensajes –en este caso, posiblemente a aquel inglés llamado Olson; quien parecía haber desaparecido para siempre entre las hojas destruídas de su diario-. Y tal vez, aquellas cartas podrían ayudarme a completar un cuadro caótico, desagradable, sin sentido -¡ y absolutamente falaz, …qué duda cabe!- , donde yo no podría reconocer, jamás, a la muchacha que amara un día, a la gentil Isabel de mi corazón que cabalgara sobre la diáfana redondez de la pampa, en la inmensidad de la pradera del Azul, como si volara sobre la gravedad miserable del mundo.

 Como estos escritos me obsedían intenté, durante semanas, olvidarlos; buscando adormecer y extraviar mi pena en los laberintos leguleyos de los Juzgados de Plaza Lavalle, defendiendo presuntas causas justas… que me parecían banales y se me deshacían en las manos como un soplo de cenizas.

Pero, al cabo de cinco semanas de súbitas decisiones y cobardes huídas; recordando que yo mismo era –por cierto- el abogado a quien nombró albaceas mi difunta prima…¡y quien, por tanto tenía las llaves de su casa, y el libre acceso a ella cuantas veces quisiera,..oh, imbécil!, subí por fin a su departamento deshabitado, en la calle Juncal, puerilmente cubriendo algo mi cara con un pañuelo, como si estornudara, para que el portero no me reconociera.
Nada encontré aquel día, sino –me parece-,  sólo lo logré durante mi tercera o cuarta visita clandestina: en una amarillenta caja de zapatos Carnaby, bajo un arcón lleno de su rara lencería íntima; que yo había respetado por mojigatería, hallé trece cartas, con los sobres orlados de multicolores matasellos de devolución del London Chief Post Office a la dirección de un hotel de mala muerte del Barrio Chino de Amsterdam y a la de una casa de huéspedes en Maiden In., cerca del Victoria Enbankment y el Strand donde, al parecer, mi prima, había regresado en un momento indeterminado, al cabo de un año de ausencia, aproximadamente.

Leí todas las cartas, de un tirón. Efectivamente, mi intuición era certera: todas estaban dirigidas a un mismo caballero llamado Olson Mercy Finlay, vecino de Old Compton Street. ¿Aquel hombre habría viajado muy lejos, muerto, desaparecido por mudanza…o, simplemente, se habría negado a recibir aquella correspondencia, devuelta pieza a pieza?. Creo que mi prima sospechaba, creía, que él habitaba como siempre en aquel domicilio y detrás de su rechazo estaba el odio, el desdén…o el dolor acaso; pero lo cierto es que sus súplicas sólo habían sido un clamor en el desierto. Por mi parte, me pregunto  también si, acaso, no hubo respuesta por simple terror o repugnancia a la mujer que escribía, con una constancia extraña y desesperada.

Las dos primeras cartas rezuman la confianza de una respuesta; están llenas de amor y certidumbre y cuentan cómo Elizabeth decía haberse ya recuperado de su crisis y hablaba con entusiasmo de detalles cotidianos de Holanda, de sus paseos y sus clases de filosofía, de qué modo había retomado sus dibujos y esperaba entrar en la técnica del óleo, de que había ganado algo de peso y “me siento un poquito más linda”…de una renovada confianza hacia los vericuetos del mundo; de su absoluta castidad, que la estremecía de felicidad, aunque siguiera preguntándose por cuestionamientos misteriosos de lo erótico, que aún la obsesionaban y tentaban; “…aunque ahora ya sólo son problemas de la existencia moral, que yo analizo, -por así decirlo-  mi querido O.;… se que tú podrás comprenderme, porque tú eres un poeta de verdad,¡ y un gran poeta!. Son ya “sólo” problemas acotables, expresables y verificables en el lenguaje;… como ocurría con nuestras largas polémicas sobre la Gracia, ¿verdad que lo recuerdas, amor mío?”.

Pero al cabo de un mes, a lo sumo,…o muy poco más, adivino que Elizabeth ya tuvo la evidencia, la intuición certera de la verdad más cruel: jamás cabría esperar una respuesta. Acaso, le pareció ya estar orando a un dios incomprensible y sordo, tallado en un desdén de piedra;… impotentes palabras invocando a la mera y engañosa sombra de una bondad fingida. Acaso, comprendió ya –empíricamente- su atesorada sospecha de la radical y absoluta –y muy perfecta- soledad del alma. Pero,  la desesperada tensión espiritual de  su discurso, durante  dos o tres cartas más, no rompe aún la ilusión del diálogo ni hay quejas ni autoconmiseración; ni se supone apenas el inicio del deslizamiento.

Es entonces cuando le comunica al hombre –y al Amado-, comienza a decírselo sin énfasis, que  siente su trasgresión --la suma aplastante de todas ellas-- justificada por su necesidad (absolutamente vital) de entender cuál es su sitio en el laberinto del Poder… y su inefable sospecha de que el sentido último del animal humano se avecina al sexo desnudado… y a una falaz trivialidad; tan pura que se hermana y confunde con la Muerte.

…Olson, no lo creas nunca: no era el placer lo que allí palpitaba, sino el asco… y la repulsión y el vértigo cuando tocas el linde…¡y cuántas, cuántas veces –mientras fingía que azotaba el deseo de sus carnes- debí quebrarme sobre mi propio vómito enlodando mi vientre y mis rodillas! …y yo gritaba para atontarme y para no ver ya más sus absurdos genitales temblorosos de sangre…ni oler lo agrio de aquellos cuerpos machos y trataba –en cambio- de recordar tu amado sexo cuando me izaba y suspendía…dulce locura de recordar tu tierno tacto en lo profundo del acariciarme…pero el éxtasis teatral de la violencia parecía mayor que el luminoso éxtasis de tu ternura, en el centro de mi memoria secuestrada…¡Olson, Olson…hombre mío!…¿es que no puedes escucharme?...

O, en un fragmento más tardío y, aparentemente más frío y reflexivo y casi reposado:
…tanta persecución, esta travesía mía, acechando la sombra de la belleza…sin entender que era el esfuerzo para escapar de ella misma…creer, tú sabes, que en el exceso y el desbordamiento llegaría a los límites más simples…territorio esquivo de la paz y el olvido del poder y la búsqueda…tocar, por fin, los bordes de la certidumbre del ser que ya no miente engañador…su fiebre…¡pero los límites estaban puestos perversamente para retarnos a saltar sobre ellos!… hacia la belleza –creo que ya lo dije; que creo que lo creo…-- para obliterar el aliento del animal, cerrar sus fauces para siempre…¿me comprendes, Amado?…digo cerrar sus dientes, carcomerlos…para vivir –al fin- en el silencio del la mismidad, oneless, oneless, oneless…oh sweet oneless…libérrima al fin de la gravosa carne, de la muerte brutal…ambos libérrimos…evanescente materia de los sueños…como aquel sueño de Leonardo Da Vinci, que solíamos comentar –se que es su texto, aunque le llame sueño…porque es de ensoñación tanta esperanza-: “El acto de emparejamiento y de los miembros de los que se sirve son de una tal  fealdad que, si no hubiese la belleza de los rostros, … y el impulso irrefrenado, la naturaleza perdería a la especie humana”…y esa fealdad, Olson,  es la de la angustia hermana insondable de la angustia que nos vence en la muerte …y que, a veces, vencemos en el beso…

En las últimas dos cartas, Elizabeth describe con minuciosidad de entomólogo su nueva experiencia en un ‘peep show’ del Barrio Chino. Explica, argumentando y justificando, con un estilo testimonial y desapasionado, cómo ha llegado a ello, a hacer, actuar, aquel oprobioso teatro,…obligada por la pobreza suma, que la amenaza hasta los límites del hambre. Y cómo ha podido comer, mostrando su cuerpo purísimamente despojado, su desnudez extrema y desvergüenza. Y cómo ha redescubierto que , de aquella manera estática, como una diosa encerrada en una celda de cristal, un pez monstruoso y bello habitando un acuario que gira entre el torbellino de la mirada de los extraños que la desean, mientras se exaltan en el onanismo; …cómo ha redescubierto que está ahora investida de una forma suprema del Poder…intangible, fascinante, en el éxtasis de ser sin el esfuerzo, sin fingimiento salvo el fingimiento de su lengua que parece solazarse en humedad y desvarío, pero que -quedamente- murmura maldiciones y rezos infantiles en un incomprensible español de las pampas…que los clientes escuchan como excitantes murmullos de un orgasmo infinito…alucinados sus ojos, innumerables ojos, que caen en la angustiosa trampa de sus piernas abiertas…
 © carlosmamonde

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