lunes, 14 de marzo de 2011



EL HABITANTE


Un cuento de Daniel Moyano

            Sé con seguridad que en mi casa vive oculto un animal peligroso y desconocido. En tiempos menos intensos que éstos, el hecho hubiera parecido una obsesión o un sueño. Hoy sabemos que es real. Cada noche, cuando regreso, al abrir la puerta, lenta y sigilosamente, siento que se abre también la posibilidad de oír su respiración y de que, al encender la luz, su presentida forma se revele por fin en esta vacilante realidad.
            Ellos se valen de nuestra existencia para ser; como si nos copiaran, porque todavía no han podido hallar su fundamento vital. Pero si se sintiesen descubiertos no vacilarían en matarnos. Durante milenios convivieron con nosotros, cómodamente ignorados. Desde que descubrieron que la razón humana había conseguido por fin sacarlos de las sombras, nos imitan para ocultarse en nuestras propias apariencias: viven con nuestro ritmo y, en cierto modo, nos habitan. Duermen si nos dormimos, vigilan si vigilamos.
            Cuando este monstruo supo que yo había descubierto su presencia, con técnicas de mimetización, empezó a actuar paralelamente, a utilizar mis propios pasos para desplazarse, a respirar conmigo, hasta conseguir no digo sustituirme (porque la razón, que es humana, me salva), pero sí usurpar mis contenidos, limitando mi libertad, poniendo en duda mi identidad y naturaleza, introduciendo en ella una especie de ruido molesto que altera permanentemente la percepción que tengo del mundo y de mí mismo.
            Pese al miedo, que no he podido superar en tantos años de búsqueda o acecho, no enciendo inmediatamente la luz cuando llego a mi casa por las noches. Mis ojos se han acostumbrado a la oscuridad, y en esas condiciones puedo recorrer las habitaciones sin equivocarme ni hacer ruido, destapando baúles, abriendo guardarropas, espiando debajo de las camas. Él también está habituado a estas prácticas y se desplaza durante mi recorrido, delante o detrás de mí; no he podido precisarlo todavía. Enciendo la luz únicamente cuando tengo presunciones más o menos ciertas de que el animal aparecerá enteramente, sorprendido en medio de una habitación o detrás de una puerta. Normalmente llevo un arma en la mano, listo para atacar o defenderme. A veces, por capricho de la rutina, uno se ha olvidado del arma y enciende la luz completamente indefenso; entonces el riesgo es gravísimo.

LECTURAS Y MONSTRUOS

            Mis únicas lecturas desde que empezó todo esto son sobre zoología. Procuro, a través del conocimiento profundo de las formas conocidas, la percepción de las que ignoramos, que por pertenecer acaso a una línea evolutiva diferente se ocultan a nuestra mirada para que no las consideremos monstruosas. Lo cual me lleva a preguntarme cómo me verá a este animal, si no es él quien me busca y yo el que se ocultan. Mis cuadernos de apuntes contienen miles de formas imprevistas, en actitudes y posiciones inexistentes en las especies conocidas. Digamos que son casi una zoología paralela. Una de ellas por lo menos, y de esto estoy muy seguro, coincide con la del animal que habita en esta casa desde hace tanto tiempo.
            El problema es entonces, para mí, puramente mecánico, no de percepción. Cada vez que entro en la casa ensayo un desplazamiento nuevo, rozamientos sesgantes, complicaciones geométricas, velocidades demoradas inteligentemente, en busca de sus misteriosas actitudes. Su naturaleza, que todavía ignoro, le da muchas ventajas en este juego y siempre consigue eludirme.
            Mi familia compartió mis temores durante un tiempo, sobre todo cuando los hijos eran pequeños. Crecidos, se considera que están capacitados para gritar o defenderse, y creyendo que eso es suficiente, ahora ya nadie se preocupa aquí, se han olvidado de de los antiguos temores, duermen confiados en la noche propicia, abren las puertas que yo mismo cierro noche a noche en cuanto me creen dormido. Como si entre ellos y la presencia destructiva existiese una complicidad cuya sola presunción es intolerable para mí.
            No hace mucho estuve a punto de descubrirlo. Desde la cama detecté su presencia en el altillo. Mi oído es agudísimo y me permite percibir murmullos imposibles. Caminé de puntillas hasta el lugar sin encender ni siquiera una linterna. A pocos pasos de la puerta que lo ocultaba, su olor ya era perceptible. Por no perder una oportunidad tan buena, no desperté a mi familia, bajo la tentación de poderles decir por fin: vengan a ver y desmientan si es que pueden, vengan a ver cuánta razón tenía yo, vengan para que les perdone por haber dudado. En fin, esas cosas que uno va guardando para soltarlas cuando llegue el día de la libertad.
            Era un olor de vida, de fermento. Tomándolo como punto referencial pude intuir algo de su forma, tan borrosa que luego fue imposible dibujarla. El animal respiraba, claro, y al mismo tiempo que yo, en mi ritmo. Me bastó contener un instante la respiración para oír claramente la suya, unos segundos solamente, porque él también la contuvo, como ocupando mi existencia.
            Ni su actitud ni su posición eran de un cuadrúpedo normal. Sin duda estaba erguido (o erguida), apoyando dos patas en la pared para adaptarse al poco espacio existente detrás de la puerta. Esto lo deduje por el olor; mi capacidad de percepción es tremenda. A pesar de que una vez más no llevaba armas encima, empujé la puerta violentamente, dando un grito para paralizarlo y de paso no oír el que daría el propio animal, acosado por el miedo; para que ambos se confundiesen en uno solo, como las respiraciones.

OLOR DE LA BESTIA

            No estaba allí desde hacía unos segundos. Debió escaparse aprovechando mi grito. Subsistía su olor como de bestia en celo. Saltó por la ventana, que da a unos tejados protectores, que parecían crujir bajo la luz lunar. Busqué, con la lupa, cualquier resto de pelos o rayaduras en el suelo y las paredes. No encontré nada. Su astucia es increíble.
            ¿Qué busca en mi casa? ¿Por qué me persigue? ¿Tengo yo algún rasgo común con él, con ella? No es comida lo que procura. Los residuos son cuidadosamente observados antes de dejarlos como al descuido, y al día siguiente siguen intactos. Acaso busca simplemente aproximaciones a nuestra existencia, y cuando caemos en el sueño profundo se acerca todo lo que puede para recibir por lo menos algo de lo que necesita, quizá calor humano. Me permite suponer esto lo mucho que he meditado sobre su psicología. De lo contrario no hubiera convivido tanto tiempo con nosotros, se hubiera ido, harto o hastiado. Sé que en mí hay algo que lo atrae particularmente. He empezado a estudiar mi propia forma buscando ese rasgo mío que alimenta su esperanza.
            Algo muy importante: a veces, cuando mastico, me muerdo las partes internas de la boca, como si tuviese dientes de más o estuviesen descolocados. La tengo llagada por dentro. Y cada vez que me muerdo siento que mi torpeza es puramente animal, que confundo el acto más o menos civilizado de comer con alguna costumbre ancestral que no pertenece a mi naturaleza. Cuando me afeito descubro que mis actitudes no se corresponden con mi personalidad. Para verlas mejor finjo afeitarme, sin instrumento alguno, haciendo con la cara y las manos todos los movimientos que provoca el acto real de afeitarse. Es increíble la cantidad de rasgos desconocidos que surgen entonces. Tras esa gimnasia me quedo muy quieto, observando escrupulosamente mi cara ante el espejo, y descubro actitudes y momentos de una naturaleza diferente a la mía, oculta, apenas disimulada por las cejas, el mentón, la distancia entre los ojos, la salvadora ubicación y forma de mis orejas. Es como si me mirara él. El hecho, lejos de desalentarme da más fuerza para continuar al acecho. Significa que no somos tan extraños el uno para el otro, que existe un vínculo lejano que justifica la búsqueda, algo que nos permitirá entendernos finalmente.
            Volviendo a los motivos de su presencia en esta casa, no creo que se sustenten en la agresividad como fin, aunque haya motivos para pensar que eventualmente pueda utilizarla como medio. La presunción, nunca descartada, de que salga de mi casa y vuelva periódicamente permitiría pensar que uno de los factores de esta realidad es la costumbre o la rutina, aunque seguramente habrá tenido sus motivos, antes de caer en ella, para elegir mi casa como madriguera.
            ¿Y qué sabemos de lo tan mal llamado monstruoso? Mucho tiempo se ha perdido en especulaciones superficiales y desapasionadas sobre este aspecto irrenunciable de la realidad, descuidando su verdadera naturaleza. Y si es cierto que estos engendros desconocidos buscan aproximarse y además lo hacen por costumbre, entonces quiere decir que tienen una inteligencia humana y que, acuciados por su condición de intrusos en nuestro cerrado mundo, puedan volverse contra nosotros en cualquier momento.
            Lo que llamamos monstruoso no es más que el impulso de cierta vida postergada, que desea integrarse en nosotros, volviendo al comienzo, sea como sea. De ahí los riesgos de mi búsqueda, de mis acciones, que no pasan inadvertidas para su inteligencia, peligrosamente mezclada a sus instintos. Conoce cada uno de mis movimientos, y mientras pueda evitarlos con simples desplazamientos no me atacará. Pero si éstos, a fuerza de persistencia, le resultan peligrosos, en un momento preciso que ya existe en su conciencia me dará el zarpazo.
            Por eso hay periodos en que abandono mi búsqueda, a ver si un descanso oportuno atenúa su posible violencia, y de paso me distraigo de la mía. Esto provoca una gran alegría en mi familia. Piensa que el posible peligro ha desaparecido. Y es cuando más lo hay. Tengo comprobado que cuando mi ansiedad se calma, la presencia aprovecha para acercarse más. Son sus momentos de comunicación más plena.
            Una de las dificultades mayores de esta búsqueda está en el desconocimiento de su forma. Por más dibujos que haya hecho o haga, por más que trate de conformarse con alguna aproximación elegida sin rigor (simple producto del deseo, no de una correspondencia con la realidad), su forma, no quiero engañarme, me es desconocida todavía. Me digo que tiene que ser un cuadrúpedo. Pero ¿por qué necesariamente? Será porque desde el comienzo descarté la posibilidad de aves o de insectos, debido a su olor ostensible, a su inteligencia, al volumen que positivamente sé que tiene, que aumenta con el tiempo. Cuando él está en la casa y yo llego se me eriza la piel. Ningún ave provocaría en mí esa reacción. Un animal grande, sí. Además, alguna vez encontré pelos. Yo afirmé que le pertenecían, y en mi casa nadie pudo demostrar lo contrario, pese a la violencia con que se opusieron a mi afirmación. En el suelo muchas veces aparecieron huellas que al aceptar orígenes diversos incluyen entre éstos a mi monstruo. Cada vez que hicimos limpieza general aparecieron indicios taxativos: olores, rayaduras, trapos amontonados como para dormir, parásitos. A pesar de lo sorpresivo de estas limpiezas, siempre hay un espacio de tiempo para él, algún hecho sincrónico que le permite la certera huida y el ocultamiento.
            Hace algún tiempo, después de una limpieza así, mi mujer, venciendo la determinación de no hablar de este asunto, que, según ella, la entristece y avergüenza, me preguntó si todavía creía en la existencia verdadera de este animal o lo que fuese. No vacilé en responder (porque jamás titubeo cuando se trata de de estas cosas vitales para mí), y le dije inmediatamente que no se trataba de creer o no creer, yo no creía nada, el animal simplemente estaba aquí, y su condición de algo que está era independiente de las dudas o creencias que se pudiera tener sobre su existencia real. Ella me dijo que así no podíamos vivir, y se fue a otra habitación, creo que a llorar, sin esperar el final de mi respuesta. Una respuesta que cabalmente no hubiera llegado nunca, porque no estaba en mí, porque yo no podía captar la intencionalidad de sus palabras. Ya sé que es difícil vivir así. Pero bueno, uno hace lo posible.
            La comunicación con la familia a la que pertenezco casi ha desaparecido en los últimos tiempos. Me excluyen. Sus habitaciones, ahora, están lejos de la mía, donde comparto un espacio con la presencia ineludible. Si el azar nos reúne, al verme llegar cambian de tema, no me consideran apto para sus conversaciones, nimbadas de una supuesta normalidad. Aunque esto pueda molestarme un poco, no puedo prestarles la atención que se merecen ni reaccionar de acuerdo con mis sentimientos: estoy siempre muy ocupado en mis asuntos; mejor dicho, en este del animal, que debo resolver porque no hay otra salida.
            Ellos exigen pruebas. Precisamente es esta necia actitud lo que impide presentir la existencia de esa cosa que nos vulnera día a día. Yo no puedo darlas. En ese sentido, estoy tan desvalido como el animal que cohabita nuestra casa. Las pocas veces que hago referencias al asunto eluden la conversación, no me responden, ni siquiera me miran a la cara, bajan los ojos como avergonzados o entristecidos. Ni siquiera el saber que mi búsqueda es por el bien de todos provoca en ellos una actitud comprensiva. Son indiferentes, van a las fiestas, dejan la casa sola, proyectan vacaciones, hablan de los estúpidos sucesos de la vida cotidiana, de las noticias intrascendentes y reiterativas que aparecen en los periódicos. Del animal, nada. Nunca.
            Sé que en el fondo este asunto no ha vulnerado sustancialmente nuestras relaciones. Durante los periodos en que me callo y quedo quieto para aplacar las posibles iras del habitante, ellos hablan normalmente conmigo, me cuentan sus cosas, cómo anda todo por ahí. Y esto bastaría para convertirme en un simple hombre satisfecho si no fuera por esa presencia oculta entre nosotros.

MOVIMIENTOS TORPES

            A veces me siento fatigado. Los años pasan y este asunto continúa sin variantes. Pero hay una esperanza: el animal envejece y se pone cada vez más torpe. Sus movimientos ya no son aptos para sus designios. Esta inevitable alteración física puede resultar definitivamente útil para mí. Una noche cualquiera no podrá desplazarse con la rapidez de siempre cuando sienta que abro la puerta de la casa. Entonces no tendrá otra opción que esperar, indefenso, el sacrificio o la conmiseración cuando yo encienda la luz que me revele su forma. Cerrará los ojos por no poder soportar mi monstruosidad y esperará cualquier cosa, cansado de todo. Tratará de disimular su aspecto, presintiendo que la normalidad en que él se piensa será horrible para mí. El temblor que el miedo pondrá en él restará grandeza a su ferocidad agotada. Y estirará el cuello hacia el filo del cuchillo.
            Pero no lo mataré. Nunca ha sido ése mi propósito. Cuando pueda verlo, lo primero que haré será tocarlo. Percibir su calor. Oír su respiración. Acercaré lentamente mis dedos hacia el ámbito creado por su cabeza misteriosa, los iré estirando poco a poco, y entonces, por fin, en la revelación táctil de su cuerpo, sentiré la plenitud de su existencia y de la mía.

DANIEL MOYANO

(publicado en Madrid, martes 25 de agosto de 1987).

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