martes, 24 de mayo de 2011

¿Quién habla de “Esa Historia”…de esa cosa enclaustrada sin aire?

Para M. Yudicello, con mi amistad siempre.
Yo soy Bruno Saper. Yo soy médico…o lo fui alguna vez ¿qué más da ya todo, ahora? después de tanto tiempo. ¿Llegué a ser médico, realmente,…entre tanta muerte…No recuerdo ahora con precisión este detalle. No recuerdo si tuve tiempo para llegar a serlo.
 “Creo” –debo decir, entonces- que fui médico u odontólogo (¿o era especialista en Otorrinolaringología…como Wilhelm Fliess?) por lo menos eso creo que ponían  las aún grabadas y borrosas palabras en una plaquita de bronce junto al portal donde viví...donde vivíamos entonces –y tanto tiempo juntos, demasiado- con Inés (¿o era Isabel su nombre? a medida que entro en el crepúsculo de los ancianos y la mezquina sangre se retira de mi cerebro, como se retiran las olas cuando baja la marea, la memoria se vuelve un hilo de agua y se aniquila, se derrumba como un cuerpo al que le han vaciado de sus huesos). Decía que combatir la sordera ayuda  a los niños y a los tartamudos y a los extranjeros, los extraños que viven más allá de lo pronunciable, a entender nuestra rara lengua, comprender nuestros secretos y nuestros símbolos. Ahora veo que en  realidad yo fui un contrabandista y un traidor.  Entre las dos bandas del río, la banda del silencio eterno, la banda del ruido sin sentido, yo llevaba y traía a personas inocentes, a quienes creía que -de algún modo- salvaba pero a quienes en realidad traicionaba derivándolas del ensueño a la mentira, de la certeza a la leyenda, de la luz de sus dioses a la posibilidad de decir palabras de la lógica, palabras que nunca fueron más allá de un simulacro, como caminar en el aire, como soñar que se vence a la muerte o se vence al destino personal…cuando el destino había sido para muchos el confortable silencio, aquel paraje donde las preguntas no alcanzan a conmovernos con sus espantosas inquietudes; donde no llega –a través del lenguaje- la violencia de los genocidios.
Aprovecho para anotar estas líneas en mi agenda antes de que el sueño o la incipiente demencia vuelvan a voltearme en sus nocturnos sueños, vuelvan a arrastrarme hacia el espacio obsesivo donde las sombras no cesan de preguntar la misma pregunta sin sentido ¿Qué es “Esa Historia”? ¿Qué es “sagrado”? ¿Qué es venganza? ¿Qué significa “un atajo invisible hacia el sentido de  “Esa Historia”?. ¿Quién y para qué me ha enviado este cuaderno con fragmentos manuscritos…y el título con letra temblona y casi infantil: “Esa Historia”? ¿Quieren decirme algo? ¿Advertirme…acusarme? Y siempre hablando de una extraña guerra. Incesante. Repetitiva. Obsesa.
En cada país del mundo, la constante repetición de las sangres bruñidas por el pánico….los ritos infinitos.
 ¿Quién sino un dios degradado puede aún torturarme sin tregua preguntándome y preguntándome y preguntándome cuál es el sentido de toda esa violencia arrancando cada día de cuajo? ¿Sentido de qué cosa, de qué temporalidad, de que extraños acontecimientos como los mismos de mi vida y sus reflejos en el sueño? Soy una masa de nervios y de miedo que respira por un agujero…por otro defeca…por los que simulan ojos creo que veo aquello que no entiendo, por el agujero de  la boca aúllo como los perros extraviados…y la obsesiva pregunta sobre qué sea “Esa Historia”, cuál sea el rumbo, la deriva…vuelve en el oleaje de la alucinación o el sueño ¿Qué manos de asesino manipulan mi sueño, mis recuerdos de Isabel, mis recuerdos del lejano Ushuaia? ¿O era en Trelew? Y mientras vuelvo a soñar tengo plena conciencia de que -una vez más- nadie escucha mis ruegos, nadie detiene el devenir, nadie puede traerme una tregua…una tregua como una lluvia que me lave de todo lo mal hecho; que lave  el estruendo del mundo.
 Y entonces, huérfano de auxilio, cierro los ojos y recuerdo, el cielo rosa, el ambiguo crepúsculo…
…sólo recordaba el cielo rosa del crepúsculo en la casa de la montaña, no conseguía recordar el dialogo, algunas palabras sueltas venían y danzaban, en la cabeza y en vano trataba de armar algo coherente pero el puzzle de palabras se empecinaba entre las nubes rosa del atardecer en la casa de la montaña, después se abrió la puerta y de nuevo la misma pregunta, nunca una distinta. Siempre la misma: ¿Qué es “Esa Historia”?...
Había oído hacia algunos años en una clase de idiomas una palabra que le sonaba,  quizás una homonimia, pero era imposible en estos momentos recordar los ojos negros de Isabel mirándolo tras el humo del café y el eterno cigarrillo que le manchaba la cara interna de los dedos, habían sido felices, o eso creía, en la habitación de aquel hotel (¿se llamaba “Saussure Petit Hotel”…o el “Hotel del Abismo”?)   cuando se dejaban resbalar en el placer sobre el sudor de las pieles en la penumbra cálida del cuarto de hotel en Rawson donde los alojaron sintiendo el frío del miedo como agujas clavándosele en las suelas de los mocasines, los trataban casi con cortesía, nada de gritos ni insultos, sólo la pregunta: ¿Qué es ‘“Esa Historia”’? Y el miedo golpeando la boca del estomago y el frío de algún líquido corriendo por la garganta sentados frente a frente a la mesa en la terracita que cada tarde  comparten con otros parroquianos extranjeros, pero no como ellos, extranjeros si,  pero con otras preocupaciones y ocupaciones, con otros pensamientos: con otra opacidad y otra hosquedad. ¿Cuando comenzarán a preguntar :  Qué es “Esa Historia”?  Y de nuevo los ojos oscuros de Isabel queriendo querer saber si quiero quererla  rescatándome de los brazos que a veces me aprietan el tórax para sentarme otra vez en la silla frente a la potente luz  del reflector de sus ojos encendidos esperando una respuesta mía como si me quedase algo de mí es ese momento en que no soy más que un arrebujo sucio de babas que no puede por que no sabe dar respuesta a la eterna pregunta que machaca treinta mil muertas veces dentro de la cabeza que no sabe y sigue sin  responder,  y en tanto ella/ellos esperando pacientes  ante la zancadilla de cualquier balbuceo. ¿Qué es “Esa Historia”?  
Quién la había pronunciado, dónde la había escuchado, algo levemente recordaba pero era como descifrar signos en un damero desconocido, como buscar un objeto oscuro, anónimo en la propia oscuridad, y sintió como la puerta se cerraba si bien todo se inundaba de luz en ese nimio instante entre apertura y cierre aunque el cuerpo antes alerta ahora estaba como suspendido en ese vacío viscoso de la penumbra. Y el recomenzar con la trillada pregunta: ¿Qué es “Esa Historia”?

--A ver…el nuevo…el nuevo ingreso en este lugar oscuro. ¿Nombre…nombre? Rápido, rápido… ¡Responde, es una orden…habla, pedazo de mierda!
Ya me parecías el nuevo,  por la cara que pones. Esto es como todo –no tengas miedo, colabora con el programa- que al final es aburrido por eso rotamos tanto; imagínate que todo esto es como las imaginaciones del deseo con la  desconocida esa que ves pasar y te parece inalcanzable pero después la conoces hablas con ella te sonríe. Viene el juego de la seducción, el deseo que te desguaza y te unes a ella –tal vez- y al cabo de cierto tiempo cuando la desconocida te llama, cuando el deseo rebota y te reclama sin  postergación… a eso  me refiero, es como si te llevaran al  matadero de la desesperanza. Difícil describir aquello –danzar muy apretado al dolor que simula la angustia de la muerte- que no se conoce con lo que jamás hubo contacto, un color, una sombra, la sombra de algún alguien, un sentimiento que no se tiene y sin embargo esperan (si… porque esperan siempre tu grito y tu sometimiento) de uno una respuesta que satisfaga sus ansias que no son sólo ansias sino  miedo, si el miedo disfrazado de  verde o caqui, pero miedo al fracaso, a la herido de lo inexpresable…en lo  intangible… como son las palabras, fantasmas que chapotean en el aire sucio. Palabras… esas cosas que significan cosas pero no se pueden tocar, ni morder… pero si callar. Lo primero que te quitan son las palabras para que no te reconozcas en tus propias ideas con el lenguaje perdido, después la cosa es más fácil porque te das cuenta que a fuerza de repetir  acabas moldeándoles  algo dentro para acomodar lo que los otros precisan acomodarles para no quedar mal parados con los otros  de quienes dependen y que esperan respuestas. Siempre es el miedo a perder algo, algo que te hicieron creer que tenías cuando en realidad no eres más que un montón de ideas que se sustentan en palabras que tu cuerpo transporta por allí, tan ufano, tan ligerito a veces, pero esto solamente sucede  cuando no piensas…o como cuando recuerdas como era la vida antes de la asfixia. ¿Viste cómo te hablo y te comprendo…dice el Otro? Aunque no lo creas yo estudié, tengo una cultura pero de vez en cuando la vida te lleva y la maquina no perdona te asfixia te escruta, te corroe y quieres salir pero no  hay  puerta, la formación católica, el sueldo escaso, apostólica, la maquina te aprieta, y romana, el reencuentro con aquel sacerdote que hoy es el capellán, el reencuentro con el compañero del colegio militar, que es el mismo y es un desconocido, la maquina te escruta, te da vueltas, te entretiene, te convence de aquello que no te convence pero es la máquina quien piensa  el enemigo es el otro, el diferente, la maquina te adiestra sin gritos, con paciencia, casi paternalmente, casi con ternura mientras te alarga las primeras complicidades que son las primeros pagos de lo sin vuelta, y eres el sumergido pero emergente que la maquina saca a flote, y cada vez menos palabras menos cuestionamientos, eres un tipo de probada confianza en las probanzas de la sangre, fiel, obediente, si, obediente si le debes respeto a la jerarquía del  compañero, al camarada en esta guerra nocturna que no es sino parte del mismo dentado del engranaje de la máquina y otro trabajito, ¿Que es ‘“Esa Historia”? ¿Donde estuviste anoche? A veces mi mujer, sabes, me  espera con la cena y después, todavía  levantada, el nene no paraba de llorar, seguro que tenía fiebre, y el reproche pagado con la culpa, la máquina paga, yo beso a mi mujer en un simulacro de ternura…pero la máquina te tiene dentro del engranaje, y quieres salirte alguna vez haciéndote alguna pregunta tibia, pero la respuesta ya te la puso en la cabeza la máquina. Y las preguntas  en el aquí y  el ahora y también en el después. ¿Qué es ‘“Esa Historia”?

La máquina
Porque la máquina es también palabras, palabras sueltas, en sermón, en discurso, huecas, vacías, palabras asentadas en un entramado de legalidad de lodo pero que viene al caso en el espacio tiempo para que valgan para que sirvan a quienes de ellas se sirven para que todos entiendan de qué se habla de que no se debe hablar, esto se hace esto no se hace: cuál es el significado de todo? Y a propósito que es ‘“Esa Historia”?, si el caso es que casi me suena pero no consigo saber de dónde ni por qué me suena, tal vez la dijo ese judío sefardí que vendía no se qué en un tenderete de una calleja de Córdoba. Si tal vez fue él que me miró con ojos de catarata pero con brillo vivo para venderme (¿un atajo a?) ‘“Esa Historia”’, una ¿towards?’, una ‘torá’, una tolva una toalla, una tralla, o metralla, una toga, una tregua como ilusión en forma de objeto, y descansar por fin. Pero está lo oscuro que hoy no consigo recordar  y que parece que debería por que se empeñan en que dé una respuesta para conjurar al miedo que en todos producen las palabras. ¿Por qué ese empeño en venderme una “Torá”…cómo pudo ver las entretelas de mi alma?
           
Nunca comprenderé por qué me persiguen palabras y sueños que no reconozco mías. Yo soy en realidad un hombre que huye o un hombre que busca (¿acaso no es lo mismo?) un hombre que ejecuta la justicia. Un rutinario asesino, que jamás vacila,  la mayoría de las veces. Y además yo sé perfectamente qué significa “Esa Historia” y dónde se halla en este laberinto. Incluso conozco la calle donde se oculta ese sórdido barcito de mala muerte, en el suroeste de Buenos Aires. Porque “Esa Historia” es el rimbombante nombre de un agujero donde –esta noche- me espera mi muerte…o acaso una nueva postergación; y sólo muera mi desconocida enemiga. Esta noche iré allí, exactamente a medianoche, y buscaré a quien se oculta bajo el falso nombre de “Isabel” (otras veces gusta llamarse”Inés”) y - si todo va bien y logro identificarla- ya podré informar al Rabino…o incluso matarla allí mismo y huir rápidamente, antes de que nadie pueda fijarse en mí y tal vez reconocerme.
He viajado desde el otro lado del mundo para cumplir esta tarea. Y –si no fuera una insultante frivolidad- hasta diría que me siento casi feliz porque sólo faltan pocas horas para entrar en la sordidez de “Esa Historia” y enfrentarme a lo decisivo. Debo ser, como siempre, eficaz y veloz. Mucha gente ha corrido riesgos –e incluso algunos han perdido la vida- para encontrar ese detestable burdel y desenmascarar la falsa personalidad de la mujer que buscamos.
…cuando comenzarán a preguntar?  ¿Qué es ‘“Esa Historia”?  Y de nuevo los ojos oscuros de Isabel queriendo querer saber si quiero quererla  rescatándome de los brazos que a veces me jalan por los sobacos para sentarme otra vez en la silla frente a la potente luz  del reflector de sus ojos encendidos esperando una respuesta mía como si me quedase algo de mí es ese momento en que no soy más que un arrebujo sucio de babas que no puede por que no sabe dar respuesta a la eterna pregunta que machaca treinta mil muertas veces dentro de la cabeza que no sabe y sigue sin  responder,  y en tanto ella/ellos esperando pacientes  ante la zancadilla de cualquier balbuceo. ¿Qué es ‘“Esa Historia”?

El vuelo de la compañía checoslovaca en que llegué a Buenos Aires fue una verdadera pesadilla…más de treinta horas dando vueltas como un imbécil de aeropuerto en aeropuerto para no dejar pistas, para cambiar mi identidad frontera tras frontera…demasiado tiempo, en fin, para mal dormir y mal comer. Pero las órdenes que me filtraban desde el entorno del rabí fueron inapelables y claras. Toda aquella ceremonia de la confusión se les antojaba imprescindible. Aunque el único que sufriera las consecuencias en su propia carne fuera yo mismo.
Arribamos al Plata durante un amanecer de otoño y alcancé a ver, bajo las  acostumbradas nubes y nieblas, la panza plomiza del gran río; como el largo cadáver de un pez de fantasía que hubiera venido a desangrarse y morir  entre estas praderas infinitas. Como siempre que lo sobrevuelo, no puedo evitar recordar y visualizar –es un recuerdo imaginario, pero intenso- el cadáver oxidado, sin aire,  del “Graff Spee”  que está encallado en el lodo o cabecea en la corriente sucia desde un aciago día de esa guerra. Me duele esta deflagración de la memoria como si yo mismo hubiese navegado y hecho nuestra guerra entre aquel acero, que nuestro capitán prefirió hundir antes de que cayera en manos de los ingleses que nos perseguían día y noche. Aquel diciembre, los dedos del Reich casi llegaron a tocar las pampas; como una mano victoriosa y aún no vencida.
            Aunque ya estaba  prohibido por la cercanía del aterrizaje, me quité el cinturón y me escabullí a mear en el baño. Una torpe maniobra –lo sé-  para salir de la fascinante alucinación que subía –y me arrastraba- desde la desmesura de aquel río.
            Así, hace cuarenta y ocho horas y llamándome ahora Lucas Asternaza, según otra documentación falsa, entré en Buenos Aires y desde el aeropuerto hasta la ciudad –estaba casi exhausto- todo pasó en un segundo porque creo que me dormí o casi me desmayé. La voz del taxista que me urgía me despertó de mala manera en una calleja entre el Paseo Colón y las viejas dársenas (un área donde en el pasado llegaba el ferrocarril y millones de animales inocentes entraban en el degolladero de los frigoríficos…siempre me fascinó Buenos Aires porque entre sus calles húmedas y tristes siempre se mató a escala industrial). Y todo, aunque profundamente diverso, no dejaba de parecerme familiar. Una calle semejaba Hamburgo, otra un suburbio de Dresde.
            Mi padre solía contarme siempre algo parecido; aunque él había llegado como refugiado  a bordo de un  vapor panameño, junto con otros ex oficiales de la ‘Werthmacht’ y algún indisimulable piojo de las SS; aterrado por primera vez en su vida ante la mirada de un aduanero aindiado que lo interrogaba en español.  Todos sabían que la eficaz Odessa había confiado sus nuevas vidas en manos de aquel leal general germanófilo que dictaba una subespecie de “orden  criollo”; pero no podían evitar la desconocida emoción del miedo que los todopoderosos sufren en el vértigo de su caída.
…que es ‘“Esa Historia”?, si el caso es que casi me suena pero no consigo saber de dónde ni por qué me suena, tal vez la dijo ese judío sefardí que vendía no se qué en un tenderete de una calleja de Córdoba. Si tal vez fue él que me miró con ojos de catarata pero con brillo vivo para venderme un ‘“Esa Historia”’, una ‘towards’, una ‘torá’, una tolva una toalla, una tralla, o metralla, una toga, una tregua como ilusión en forma de objeto, y descansar por fin. Pero está lo oscuro que hoy no consigo recordar  y que parece que debería por que se empeñan en que dé una respuesta para conjurar al miedo que en todos producen las palabras…

Entre los huesos del Graff  Spee retumbarán siempre los aullidos de los desesperados…las palabras cegadas de las notas nerviosas en los fragmentos de papeles, hilillos podridos del lenguaje, entre los cueros de las bitácoras muertas. Y en aquella lista del infierno está también el apellido  von  Sapper. ¿Quién es este von Sapper?...es acaso el abuelo…otro hombre diverso…es acaso  el nombre que tuviera un muchacho esforzado que va quemándose como una candela  entre el dolor de otra guerra
O es el nombre de un cómplice ¿es un nombre falso? Como que coincide exactamente con el apellido von Sapper que Isabel Schwartz adoptó la noche en que se cambió de nombre –y de raza y de  alma- para pasarse a colaborar con el enemigo…y traicionar su sangre, traicionar el recuerdo de nuestro amor, traicionar su familia –formada en torno a Bruno Schwartz- traicionar la pureza de la luz…todo al impulso del miedo –o acaso del valor- de aquel que reniega, de aquel que no acepta el tajo del destino, de aquella que escupe a la cara de los ángeles y cae…¿acaso no es también como un alto destino el de una mujer en solitario, que de pronto gira su rostro y abraza al demonio?

Lo que restaba hacer era ordenar los papeles y cada una de  las fichas color sepia con los nombres de cada uno de los tripulante de aquella embarcación hundida; y que por insignificantes que fueran  no menos importantes ya que en ellos constaban los rangos y jerarquías y los puestos que ocupaba la tripulación,  y allí estaba marcado en rojo con un grueso lápiz de aceite un solo nombre: “Max von Sapper, nacido en  Hamburgo,  contramaestre ”.

(Borrador para una usurpación)
Me llamo Lucas Asternaza.
Nací de padres honestos en Ischilín, uno de los más humildes recodos de esa patria: mi padre era fabricante de aceite de sebo (de gatos, de  perros, de muertos anónimos)  y mí madre cuidaba un pequeño cuartito, a la sombra de la iglesia del pueblo, donde se ocupaba de los no deseados. En la infancia me inculcaron buenos hábitos: no solamente ayudaba a mi padre a cazar pequeñas bestias para su industria, sino que con frecuencia era empleado por mi madre para eliminar los restos de su trabajo...
¿Puede pensarse que mi destino podría calificarse de cruel? Tal vez…pero a lo largo de mi vida he tenido noticias de otras vidas...
...estas breves líneas ilustrarán lo que quiero contar:
1. Un gringo melancólico, que criaba abejas,  sabía que una picadura de esos bichos   puede provocar un shock mortal. Y le decía siempre a su mujer: “yo me mato”, porque no encontraba el gusto de vivir ni en su casa ni con su oficio. Cuando murió, inmediatamente después de una picadura de abeja, un 8 de diciembre, su mujer, interrogada, declaró que aquello había sido un suicidio. Pero el juez de instrucción archivó el caso porque eso era indemostrable.
2. Un poeta de la cercana Villa Quilino, que escribía poesías sin sentido,  se suicidó con gas para dar a sus poesías un  sentido dramático global; aunque postrero. Pero en la denuncia hecha en la comisaría se constata que sólo había dejado el gas abierto por distracción.
3.Un plomero –por necesidad; ya que estaba desempleado del ex Ferrocarril Belgrano- con un fuerte agotamiento nervioso se tiró al canal de Sauce Punco con unos tubos atados al cogote, con un peso exacto de 33 kilos.
4. Un domador del Circo que solía parar en la explanada de la estación abandonada de Dean Funes, cansado de la vida ambulante, entró una tarde en la jaula de los tigres disfrazado de mono. Los tigres no eran feroces, pero, al no reconocerlo, lo mataron. El caso fue registrado como suicidio.
5.Un primo mío de Jesús María; sepulturero -todavía joven pero enfermo- se hizo enterrar en mil novecientos setenta y seis ocupando el lugar de un muerto, introduciéndose sin que nadie lo viera en un ataúd antes de que éste fuese cerrado. El muerto, en cambio, fue encontrado después de una semana en su casa, debajo de la cama.
Y etcétera.
Pero aún mucho más inhumano que el destino es el presentimiento:
Yo, por ejemplo, soñé con un día  dulce y soleado en las sierras de Córdoba. Pronto – me dije en  el sueño- sonarán las campanas de la iglesita lugareña,  porque hoy es domingo. Entre los maizales, a la orilla del arroyo, dos chicos han hallado un caminito por el que nunca habían pasado. En los pueblitos cercanos brillaba la mañana como diamante en las sábanas puestas a secar. Los hombres oreaban el vino para el mediodía y las mujeres preparaban tortillas crujientes y enloquecedoras. Los pibes jugaban a la rayuela a la sombra de un sauce. Todo el sueño era la feliz mañana de un día terrible…porque aquella tarde, detrás de la iglesia abandonada  de los jesuitas, un niño será asesinado por un hombre feliz; que habita en mi sueño.

Caminando por El Bajo
Datos y mas datos, que había recopilado y ordenado; y ahora en Buenos Aires llamándome Lucas Asternaza , así de simple, como diría el contramaestre, y caminando solo por una calleja entre Paseo Colón y Balcarce, evitando el miedo, recuperando la nostalgia, los aromas húmedos de cada rincón de ese callejón donde debería encontrar la vieja joyería del orfebre mayor: el propio Rabino; y aunque fuese lo único por hacer ese día sabía muy  bien que la desconfianza seria el primer obstáculo con el que me enfrentaría después de entrar en el pequeño local, con mi carpeta con los datos y mas datos de aquellos hombres, y los posibles  rastros  que tal vez me llevarían a un pueblo olvidado de Entre Ríos o a las sierras de Córdoba, pero eso aún no lo sabíamos, ni él, ni yo, y tampoco “Isabel”.

¿...y no era acaso “Esa Historia”, el otro dato que me faltaba?


Mientras cruzo la neblina, el frío, el mal olor del cercano Riachuelo…yendo , yendo, yendo siempre hacia “Esa Historia” y hacia el momento de su muerte –o de la mía-  pienso en ella de una manera absoluta: Isabel tendría entonces unos diecisiete años…aunque hoy eso nada significa…pero en la década de los treinta era ya la edad de una mujer…y yo - con casi veinte ya- estaba terminando el ‘Gymnasium’, en aquellos  mitológicos años de la República de ‘Weimar’, cuando el Tiempo del Hombre parecía infinito y el sonido de los bosques de la madre Alemania sonaba a requiebros de ‘Ludwig van ‘Beethoven y no al gruñido del cerdo ‘Adolf, osando en la materia más profunda de nuestro ser…y mi padre era aún ‘Herrenführer’ en la policía de Berlín –aunque llegaría por su talento al dorado ascenso a ‘Oberführer’, antes de la guerra-….e Isabel no se llamaba Isabel, pero le gustaba ese nombre familiar que ella llamaba “mi nombre latino” y lo prefería frente al altisonante Fraulein Lisbeth ‘Magdalena Schwartz, con toda la eufónica música del tintineo de billones de monedas imaginarias que componían la incalculable fortuna de su abuelo B. Schwartz, -único socio judío de las portentosas acerías que habían estado, desde siempre,  en las pálidas manos arias de la apolillada nobleza de Pforzheim…

[...el sueño recomienza siempre con un breve viaje mágico hacia el antiguo teatro del balneario de Suderode, donde –con el patrocinio económico de su abuela- se representa” Guillermo Tell”...y Lisbeth/ Isabel Schwartz. entra en un cuarto, mi cuarto, ya vestida para salir. (Vivíamos, ambas familias, en aquella zona al norte de Kuntzsstrasse , junto al laguito artificial que yo una mañana futura  vería cegado de cadáveres. Vivíamos tan cerca que habíamos jugado juntos desde niños e incluso ella, a veces, me llamaba “hermano”)…en el sueño la ciñe un  bellísimo vestido de sedas y bordados, con el escote ‘palabra de honor’ que tan sensual la inviste. Su color es el  azul pálido. A veces, -en sueños de otras noches-  un  rutilante rojo. Su cabello, oscuro y pesado, ceñido en una trenza única  ‘alla ‘radice italiana’...que descansa en sus hombros, del color de la luna  llena.
 Lleva una sola joya: el pendiente de una perla, ovalada y tibia y  montada al aire en oro,  que fuera de mi madre.
            -Hermano (¿)...date prisa; ya herr Rostow nos espera- dice I.-.
Y verla aguardándome me pone más nervioso aún y no atino a abotonarme ni la chaqueta ni el chaleco. Ella se acerca a escasos centímetros de mi pecho. Siento su aliento en mis mejillas. Sus dedos ágiles me rescatan de la torpeza. Sentirla tan cerca exalta la ternura. Me reflejo en el acecho de sus ojos. La beso, ansioso,  en la palma de la mano. Ella me responde buscándome la boca.
            --¡Tu padre nos reñirá si llegamos tarde...!-- dice, ya enlazándome en el juego de masacre.
En este punto el sueño reproduce -a veces- todo el drama de ‘Schiller que escuchamos y vimos durante aquella velada. Otras noches,  hay sólo  una violenta elipse y en un fugaz  segundo todo  el drama ha terminado y, emocionados, aplaudimos de pie. Al levantarnos, veo nuestros reflejos,  un instante,  en un angosto espejo que cierra un lateral del palco. Diría que  ambos, en la repetida  noche del sueño,  tenemos entre veintiocho y treinta años de edad. Isabel está feliz y ríe y el mundo se ilumina con el rubor de sus mejillas
Y ella se cuelga de mi brazo y así salimos del teatro, con los corazones al unísono.
--¡No esperemos a R. (el chofer de su madre)- grita-...tardará un siglo llevando   a toda la familia, viaje tras viaje. Corre, corre Ludwig...que alcanzaremos los  primeros  aquel coche de alquiler!.
            Indicamos al chofer un atajo por detrás del lago y entramos en la casa solitaria cuando los demás estarán aún en el cotorreo del ‘foyer’  Por absoluta prudencia no enciendo más que las luces imprescindibles. En este exacto momento del sueño hay un nudo de angustia: miro el rostro de Isabel... como si la viese por primera vez y descubro, alterado, el énfasis de nuestro parecido.
 ¡ Un observador objetivo podría decir que somos hermanos.. y más aún: jurar que somos mellizos...gemelos!.
            Creo que es en el vestíbulo donde ya nos quitamos los abrigos. Ella sube la escalera como si volase, adelantándoseme. Cuando llego a nuestra planta, paso raudo frente a los dormitorios de mis dos hermanos, y voy directamente a su cuarto; urgido. Allí no hay nadie. Hay un momento de cruel confusión en que nada es comprensible en la penumbra. La llamo dando voces, aunque creo que susurro “sottovoce”.  Sin saber muy bien qué hacer me encamino a mi dormitorio. Isabel ha  desaparecido.
            Junto a la luz que, desde el parque, entra  por la ventana de mi cuarto...está ella de pie. Tiene ya el cabello suelto y sólo la cubre una camisa blanca. Veo la agitación en sus pechos pequeños.
            -¡Ludwig...- musita ella- ...ya ves que somos uno...idéntica persona. Lo que hay dentro de ti es la materia de mi propia carne...siento que ya todo es lo mismo!.Y entonces I. besa y muerde los labios de mi sombra y yo la beso en el cuello y la desnudo y acaricio su fragancia hasta llegar al feliz  llanto... y la hecatombe. Y despierto escindido. Y blasfemo y odio la vida… ¡odio que nunca me había permitido...ni   repetiré...ni pensarlo...!]


¿Para agregar a  mi agenda? (Restos de un monólogo de Isabel, mientras aprende español en la orilla del Plata)

…fueron tres años terribles, en la soledad, el miedo – terror a morir sola, a ser descubierta, a jamás regresar  -¿regresar adónde?...¿adónde estaba, adónde había quedado esfumada aquella nación suya que, en realidad, jamás había tenido, que sólo había sido durante fugaces años un sitio mitológico al que había creído pertenecer…?- Tres muy largos, eternos, años trabajando como limpiadora en unas oficinas bancarias por las noches –en las horas durante las cuales el inmenso edificio helado quedaba casi absolutamente vacío y  disminuían  matemáticamente todas las posibilidades de que alguien interpelase a “Isabel”, la extraña, la  extranjera que creían muda…Los márgenes del riesgo bajaban al grado cero las posibilidades de que alguien intentase hablar con ella y comprendiera enseguida que apenas hablaba tres palabras en español ¡cuánto pavor a ser descubierta…pavor que intentaba mitigar cantándose mentalmente a sí misma viejas canciones alemanas!…pavor que no podía morigerarse y que la hacía mearse encima muchas veces –entre los temblores de su pánico- cuando adivinaba la lejana sombra de un guardia o policía trasnochado que, entre bostezos, se daba una vuelta por aquellas estancias para que no se dijera que él no había cumplido su misión de vigilar las invisibles fortunas que sustentaban aquel esqueleto de cemento y hierro, cerca de la esquina de Diagonal Norte y Sáenz Peña. Tres años eternos dedicando cada hora robada al sueño y al agotamiento para estudiar esa lengua incomprensible y melódica del otro lado del mar, tan lejos del balneario de  Baden-Baden, tan lejos de la Alexanderplatz, tan lejos de las amapolas que todos los veranos de su adolescencia subvertían las colinas de Carintia, tan lejos de la Banhoff berlinesa, donde la potencia del vapor de las locomotoras era como el resoplar secreto de los pulmones infatigables del prometido ‘Reich’…


(¿Residuos  de pensamientos de Asternaza o de la propia Isabel?…cuando conocen, desde lejos, evanescentes fantasmas de Buenos Aires)

Di una vuelta en torno a esa casona junto al río, buscando la puerta lateral que me habían indicado. Había oído hablar de ello, pero no dejó de chocarme el curioso color de aquella mansión gubernamental. Quizá era algo propio del barroco de Sudamérica. Mostré la  carta que me habían dado en la oficina de la calle Tucumán, donde funcionaba un clandestino despachito de coordinación entre los “refugiados” alemanes y el gobierno bonaerense. Uno de aquellos granaderos inmóviles en una escalera de mármol se condescendió a mirarme a la cara, leyó el sobre (parecía que no se hubiese atrevido a abrirlo) y –haciéndome una venia-  me indicó que pasara a lo que parecía una mezcla de patio y claustro, muy lleno de ornamentos; con escudos que yo desconocía.
Fugazmente, vi pasar por la galería superior, una mujer rubia, muy menuda, que caminaba con paso rápido e iba acompañada por un hombre uniformado que parecía un alto oficial. Era su edecán, según supe más tarde.
            Cuando subimos al piso superior, me llamó la atención tanta gente que circulaba vestida de civil; yo había imaginado que aquel régimen tendría debilidad por los uniformes…pero parecía que al general le complacía más un ambiente distendido y casi de “club”. Muchas de aquellas desconocidas  eran mujeres jóvenes y bellas, como iconos del tango.
Después de esperar poco más de media hora (que me pareció medio siglo) en un despacho enorme y medio vacío -de quien se presentó como “el Asesor”- escuchamos, en la misma calle lateral por donde yo había entrado, el ruido de una motocicleta de baja cilindrada; seguida de dos enormes y silenciosos coches negros atestados de hombres con elegantes sombreros y armas desenfundadas. Observé con discreción por una ventana y fue enorme mi sorpresa cuando vi que de aquella moto ‘Lambretta’ (era más bien lo que los italianos llaman un ‘scuter’ que una motocicleta) desmontaba el mismísimo general. Yo no podía entender, por la costumbre de otros modos de  representación del Poder, que el jefe de aquel régimen, llegase a la sede de gobierno de modo tan informal. Con sus zapatos deportivos, su ‘pulóver’ a la moda, su chaqueta a cuadros con el cuello abierto…más parecía un jugador de golf que un líder militar de éxito. Tenía la estatura y fuerza aparente de un boxeador de peso pesado. Con su metro ochenta de estatura, su peinado oscuro hacia atrás y su nariz romana, parecía más una copia criolla de Beniamino Gigli o cualquier otro famoso tenor de ópera. El general tendría entonces poco más de cincuenta años. Lo que más me llamó la atención fue ese brillo absurdo, adhesivo,  de su cabellera, que parecía lustrada con el mismo betún con que los granaderos pulían sus altas botas.
Cuando aquel hombre exótico se arrellanó y relajó en su sillón, una de las innumerables secretarias le acercó –ya encendido- un cigarrillo encastrado en una boquilla de nácar con adornos de oro. En aquel edificio, en aquella ciudad,  todo el mundo fumaba excesivamente; la atmósfera estaba muy cargada y casi todos tenían los dientes amarillos…salvo el general, que los llevaba de un blanco estremecedor, que no era de este mundo. Otra muchacha le pasó una pluma y pude ver -yo me había ido acercando inconscientemente; aunque él no parecía haber reparado en mi presencia- cómo trazaba su firma, de una manera ampulosa: una “jota” mayúscula muy grande y llena de amplitudes narcisistas y, al final, con un cierre agresivo hacia abajo, una letra “n” que era como el dibujo de un puñetazo; como la punta de un anzuelo clavándose  en un corazón invisible.
            Un momento después, aquel hombre estaba hablándome. Y lo hacía en un alemán tan fluido que no pude evitar el echarme  a temblar.

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¿30 años después…el encierro irrespirable?

…dice la frase hecha que hay que “hacer memoria”…pero ¿de la nada, del agujero que abre el pánico, qué puede hacerse…? Porque sólo hay agujero ya, carencia, falta, caída en un pozo vacío…y no hay, no quedan,  palabras para juntar en una cadenita; miguitas de Hansel y Gretel… y enganchar la memoria, no hay…
…y ustedes me preguntan por la vida del Ruso –como llamaban a Bruno Saper desde la infancia- y del Ruso ahora mismo sólo recuerdo que desapareció una noche que llovía a mares sobre Buenos Aires, durante una larga sudestada que traía la borrasca del Plata metiéndose como un estremecimiento desde los callejones de La Boca  hasta más allá del norte de Palermo, así entraban los dedos ateridos de las rachas en ese día penoso. Un tigre de viento bramando sobre Buenos Aires. No, no,…no recuerdo hechos muy claros. Ustedes que son médicos, tienen que entenderme. Tienen que creerme que yo no puedo recordar. Yo no estoy loco como dicen algunos…pero la memoria sí que la he perdido; se me ha ido muriendo. ¿Habrá sido por la máquina en la lengua y en las encías?
            Bueno, todo no puedo, ni pensarlo puedo. Pero hay como fotos fijas, como relámpagos donde yo lo veo. Sí, yo lo conocí  en mis épocas de pibe, de cuando éramos adolescentes. Época de mucho miedo y de penuria aquella de los primeros setenta…estaban ya matando gente todos los días los perros de las Tres A…los aprendices de videlistas.
 Entonces Saper…el Rusito,  tendría como unos veintisiete o  veintiocho años. Los dos éramos del mismo barrio de Almagro.  Y eso era todo. Ustedes recuerdan de esa época casi lo mismo que yo, porque yo lo viví pero sin darme cuenta…y después todo quedó en los diarios, en algunos libros, dicen, y en las charlas de la gente más vieja, arracimada en los patios de los atardeceres en torno a un mate o  una copita de anís, acaso.
¿De cuándo él fue niño? Bueno…supongo –no  lo se, en realidad- supongo que vivió otras dictaduras, que después nos parecieron un chiste malo, al lado de los asesinados de a miles, los tirados al río…los que amanecían con un tiro en la nuca, incluso pibes de diecisiete años, como unos que secuestraron en La Plata, me acuerdo. Así eran esos días. Encerrados sin aire.
            Lo que les parecía raro en Almagro era que el Ruso era, dicen, un tipo que trabajara en lo que viniera con tal de seguir estudiando medicina…pero lo que soñaba hacer, lo que le gustaba de verdad era ser escritor…y contaba siempre algo de lo que estaba escribiendo, escenas donde una novela iba creciendo o de pronto te leía un poema en cualquier bar, por puro gusto. Dicen que escribía muy lindo. Pero sólo publicó un par de cosas. Bueno, sí, se las publicaron los amigos; años después. Ustedes ya saben eso. No me fuercen.
            Dejó de escribir un día que estaba en casa de Inés y cayó un operativo de los “grupos de tareas”, como gustaban llamarse cuando salían de caza, y la secuestraron a ella y a un hermano de ella; pero como de milagro no se lo llevaron al Rusito…porque su novia, entre otros gritos espeluznantes, dijo que no lo conocía, que sólo era un muchacho vecino que había ido a arreglarles un grifo que goteaba desde hacía días. Sí, ya se  que es absurdo, pero así fue la historia. Así eran las cosas verdaderamente, entonces. Y cuando llegaron los verdugos a su cubil, sus jefes y los oficiales de Inteligencia,  los trataron por lo menos de pelotudos , de imbéciles, de hijos de puta; les pegaron con un palo  y les metieron un mes de calabozo de castigo  porque se habían traído a quienes no buscaban…dejando ir al Rusito, que era la presa.
            Pero el Rusito no había huido. Parece que se quedó en la casa de la chica que quería tanto, esperando a que volvieran…quién sabe para qué. O él lo sabía. De modo que después de todo lo que hicieron a Inés, cuando se cansaron de hacérselo, como dos días después un capitán pensó que en la casa allanada habría pistas y volvió hasta Almagro y cuando llegó a esa casa, desde una ventana, le dispararon con una escopeta y el oficial respondió con un arma automática que a dentelladas hizo trizas todas las persianas y debió darle al Rusito…porque quedó un rastro de sangre hasta el patio y sobre un muro que había saltado y en la calle trasera por donde, esta vez sí, se había fugado como pudo.
            Parece entonces que en el momento en que Bruno Saper saltó a la calle, se cayó a la calle,  arrastrando una pierna y tratando de hacerse un torniquete con el cinturón; pasó ese coche que dicen que vieron, un coche negro, grande y lujoso, un Chevrolet 400 que ardía como el charol, que frenó sin ruido y se bajó una mujer joven, que no era de Almagro, que era del centro, y lo ayudó a levantarse y lo metió a empujones en el asiento de atrás  y se esfumó en la noche de Buenos Aires. Cuando logró saltar, el capitán disparó varias ráfagas hacia  las lucecitas que se alejaban, pero dicen que todas las balas se perdieron girando locas entre los árboles.
            Cuando Bruno despertó, la blancura de aquellas sábanas, ese albor de luz, lo hizo bizquear, aparte del dolor y sólo vio desenfocada la silueta de la extraña y vio bien cerquita, pegadas a su cuerpo desnudo, un sembrado de manchas rojas, sangre rutilante que parecía flotar sobre las sábanas porque la blancura las detestaba. Escuchó bien el ruido del agua de un grifo en una bañera, voces desconocidas…y la mujer se le acercó a los ojos hasta hacerse visible y le puso una mano fría sobre la frente, caricia tibia, y él como era poeta –siempre- se dijo que venía ella del agua como una Venus soñada y entonces volvió a desmayarse. Y en el sueño estuvo largo rato de pie mirando con la boca abierta aquella Venus de Botticelli que –había leído- relumbra desde hace siglos en una ribera del río Arno ¡tan lejos de Buenos Aires! Todo un día estuvo, de pie, mirando fijo a ese cuadro ¿o acaso esto lo habré soñado yo?...arenas movedizas.
            Alguna hora ignorada de algún día siguiente comenzó a enterarse que estaba en el segundo piso de una casa antigua del barrio de Caballito, frente al parque Rivadavia. Eso lo tranquilizó, porque él solía ir por esa zona. Supo que estaba muy cerca de un café de ajedrecistas, donde alguna vez había agonizado una partida lenta con un ingeniero alemán que apenas hablaba pero movía los trebejos como en un ballet clásico.
            Lo habían vendado con fuerza, desde el muslo hasta la cadera, toda la parte machacada de plomo, que seguía quemándolo…y estaba colocado de lado, sobre el costado sano, enfocando a una pared celeste donde adivinaba sombras. Claro que retorciendo mucho el cuello logró mirarla cuando vino ese día y lo hizo beber unas cápsulas con limonada bien fría y le pregunto si le dolía menos y él supo que era una mujer de treinta y pico, con un perfil maravilloso y un perfume que él soñaba a veces en  las novelas pero jamás había aspirado en lo real. Y también sus manos eran una obra de arte…tal como había creído él siempre que eran las manos de las mujeres de los libros de Proust.
            Y ella fue y se sentó en una silla de respaldo alto que estaba a los pies de la cama y, en el nuevo ángulo de visión, Bruno pudo verle las piernas…y allí la mujer seguía siendo hermosa como en las manos. Claro que hasta Bruno se sorprendía de tales mixturas locas del pensamiento, en una situación tan rara, en casa de una extraña, en una escena que se le había instalado de pronto –desde el desmayo- sin saber de dónde venía ni dónde iba a parar aquella situación un poco absurda –pensó- yo aquí desnudo, salvo el vendaje, medio estremecido por la fiebre y pensando en la belleza de esta mujer ignota cuando yo tendría que pensar en Inés y en cómo volver a salvarla…
            Gracias señorita…balbuceó él, sintiendo que no eran las palabras adecuadas. Pero más estúpido se sintió todavía cuando le preguntó qué donde trabajaba ella y ella respondió que no trabajaba, que se dedicaba a pintar. Bueno, es un trabajo, pero nunca he ganado dinero con eso…ni me interesa tampoco, la verdad. Y él entró en otra extrañeza más honda: había gente que tenía paz y dinero y seguridad como para dedicarse a pintar en aquellos días de espanto, cuando todos los hombres y mujeres que él conocía andaban cambiando sus huesos de un sitio a otro, noche tras noche, para que la angustia o el fuego nos los pulverizara con el mismo fulgor del plomo que ahora le había abierto las carnes…aunque todavía estaba vivo… seguramente gracias a aquélla que vivía en una casa hermosa y buscaba en los pigmentos sus texturas secretas y acaso algunas respuestas a ciertas preguntas que él mismo se hacía…pero…
 Veo que ustedes no me creen y me miran como a un bicho raro. Pero así son los recuerdos.¿ Y acaso no era posible; acaso no sabía él, como escritor que era, que  todos los vivos le hacen las mismas preguntas a la muerte? Igual daba que pintaran, escribieran o temblaran por la  fiebre y el miedo.
Después de hacerle cosquillas en una axila al tomarle la temperatura, la desconocida sacudió el termómetro, sin decirle nada y volvió a ausentarse hacia el ruido del agua, que seguía cayendo en el baño contiguo.
A mediodía volvió, trayendo una bandeja con un poco de fruta y otra jarra de limonada. Cuando él bebió escasamente, la mujer hermosa le dijo que tendría que quedarse en esa cama unos días hasta que pudiera valerse por sí mismo. Y que ella se iría por unas horas, porque esa era la casa de sus padres, ausentes; pero que ella vivía en otro lado y tenía que volver porque seguramente estarían alarmados y acaso la buscaran y entonces él estaría en peligro.
El Ruso se quedó solo en el silencio enorme. Escuchó que llovía muy fuerte. No supo cuántas horas pasaban. O tal vez incluso los días pasaban y pasaban. Y con esfuerzo bebió unos tragos pero no podía comer por el malestar ni sentía hambre. Se durmió y despertó y se durmió muchas veces y en una hora extraña sintió que se orinaba y la cama empezaba a mojarse y haciendo un giro doloroso consiguió sentarse en la cama y agarrándose a los muebles dio unos pasos interminables hacia el baño. Ya el agua no corría. Tampoco  su sangre se derramaba ya por las heridas y se sintió mejor. Buscó con los ojos un teléfono, más por costumbre porque ¿a quién iba a llamar? si apenas recordaba algo. Y vio que había otra habitación tras un breve corredor y se envolvió en una sábana por una vergüenza súbita y tardó como mil horas en arrastrar la pierna herida y el peso de un cuerpo que pesaba demasiado…pero tampoco en el otro cuarto se veía un teléfono. Había una salita con unos sofás de piel y un escritorio muy ordenado y toda una pared llena de libros. Los libros lo atrajeron como una promesa, de modo que siguió arrastrándose durante un lapso eterno. Y entonces vio, en un vano entre los libros, la foto que brillaba. Era una foto de ella. Era extremadamente hermosa. Su rostro era un paraíso… más aún que las manos y la línea estremecedora de sus piernas. Pero en la foto no estaba sola. La acompañaba un hombre que también sonreía. La foto tenía mucha luz, como tomada en un parque una mañana de verano. Y el hombre vestía un uniforme de oficial.
Cuando volvió en sí, Bruno estaba tirado en el piso de la salita y la mujer lo estaba ayudando a volver a la cama, con delicadeza pero con fuerza. El sentía la fuerza de aquel cuerpo tan esbelto y deseable.
-Se que ha visto la foto- le dijo ella de pronto; mientras buscaba otras sábanas limpias en un armario empotrado. -Pero no tiene que temer nada. Conmigo estará seguro-.
-¡Tengo que irme ya, enseguida…tengo que irme!- se escuchó el hombre que estaba gritando.- ¿Y por qué hace todo esto; y por qué me dice que con usted estoy seguro, cuando usted es una…-
-Yo sólo soy una mujer que también tiene miedo- dijo ella.
-¿Y eso es todo? ¿Con esa explicación me conformo y me quedo tranquilo?-.
-Eso es todo. Pero puedes irte. No estás prisionero en esta casa. Si crees que puedes valerte, si crees que eso es posible, puedes irte en el instante que quieras-.
-¿Pero cómo voy a creerte, siendo lo que he visto…sabiéndote ya  la mujer de ese tipo? ¿Es que acaso me estás guardando hasta que él venga, tranquilo y cuando se le ocurra, a pegarme un tiro? ¿Para qué todo este teatro, para qué estás curándome…qué clase de perversión es la tuya?-
-No va a venir nadie- dijo ella con convicción.
-¿Cómo que nadie…?-
-El de la foto es mi marido, si te interesa saberlo; pero no puede venir…-
-¿Por qué no puede venir? ¿Qué me estás diciendo?… ¡loca de mierda! –
-El ya no vendrá nunca porque no puede tocarnos, ni siquiera vernos ya puede… ¡Tienes que entender que nadie podría ya  ni reconocernos…porque ya estamos muertos!-
-Además de ser un monstruo, estás completamente loca…pobre mujer-, dicen que dijo Saper, casi como apiadándose. ¿Cuál es tu nombre real?
-Me llamo Elizabeth…pero a mi me gusta más Isabel…¿bueno, te acuerdas que cuando frené el coche para ayudarte a levantarte de la calle, cuando sangrabas… y entonces escuchamos una ráfaga larga, muy larga?-
El hombre rebuscó en su memoria un tiempo indeterminado hasta que volvió a escuchar aquel trueno. Y asintió, mirándola.
-El fue quién nos mató aquella noche. Pero es un cobarde, siempre lo fue…y cuando llegó hasta el auto me reconoció y sintió pavor por haberme asesinado-
-Nos había asesinado…-
-A mi sí me había asesinado. El nunca te vio como persona, Bruno…vos sólo eras un número más, un animal al que había que matar. Tuvo miedo por lo que me había hecho a mi –aunque fuera por puro azar-, tuvo miedo porque mi padre es su superior…-
-¿También tu padre?-
-No, no te confundas, el es un hombre viejo, sobreviviente del ’45,  y retirado desde hace muchos años…pero todavía lo respetan…esas cosas tan raras que tienen entre ellos-
-¿Y, entonces…-
-Entonces nos trajo a esta casa, que fue de mis padres, que yo heredé, donde nadie viene nunca…y nos trajo y encerró nuestros cuerpos y huyó y desapareció y nadie sabe nada de él y menos puede saber lo que nos pasó a nosotros-.
-Pero antes has salido y has vuelto. Te he visto marcharte y dejarme solo ¿cómo se explica eso?-
-Yo no se que has visto…yo veo otras cosas, siempre cada uno ve una parte. Yo veo que te duele y que tengo que curarte. Voy hasta el baño y vuelvo. Ya he ido y he vuelto millones de veces….-
¿Y cómo me dices, entonces que me marche; adónde puedo irme-
-Mientras has estado sin conciencia durante millones de días, me he asomado a la ventana. Afuera sigue estando la ciudad. Pero también ella está muerta, aunque  allí sigue. Y acaso se pueda salir…pero yo no me atrevo, voy hasta el baño y vuelvo, una y otra vez-
-¿Y sigue la tormenta del día ese cuando nos mataron?-
-La tormenta no para, no para, no para…es enloquecedor…y ahora trata de dormir; eso se puede. Tratemos de dormir los dos. Me siento muy cansada-
Y el hombre se tendió. Y ella se tendió a su lado. Casi con pudor y ternura, Isabel  (¿) se tendió rozándolo…en el encierro donde moraban sin aire. El hombre sintió como el dolor se iba y  cómo venía la sombra del deseo. Ella sintió el placer de cómo él se acurrucaba contra su cuerpo. Ambos sintieron el golpe de la lluvia en las ventanas y cómo se reunía su carne con su carne  en las manchas de sangre –ahora podía ver cuánto sangraba ella- cómo se mezclaban sus cuerpos  en el golpe de las ráfagas, en el oro de las balas, en la putrefacción de la lluvia, el olor de la sangre… el ruido de la tormenta en el Plata; ese tigre bramando sobre Buenos Aires.-
© carlosmamonde.  

miércoles, 18 de mayo de 2011

La Zambullida

Por Michael Clemente
(Traducido por Carlos Mamonde y Michael Clemente)
Pete tenía quince años, y trabajaba como salvavidas en la piscina pública de Tonopah, Arizona.  Era la tarde de un miércoles y estaba vigilando la zona profunda, y estaba viendo, lo que veía a menudo…dos o  tres veces cada semana.  Vio a Jim.  Pete no sabía el nombre de Jim, pero lo reconoció y sintió la curiosidad familiar otra vez.    
Era un día de calor abrasador.  Cuando Pete miró a la piscina pudo ver el intenso calor agitarse como un vapor borroso a través del aire.  Las bombas viejas en la piscina traquetearon sumisamente enclenques, débilmente empujando adelante el agua insuficientemente clorada a una distancia corta en el aire.  Como antiguos guardianes perseveraron en vigilar y mantener al agua moviéndose, previniendo que, por su pereza, el agua hirviera.  El cuerpo de Pete brilló con el sudor y se deslizaba hacia adelante y hacia atrás en la silla plástica del salvavidas. Sintió una gota de sudor recogiendo la ayuda de las otras gotitas mientras bajaba lentamente por su espalda.
Jim parecía tener más de ochenta años.  Tenía el cuerpo como un globo sin aire, viejo y cansado y con los hombros desplomados.  Sus brazos y piernas estaban casi calvos, y el pelo que él tenía en su cabeza era escaso y gris.  Su pecho había cedido y tenía grandes ojeras por debajo de sus ojos apagados.
La razón por la que Pete reconoció tan fácilmente a Jim era debido a su uso inusual del único tablero de salto de la piscina.  Hoy, como en otros días, Jim pasó la mayoría de su tiempo zambulléndose.  Esperaba en una cola de siete u ocho niños; la mayoría eran entre seis y doce años de edad.  Los niños utilizaban sus saltos para tirarse con estilo o en clavadas, bombas, y panzazos.  Generalmente, había un muchacho más viejo allí: tenía trece años.  Él era el “héroe local” y podía hacer un giro en el salto.  Mientras que los niños esperaban impacientemente en la cola se empujaban, se pellizcaban, gritaban, y reían.  En medio de todo este entusiasmo boyante estaba de pie, constante, la figura encogida de Jim.  Esperaba pacientemente su turno, aparentemente inconsciente del caos circundante.  Cuando llegaba su turno, Jim subía laboriosamente las tres gradas al trampolín.  Una vez encima, se agarraba de los pasamanos junto al tablón y caminaba lentamente sobre él.  Sus pies, que eran revestidos por zapatos de goma, se movieron inestables, con pasos irregulares.  Una vez en el extremo del tablero de salto Jim se detendría brevemente por un momento.  Su cara triste  daría vuelta lentamente pero sólo un poco hacia la izquierda, y entonces se zambulliría en lo profundo.
Cuando se zambullía Jim, entraba hacia la escala que salía de la piscina.  Consecuentemente, Pete nunca lo veía nadar más allá de un movimiento enclenque, y éste sería solamente cuando él emergía en un momento erróneo.  Al momento en que él sacaba su cuerpo de la piscina los niños estaban muy impacientes por utilizar el trampolín; entonces se permitía solamente estar a una persona en la zona profunda.  Después de que Jim estuviera fuera de la piscina él emigraría lentamente al extremo de la cola, desde  donde él repetiría este proceso  una y otra vez.      


En una tarde solitaria en el septiembre de 1930, Jim asistía a su primer día en una nueva escuela primaria. Su familia se había mudado recientemente debido a la búsqueda de su padre por trabajo y Jim se halló no versado en sus nuevos alrededores; nada familiares. Durante la hora de almuerzo aquel día, Jim esperó en la cola en la cafetería su turno para comprar su comida. Mientras que los niños esperaban impacientemente en la cola, se empujaban, se pellizcaban, gritaban, y reían. Jim esperó su turno pacientemente, muy consciente del caos circundante. Cuando vino el momento de pagar, Jim se dio cuenta que no tenía bastante dinero para su comida. La pesada cajera empujó hacia fuera su gruesa mano y le indicó impacientemente cuanto le faltaba. El cuerpo entero de Jim se sentía caliente como si su cerebro corriera torpemente hacia un santuario. Después de un momento eterno, Jim, derrotado, bajó los ojos al mostrador. Fue entonces cuando vio otra mano acercar un poco de dinero hasta la cajera. Alzó los ojos y vio que un muchacho decía, “Aquí tiene señora, tome esto.” Y así, Jim encontró a Danny. 
            Jim y Danny se hicieron mejores amigos y entraron en la vida con el optimismo de la juventud.  Solamente años más tarde, se darían cuenta de su ingenuidad; aunque siguieron apoyándose mutuamente cuando los reclutaron juntos para luchar en la Segunda Guerra Mundial.  El 6 de junio de 1944 estaban en una lancha de desembarco LCVP, que los llevaba juntos a la playa de Omaha.
Jim y Danny estaban de pie, lado a lado, en la segunda fila de la lancha. Danny contra la pared izquierda y Jim directamente a su derecha. Los soldados estaban de pie en siete filas de cuatro hombres. 
El ruido era ensordecedor mientras que su lancha los llevaba a orilla. El cielo era oscuro y humeante y sus almas temblaban dentro de ellos. Mientras caía la puerta de la lancha de desembarco en el agua, se desató la visión completa del terror. Antes de que pudieran escaparse de la lancha, la primera línea de soldados fue masacrada bajo fuego enemigo.
La lancha se convirtió en un mar de hombres frenéticamente estrellándose hacia la orilla discordante.  De repente, Jim vio -como en pesadilla lateral- como Danny se frenó de un tirón invisible. 
Después del golpe de Danny, Jim dio vuelta contra la marea violenta de los hombres que empujaban hacia el ruido y sus ojos encontraron los de Danny. Hubo un repentino silencio mudo que sonaba violentamente en la cabeza de Jim mientras miraba en aquellos ojos.  La cara de Danny estaba envuelta en la soledad de la muerte.  Su cuerpo entero se sentía caliente, y su cerebro corría torpemente hacia un deseado santuario. Jim vio la suplica en sus ojos aterrorizados.
Pero Jim dio vuelta detrás, y se zambulló en lo profundo.


viernes, 13 de mayo de 2011

“CIRCE”


                                                                       Por  Carlos Mamonde

            ¿Por qué recuerdo, en esta precisa noche, su rostro hermoso y melancólico después de tantos años? Acaso, sólo,  porque hace un instante, cuando ya me acostaba, escuché su nombre –Marta Pentesilea- en las noticias de la radio;...las noticias donde la elogiaban  como pianista y  directora excelsa de aquella orquesta de cámara que pronto visitaría la ciudad...o que, acaso, la habría visitado ya y en esta hora se marchaba de la provincia, tras un éxito clamoroso en la añeja sala del San Martín. ¿Llegaba...o se marchaba...?.Aquella parte del relato se perdía entre  el ruido de la ducha y entre los navajazos de la jaqueca que, desde hace algunos meses, pugna con mi precaria paz todas las noches...
            Y, bordeando su rostro claro, recordé el eco de las últimas palabras que nos dirigimos, en aquel entonces. Me parece extraño cómo recordamos aisladas palabras, ya sin sentido hoy, venidas del pasado...cómo recordamos perfumes y pequeños gestos arcaicos de los seres perdidos...
 Y el locutor ha dicho –o he creído oír- que, en ella,  su juventud realza su maravilloso talento para recrear a Brahms... su juventud, aún no llegada a la treintena, dice...Esto me sonó raro en ese provinciano  discurso de admiración y loa, porque cuando la conocí ella ya tendría más o menos aquella edad...o eso me pareció…Eso creí….
Veintiocho o veintinueve años, acaso treinta ya...los que  ella  ha tenido para siempre en mi memoria… y en esta historia -¿una  historia común  entre ambos?-, que ha quedado cristalizada como un carbón paleolítico en la terrible penumbra de las simas.

Recuerdo...que nos conocimos en el viejo café ‘DeCarlo’ –todavía abierto- cercano a la gran sala del Museo Provincial Dalmacio Rochas; en tiempos en que aquel antiguo edificio todavía albergaba cada tanto alguna exposición, como una extraña y abigarrada epifanía; antes de caer en el lánguido envejecer de abandono que hoy lo carcome lentamente; al mismo ritmo que llueve la carcoma sobre la olvidada ciudad, soñada por anónimos jesuitas españoles, a principios del XVI.
En aquella sombría construcción, entre el guiño aterciopelado de los mármoles traídos de Italia y el roce momificado de los tapices deslucidos por la peste del tabaco; tuvo lugar ese encuentro primero, casi multitudinario, porque en el quinto centenario de la ciudad los baladíes burócratas del gobierno se creyeron una suerte de príncipes- florentinos-por-un-día y quisieron “echar la casa por la ventana”, como repetían tontamente a cada rato, y habían organizado concursos literarios, una semana de conciertos y ballet y una gran muestra de la pintura de los más jóvenes talentos de la provincia.
Allí fui, agobiado por el peso de mis breves relatos, de mis poemas, que a nadie habían interesado hasta aquel día y me dí de bruces junto con la disforme compañía de otros tímidos, otros esperanzados, otros fracasados –aunque hoy los bañara, fugaz,  el agua de la gloria-, que se atareaban en los incomprensibles oficios de algún arte; mérito suficiente para que aquella mañana el Ministro de Cultura nos agasajara en múltiple y extraña compañía. Allí la vi por vez primera. No me pareció tan bella como aquella pintora de los valles andinos que me habían presentado a la hora del desayuno; pero la claridad de sus ojos, que llegaba a nimbarla, me dejó perplejo, fascinado. Igual que su tímido silencio, tan chocante entre tanta palabrería esnob y un poco boba. Creo que de pronto nos vimos juntos y a solas y en otro lugar, fuera del lustre cansado de aquel edificio decimonónico, porque huimos al unísono, sin darnos cuenta casi  y por el sólo impulso de nuestro mutuo agobio ante tantos fastos oficiales.
            -Me llamo Julio Aquiles-, creo que llegué a presentarme.
Y, durante un largo instante, me parece que yo me había quedado como absorto mirando la hermosura de su vestido azul añil, largo hasta los tobillos, con el pecho y la falda bordados en unos arabescos sutiles de un hilo celeste y retorcido, sosteniendo minúsculo azabache. No parecía aquello nada apegado a la moda negligente de ese otoño y resultó –al fin- tan exótico como que lo había comprado en una feria estambulita, al albur de un paseo matinal junto al Bósforo. Para mí, que nunca había viajado más allá de Montevideo, aquello me pareció la flor cimera de lo exótico y me quedé más embobado que de costumbre, ante la inútil  belleza.
            -Y yo soy Marta Pentesilea...-.
Recuerdo que me dijo que era la primera vez –a pesar de tantos largos viajes musicales- que visitaba mi ciudad, perdida en el océano de las pampas. Y me dijo que aceptaba venir al día siguiente a una temeraria conferencia mía en el cercano edificio del Círculo de Bellas Artes. Hablamos de su Santa María natal, al fondo del estuario del Plata, como muriéndose al mismo ritmo de destrucción de su legendario astillero. Comparamos esa ciudad suya, de mórbido romanticismo, con la pobreza arquitectónica de esta mía, hecha y rehecha cien veces por el vaivén de las fortunas de los terratenientes y la especulación inmobiliaria, sobre los estrechos márgenes de un mezquino río que manaba de las primeras serranías en mil kilómetros de llanura implacable. Tomamos un café, nos miramos mutuamente con aprecio y prudencia y una pizca de ironía y nos dispusimos a separarnos, dolorosamente, por primera vez. Entonces yo intuí toda la grandeza, fragilidad y daño de nuestro encuentro; y para atenuar el principio de la pérdida, la invité a escuchar el jazz que hacía un amigo mío aquella misma  noche, en un ignoto club al norte del bulevar San Juan. Jamás me hubiese atrevido, normalmente; a apurar las enervantes intuiciones de una primer cita... pero –sin mencionarlo-supimos ambos que era una excusa para abreviar el peso del tiempo hasta el siguiente amanecer.
Recuerdo que el club estaba lleno aquella noche: una variada fauna de artistas y pseudo artistas, en devenir o en decadencia, que bebían ávidamente, como intentando hallar el  ojo del nirvana o la luz de la muerte en cada copa. Cuando ella llegó, su belleza destacó enseguida. Venía acompañada de Edith, una extraña presencia que ella parecía manipular a su antojo y conveniencia. Aceptando lo ineluctable de aquel trío, reanudamos nuestra charla que enseguida recreó la empatía muy intensa que habíamos conseguido, con sus sobreentendidos silencios que parecían citar antiguos diálogos. Estábamos en el ojo del huracán. Aquel estado de beatitud, exaltación y perturbación de las percepciones, que solemos entender como amor, parecía haber estallado entre ambos. Ya todo estaba enrarecido y el mundo incrementaba su densidad. Intentábamos hablar, sin mucho éxito, entre constantes interrupciones de aquellas subespecies de sirenas y faunos que cantaban y piafaban, algo alcoholizados ya,  en la semipenumbra del recinto, entre la crepitación del jazz, el romanticismo obsceno de “Nights in Tunisia”  haciendo bailar el fraseado del saxo alto...
            Intentando, mal que bien, obviar las malhadadas voces de los otros; al terminar su concierto el primer grupo que se presentaba aquella noche, yo retomé el avance hacia la embriaguez de su territorio. Ella no había intentado huir y parecía aceptar el choque sin subterfugios vanos ni mendacidad alguna. Pero, paradojalmente parecíamos movernos siempre en la misma órbita, sin avanzar ni retroceder, como en un juego pactado, una coreografía pendular. Un juego casi siniestro que no se decantaba –por fin- en un rechazo o en un abrazo que desequilibrara la parálisis; que como el suplicio de Tántalo, me clavaba como a una miserable piedra en el límite mismo de lo soñado, en la ribera del deseo.
Nunca he podido verificarlo realmente, pero acaso su forma de actuar conmigo se debiera a las hondas, geológicas,  presiones de un universo íntimo que ella no podía controlar en absoluto. Tensiones insondables de su espíritu extranjero que a veces se filtraban en la turbiedad de una mirada, un rictus de dolida e inexplicable pena cuando la asediaba la ceniza del desencanto...y también cuando reía sin límites; restallando sus hermosos labios en la noche,... hermosa y abierta boca que acaso desvelaba lo que no debiera desvelarse en toda la extensión del misterio del Tiempo.
Marta Pentesilea no dejaba de ser, a su modo, una coqueta. Maravillosamente femenina y coqueta. Consciente de su belleza y atracción; manejaba esos poderes en un fraseo entre la ingenuidad y el maquiavelismo. Yo suelo -hoy en día- criticar ante mis alumnos esas conductas frívolas en los personajes de las novelas que estudiamos. Lo hago, seguramente, porque la suma de los fracasos y la rutina casi pueblerina de la ciudad me ha secado el pozo azul del alma y la frescura jovial de aquellos días. Pero todavía soy consciente, sin una hesitación ni duda mínima, de que la frivolidad puede ser muchas veces una paradojal máscara del heroísmo.
            Recuerdo que, durante aquella noche -de  esgrima mortal- durante el zapeo del jazz en el club del boulevard San Juan, Marta jugó conmigo a la ¿malévola? atracción y al esquive ágil de su aura que se me hurtaba y ofrecía. Pero intuyo, hoy – y desde hace mucho tiempo-, que lo hizo no por un vulgar  torcimiento de mala voluntad, hacia el deseo de ambos, sino por algo profundo y distinto y cruel que jamás he podido comprender cabalmente.
            De veras, que el producto final de aquel asedio frustrado fue para mí más bien una profunda decepción y cansancio y fastidio, que marcaron el recuerdo de Marta durante años. Actué entonces con una enfática reacción de masculina vanidad herida; torpe machismo en el fondo, probablemente; y decidí olvidarme de ella, si podía, y darme una tregua, que podía durar horas, días o la completa eternidad, según el valor que probara mi corazón humillado.
            Recuerdo que la aparente salida de la fiera, bellísima trampa, en que me hallaba no fue muy original por cierto: volví a buscar la huella de los escarceos de María, una muchacha poeta de mi misma ciudad, quien también era otra transeúnte, como yo, por entre los vericuetos de aquel raro congreso de artistas chiflados.
            María era conciudadana mía, también escribía y también había sido agraciada con una invitación al raro evento de los cinco siglos por el gobierno local. Recuerdo que era muy rubia, muy blanca, hija de una inmigrante alemana y de un criollo...y tenía grandes y bellos ojos claros y un par de piernas infinitas. Puede resultar tópico e increíble, exagerado  acaso; pero así era de linda aquella chica, en quien,  no por primera vez, yo reparaba. No recuerdo de quién partió la iniciativa, pero nos fuimos a tomar una copa en el ‘DeCarlo’, tan de moda por aquellos años. Desde que la vi, intuí que terminaríamos en la cama. Aunque mis intuiciones amorosas en particular, debo reconocerlo, tienen un porcentaje de resultados más abajo de un cinco por ciento..., o menos.
Pero aquella vez,  recuerdo, – ¿la excepción de la regla?- la cita tuvo felicísimas consecuencias. Creo que hubo bastante aburrimiento previo y mucho descaro posterior, por parte de los dos....; era obvio que ambos necesitábamos una revancha. Así, al principio casi nos asfixió la avidez, pero enseguida comenzamos a tomarnos la batalla con más ternura y calma. Y María era una piba rara, entonces, que se tomaba con seriedad y humor el sexo y gozaba de una libertad mental poco usual para esa época. Si no fuera una vulgaridad y yo tuviera que escribir sobre aquello, diría que fue una pura fiesta...sin remordimientos y sin esperanzas. Tal vez por ello, y a despecho de la sentencia freudiana de que “siempre hay, al menos, cuatro en una cama”; aquella vez estuvimos solos, felices, sin alucinaciones de amor, beatitud o pecado, y relampagueando en nuestra pura animalidad.
            Pero, inesperadamente, Marta me llamó por teléfono al mediodía siguiente: encontré su mensaje en el contestador al regresar del oasis de María.
            Recuerdo que, aquel día, ella vino a escuchar mi conferencia y estuvo muy atenta, ensimismada. Lo cual me turbó y me hizo balbucear más que otras veces, cuando suelo ponerme nervioso. En aquel ejercicio de ideas yo procuraba -¡ oh, pueril vanidad!-  asociar mis modestos poemas a la filosofía gadameriana; especialmente sobre el intento de HGG de situar en el centro del acto del conocimiento no a las derogadas metafísica u ontología, esas viejas cortesanas solemnes, sino a la pobrecita cenicienta de la poesía.
            Yo ya sabía que Marta conocía muy bien aquellos temas porque “como compositora- me dijo-, yo también soy una poeta, aunque escriba con otros signos”. Pero cuando, al final, cuando ya había rendido mi justo tributo al Gran Viejo heideggeriano y yo esperaba una polémica o una crítica devastadora a mis tímidas tesis; ella sólo me dio un beso en la mejilla y me apretó el brazo con su diestra afectuosa y cálida y me felicitó con un énfasis sin dudas excesivo.
            Después nos fuimos a comer algo en las recovas de la antigua plaza San Martín. El almuerzo fue frugal y, después del café, ella propuso un paseo por el parque, más allá de las barrancas del río...y el parque estaba hermoso por los rojos otoñales de mayo. Caminamos a lo largo del paseo occidental que conduce a la pequeña y secreta fuente de Las Gracias; y lo hicimos con nuestras manos unidas, con una naturalidad de antiguos novios o de amantes furtivos; aunque absolutamente nada  nos uniera realmente.
            Recuerdo, en esta noche, aquel tacto único que jamás podría volver a experimentar. Acaso podría decirse que sus manos eran cálidas; pero este adjetivo no daría una idea exacta de la densidad y reverberación  de su piel. Marta tenía grandes manos, manos de hermoso diseño. “Manos de pianista”, dije tontamente, con un vulgar lugar común que me avergonzó en el acto. Recuerdo que cerré los ojos y soñé fugazmente cómo sería el desnudo mundo de su cuerpo, ese cuerpo que así florecía en sus manos hipnóticas. Y, acaso, la piel de esa mujer estaba frescamente tibia, si pudiera permitírseme el torpe oxímoron. Sus dedos, sus tendones, de frágil arquitectura en lo aparente, eran fuertes y apretaban francos...revelando una secreta potencia que desmentía la mansedumbre de su alma. Y recuerdo que me parecía que aquella fuerza entraba en mi carne por mis manos, que besaban las suyas, y siguiendo los más íntimos cauces más secretos me llegaba al corazón, donde su plenitud se enseñoreaba, contaminándolo todo con el áspero  aroma de la salvación. Recuerdo claramente que yo, por un instante eterno, deseé ser una piedra muerta o un tallo arrancado por su ansia, para que aquella mujer me llevase siempre en el cuenco de sus manos utópicas...sintiendo yo latir su sangre en sus palmas de fuego.
            Aquella vereda del parque, transfigurada entonces por los rumores y el ocre de la hora, debe tener, tal vez,  casi unos dos kilómetros de longitud, supongo. O, lo que es lo mismo, algo más de unos mil novecientos pasos...y -en toda nuestra trayectoria-  cada roce de los pies sobre la grava , recuerdo que marcaba un crescendo del Tiempo... que ya iba en fuga, desbridado...hacia un instante insondable, y diríase banal, donde yo  aún la retendría un poco más;... su sombra acompasada con mi sombra... pero...(antes del cese del Tiempo...), recuerdo que intuí –y fue diáfano- que yo debía imaginar alguna suerte de mensaje, de cifra, de forma del lenguaje que  atara a aquella hembra, para siempre, a la amenazada nada de mi ser.
            Cuando, por fin, logré empezar a enunciar algo que comenzaba a parecerse a un texto coherente; recuerdo que ella me interrumpió, sin brusquedad –es cierto- aunque de un modo inapelable.
            Mira, Julio...-recuerdo que me dijo-, te ruego que calles, por favor...porque yo también estoy sufriendo. Ocurre,...ocurre que yo no estoy sola como crees, Julio...debes saber  que ya hay alguien que forma parte de mi vida.
            -¿...y quién es él?-, me escuché preguntar, bordeando el grito. Como si fuese posible que yo lo conociera y, conociéndolo, tuviese aquel conocimiento una importancia concluyente o poseyera, el conocer, alguna potencia de modificar en algo el  duro hierro de los hechos rotundos.
            Nos sentamos en un escueto banco de piedra, bajo el rumor de los árboles y, en un herido monólogo, me contó su penosa historia...
            ...yo hago música desde los doce años, Julio; desde que era una niña casi. Y quiero decir que estoy hablando de horas y horas de ensayos, de interpretación bajo presión, de tantas actuaciones, sin contar otros muchos años de infancia con el agobio del aprendizaje...Y a mí me gusta mi oficio, sabes. Pero me gusta ahora, hoy,... no cuando aquellos tíos, que me criaron huérfana, me arrojaron al piano como un galeote a la mar; probablemente para deshacerse de mí o porque creían poder medrar unos dineros, no lo sé. Y ya no importa. Y así fui dando tumbos con una u otra orquesta por medio mundo, hasta que apareció Rafael M....Veo, por tu gesto, que lo reconoces, que habrás leído sobre él,...sí es el mismo: ¡ el famoso gran director, el genial regisseur, el pianista único que –dicen- grabó la mejor integral de Schumann de toda la historia! Pero esta otra, la mía, es una pequeña biografía oscura y vulgar, mi querido Aquiles. Así que no hablo de ninguna estética trascendental. Hablo de la soledad de una chica abandonada como un perrito; hablo de la fría humedad de los hoteles y las calles extrañas; hablo del pánico en la noche extranjera. Y M. fue mi padre entonces. Un padre terrible, un animal que protegía y devoraba. El “padre” que me violó una tarde de nieve en Pamplona, después de emborracharme aviesamente.... ¿Feliz...?, ¿me preguntas si alguna vez fui feliz con M.?. No lo sé. Tal vez sí, por breves momentos apenas...a lo largo de un desierto de más de quince años. Ya sabes...los hombres, y las mujeres, somos tan frágiles e incompletos que, a veces, aún la humillación y la compartida sordidez nos colman. Y ahora él ya está muy viejo y muy enfermo (me doy cuenta, mientras hablo contigo, mí  buen Julio, de la banalidad de todo: de mi queja, de esta historia que apesta por su rutina; de estos restos, basura, heces...que el demonio Pygmalion deja en sus víctimas...) y aunque ya no soy su discípula ni Pygmalion mi amante...ahora sólo soy su maldita enfermera, la que trasiega con su desesperación y su sudor y sus residuos mientras lo veo chapotear en la muerte. Pero ya no puedo abandonarlo. ¡ No, no digas que lo hago por bondad!. No puedo aceptarlo...; no me interrumpas ni quieras redimirme. Todo lo hago como una drogadicta que no puede apartarse de la droga que la va royendo. ...y el resto es silencio. Y ya mañana me marcho y nunca volveremos a vernos. Por eso, te lo ruego, déjame sola ahora mismo, Julio...y regresa a tu vida. Pero, antes, aunque no lo comprendas, deja que te bese –por favor te lo pido-, como si realmente hubiésemos llegado a querernos, aunque fuese  un instante.
            Y nunca volví a verla, como profetizó. Seguí, a la distancia, cierto tiempo, el rastro de sus éxitos, su fama. Bien es verdad que aunque ella nada me prometiera, ni debiera, sufrí como un imbécil. Imaginé buscarla y rescatarla, como un héroe, de las sevicias de M..  Imaginé muchas estupideces en torno a Pentesilea. Aunque cuando soñaba con ella era feliz. Intensamente. Esto no puedo explicarlo.
            Un par de años más tarde, casualmente, me encontré con María; quien se había trasladado a vivir a un pueblo de las sierras. Compartiendo un café y en un arranque de extemporánea sinceridad -¿tal vez como una ofrenda de gratitud?- le conté la historia de la pianista. Y entonces, por un instante muy largo, María se quedó demudada. Pensé que iba a desmayarse porque no parecía respirar. Pero enseguida estalló en una risa tan franca, que me pareció ofensiva y obscena.
            -Pobrecito, Julio...qué ingenuo eres. ¿Cuándo te caerás de la burra?.  ¡Y menudo novelón cursi te vendió esa mosquita muerta...   qué tremenda hija de puta!. ¡Si al final, tanto descaro no deja de ser admirable..!. Y esa historia suya no es más que una sarta de mentiras que se inventó para librarse de tu imprevisto asedio. La Pentesilea era amante de Edith y convivía con ella en Santa María. ¿O es que acaso has olvidado a Edith, su sombra fiel?. Y ambas se lo hacían a lo bestia...como machos en celo...como amazonas en guerra. Durante los pocos días que estuvieron aquí, más de una de mis  incautas amiguitas cayó  en sus garras. Y te digo más: también conmigo lo intentaron. Quisieron violarme, pero tuve suerte... y, aunque me hirieron, pude contenerlas y huir. Porque ellas no buscaban seducir elegantemente, ¿me comprendes?...aquella dulce parejita era cruel y violenta y viciosa. Fue detestable.
            Y salgo de la ducha y la memoria y apago la radio y la casa queda hueca en el silencio de la noche... queda hueco mi cráneo como un barco varado en agua sucia. Y me pregunto una vez más, obsesivamente: ¿por qué me mintió?; ¿cómo podía aquel ser excepcional transgredir así las simples reglas de lo perceptible?. Usualmente, no veo inmoralidad en la mentira. Incluso creo que  suele ser un legítimo recurso de los débiles. Pero quien encarna, como ella, a la armonía de lo creado...debiera mantenerse fiel al inhumano sendero de lo cierto. Es suicida agregar retorcimientos al laberinto del sentido. ¡Pobrecita,...pobrecita niña; tentada por la omnipotente libertad de la mentira, la alucinación  del simulacro, la violencia del lenguaje desatado, la miseria espantosa donde los dioses juegan...!.-
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