viernes, 13 de mayo de 2011

“CIRCE”


                                                                       Por  Carlos Mamonde

            ¿Por qué recuerdo, en esta precisa noche, su rostro hermoso y melancólico después de tantos años? Acaso, sólo,  porque hace un instante, cuando ya me acostaba, escuché su nombre –Marta Pentesilea- en las noticias de la radio;...las noticias donde la elogiaban  como pianista y  directora excelsa de aquella orquesta de cámara que pronto visitaría la ciudad...o que, acaso, la habría visitado ya y en esta hora se marchaba de la provincia, tras un éxito clamoroso en la añeja sala del San Martín. ¿Llegaba...o se marchaba...?.Aquella parte del relato se perdía entre  el ruido de la ducha y entre los navajazos de la jaqueca que, desde hace algunos meses, pugna con mi precaria paz todas las noches...
            Y, bordeando su rostro claro, recordé el eco de las últimas palabras que nos dirigimos, en aquel entonces. Me parece extraño cómo recordamos aisladas palabras, ya sin sentido hoy, venidas del pasado...cómo recordamos perfumes y pequeños gestos arcaicos de los seres perdidos...
 Y el locutor ha dicho –o he creído oír- que, en ella,  su juventud realza su maravilloso talento para recrear a Brahms... su juventud, aún no llegada a la treintena, dice...Esto me sonó raro en ese provinciano  discurso de admiración y loa, porque cuando la conocí ella ya tendría más o menos aquella edad...o eso me pareció…Eso creí….
Veintiocho o veintinueve años, acaso treinta ya...los que  ella  ha tenido para siempre en mi memoria… y en esta historia -¿una  historia común  entre ambos?-, que ha quedado cristalizada como un carbón paleolítico en la terrible penumbra de las simas.

Recuerdo...que nos conocimos en el viejo café ‘DeCarlo’ –todavía abierto- cercano a la gran sala del Museo Provincial Dalmacio Rochas; en tiempos en que aquel antiguo edificio todavía albergaba cada tanto alguna exposición, como una extraña y abigarrada epifanía; antes de caer en el lánguido envejecer de abandono que hoy lo carcome lentamente; al mismo ritmo que llueve la carcoma sobre la olvidada ciudad, soñada por anónimos jesuitas españoles, a principios del XVI.
En aquella sombría construcción, entre el guiño aterciopelado de los mármoles traídos de Italia y el roce momificado de los tapices deslucidos por la peste del tabaco; tuvo lugar ese encuentro primero, casi multitudinario, porque en el quinto centenario de la ciudad los baladíes burócratas del gobierno se creyeron una suerte de príncipes- florentinos-por-un-día y quisieron “echar la casa por la ventana”, como repetían tontamente a cada rato, y habían organizado concursos literarios, una semana de conciertos y ballet y una gran muestra de la pintura de los más jóvenes talentos de la provincia.
Allí fui, agobiado por el peso de mis breves relatos, de mis poemas, que a nadie habían interesado hasta aquel día y me dí de bruces junto con la disforme compañía de otros tímidos, otros esperanzados, otros fracasados –aunque hoy los bañara, fugaz,  el agua de la gloria-, que se atareaban en los incomprensibles oficios de algún arte; mérito suficiente para que aquella mañana el Ministro de Cultura nos agasajara en múltiple y extraña compañía. Allí la vi por vez primera. No me pareció tan bella como aquella pintora de los valles andinos que me habían presentado a la hora del desayuno; pero la claridad de sus ojos, que llegaba a nimbarla, me dejó perplejo, fascinado. Igual que su tímido silencio, tan chocante entre tanta palabrería esnob y un poco boba. Creo que de pronto nos vimos juntos y a solas y en otro lugar, fuera del lustre cansado de aquel edificio decimonónico, porque huimos al unísono, sin darnos cuenta casi  y por el sólo impulso de nuestro mutuo agobio ante tantos fastos oficiales.
            -Me llamo Julio Aquiles-, creo que llegué a presentarme.
Y, durante un largo instante, me parece que yo me había quedado como absorto mirando la hermosura de su vestido azul añil, largo hasta los tobillos, con el pecho y la falda bordados en unos arabescos sutiles de un hilo celeste y retorcido, sosteniendo minúsculo azabache. No parecía aquello nada apegado a la moda negligente de ese otoño y resultó –al fin- tan exótico como que lo había comprado en una feria estambulita, al albur de un paseo matinal junto al Bósforo. Para mí, que nunca había viajado más allá de Montevideo, aquello me pareció la flor cimera de lo exótico y me quedé más embobado que de costumbre, ante la inútil  belleza.
            -Y yo soy Marta Pentesilea...-.
Recuerdo que me dijo que era la primera vez –a pesar de tantos largos viajes musicales- que visitaba mi ciudad, perdida en el océano de las pampas. Y me dijo que aceptaba venir al día siguiente a una temeraria conferencia mía en el cercano edificio del Círculo de Bellas Artes. Hablamos de su Santa María natal, al fondo del estuario del Plata, como muriéndose al mismo ritmo de destrucción de su legendario astillero. Comparamos esa ciudad suya, de mórbido romanticismo, con la pobreza arquitectónica de esta mía, hecha y rehecha cien veces por el vaivén de las fortunas de los terratenientes y la especulación inmobiliaria, sobre los estrechos márgenes de un mezquino río que manaba de las primeras serranías en mil kilómetros de llanura implacable. Tomamos un café, nos miramos mutuamente con aprecio y prudencia y una pizca de ironía y nos dispusimos a separarnos, dolorosamente, por primera vez. Entonces yo intuí toda la grandeza, fragilidad y daño de nuestro encuentro; y para atenuar el principio de la pérdida, la invité a escuchar el jazz que hacía un amigo mío aquella misma  noche, en un ignoto club al norte del bulevar San Juan. Jamás me hubiese atrevido, normalmente; a apurar las enervantes intuiciones de una primer cita... pero –sin mencionarlo-supimos ambos que era una excusa para abreviar el peso del tiempo hasta el siguiente amanecer.
Recuerdo que el club estaba lleno aquella noche: una variada fauna de artistas y pseudo artistas, en devenir o en decadencia, que bebían ávidamente, como intentando hallar el  ojo del nirvana o la luz de la muerte en cada copa. Cuando ella llegó, su belleza destacó enseguida. Venía acompañada de Edith, una extraña presencia que ella parecía manipular a su antojo y conveniencia. Aceptando lo ineluctable de aquel trío, reanudamos nuestra charla que enseguida recreó la empatía muy intensa que habíamos conseguido, con sus sobreentendidos silencios que parecían citar antiguos diálogos. Estábamos en el ojo del huracán. Aquel estado de beatitud, exaltación y perturbación de las percepciones, que solemos entender como amor, parecía haber estallado entre ambos. Ya todo estaba enrarecido y el mundo incrementaba su densidad. Intentábamos hablar, sin mucho éxito, entre constantes interrupciones de aquellas subespecies de sirenas y faunos que cantaban y piafaban, algo alcoholizados ya,  en la semipenumbra del recinto, entre la crepitación del jazz, el romanticismo obsceno de “Nights in Tunisia”  haciendo bailar el fraseado del saxo alto...
            Intentando, mal que bien, obviar las malhadadas voces de los otros; al terminar su concierto el primer grupo que se presentaba aquella noche, yo retomé el avance hacia la embriaguez de su territorio. Ella no había intentado huir y parecía aceptar el choque sin subterfugios vanos ni mendacidad alguna. Pero, paradojalmente parecíamos movernos siempre en la misma órbita, sin avanzar ni retroceder, como en un juego pactado, una coreografía pendular. Un juego casi siniestro que no se decantaba –por fin- en un rechazo o en un abrazo que desequilibrara la parálisis; que como el suplicio de Tántalo, me clavaba como a una miserable piedra en el límite mismo de lo soñado, en la ribera del deseo.
Nunca he podido verificarlo realmente, pero acaso su forma de actuar conmigo se debiera a las hondas, geológicas,  presiones de un universo íntimo que ella no podía controlar en absoluto. Tensiones insondables de su espíritu extranjero que a veces se filtraban en la turbiedad de una mirada, un rictus de dolida e inexplicable pena cuando la asediaba la ceniza del desencanto...y también cuando reía sin límites; restallando sus hermosos labios en la noche,... hermosa y abierta boca que acaso desvelaba lo que no debiera desvelarse en toda la extensión del misterio del Tiempo.
Marta Pentesilea no dejaba de ser, a su modo, una coqueta. Maravillosamente femenina y coqueta. Consciente de su belleza y atracción; manejaba esos poderes en un fraseo entre la ingenuidad y el maquiavelismo. Yo suelo -hoy en día- criticar ante mis alumnos esas conductas frívolas en los personajes de las novelas que estudiamos. Lo hago, seguramente, porque la suma de los fracasos y la rutina casi pueblerina de la ciudad me ha secado el pozo azul del alma y la frescura jovial de aquellos días. Pero todavía soy consciente, sin una hesitación ni duda mínima, de que la frivolidad puede ser muchas veces una paradojal máscara del heroísmo.
            Recuerdo que, durante aquella noche -de  esgrima mortal- durante el zapeo del jazz en el club del boulevard San Juan, Marta jugó conmigo a la ¿malévola? atracción y al esquive ágil de su aura que se me hurtaba y ofrecía. Pero intuyo, hoy – y desde hace mucho tiempo-, que lo hizo no por un vulgar  torcimiento de mala voluntad, hacia el deseo de ambos, sino por algo profundo y distinto y cruel que jamás he podido comprender cabalmente.
            De veras, que el producto final de aquel asedio frustrado fue para mí más bien una profunda decepción y cansancio y fastidio, que marcaron el recuerdo de Marta durante años. Actué entonces con una enfática reacción de masculina vanidad herida; torpe machismo en el fondo, probablemente; y decidí olvidarme de ella, si podía, y darme una tregua, que podía durar horas, días o la completa eternidad, según el valor que probara mi corazón humillado.
            Recuerdo que la aparente salida de la fiera, bellísima trampa, en que me hallaba no fue muy original por cierto: volví a buscar la huella de los escarceos de María, una muchacha poeta de mi misma ciudad, quien también era otra transeúnte, como yo, por entre los vericuetos de aquel raro congreso de artistas chiflados.
            María era conciudadana mía, también escribía y también había sido agraciada con una invitación al raro evento de los cinco siglos por el gobierno local. Recuerdo que era muy rubia, muy blanca, hija de una inmigrante alemana y de un criollo...y tenía grandes y bellos ojos claros y un par de piernas infinitas. Puede resultar tópico e increíble, exagerado  acaso; pero así era de linda aquella chica, en quien,  no por primera vez, yo reparaba. No recuerdo de quién partió la iniciativa, pero nos fuimos a tomar una copa en el ‘DeCarlo’, tan de moda por aquellos años. Desde que la vi, intuí que terminaríamos en la cama. Aunque mis intuiciones amorosas en particular, debo reconocerlo, tienen un porcentaje de resultados más abajo de un cinco por ciento..., o menos.
Pero aquella vez,  recuerdo, – ¿la excepción de la regla?- la cita tuvo felicísimas consecuencias. Creo que hubo bastante aburrimiento previo y mucho descaro posterior, por parte de los dos....; era obvio que ambos necesitábamos una revancha. Así, al principio casi nos asfixió la avidez, pero enseguida comenzamos a tomarnos la batalla con más ternura y calma. Y María era una piba rara, entonces, que se tomaba con seriedad y humor el sexo y gozaba de una libertad mental poco usual para esa época. Si no fuera una vulgaridad y yo tuviera que escribir sobre aquello, diría que fue una pura fiesta...sin remordimientos y sin esperanzas. Tal vez por ello, y a despecho de la sentencia freudiana de que “siempre hay, al menos, cuatro en una cama”; aquella vez estuvimos solos, felices, sin alucinaciones de amor, beatitud o pecado, y relampagueando en nuestra pura animalidad.
            Pero, inesperadamente, Marta me llamó por teléfono al mediodía siguiente: encontré su mensaje en el contestador al regresar del oasis de María.
            Recuerdo que, aquel día, ella vino a escuchar mi conferencia y estuvo muy atenta, ensimismada. Lo cual me turbó y me hizo balbucear más que otras veces, cuando suelo ponerme nervioso. En aquel ejercicio de ideas yo procuraba -¡ oh, pueril vanidad!-  asociar mis modestos poemas a la filosofía gadameriana; especialmente sobre el intento de HGG de situar en el centro del acto del conocimiento no a las derogadas metafísica u ontología, esas viejas cortesanas solemnes, sino a la pobrecita cenicienta de la poesía.
            Yo ya sabía que Marta conocía muy bien aquellos temas porque “como compositora- me dijo-, yo también soy una poeta, aunque escriba con otros signos”. Pero cuando, al final, cuando ya había rendido mi justo tributo al Gran Viejo heideggeriano y yo esperaba una polémica o una crítica devastadora a mis tímidas tesis; ella sólo me dio un beso en la mejilla y me apretó el brazo con su diestra afectuosa y cálida y me felicitó con un énfasis sin dudas excesivo.
            Después nos fuimos a comer algo en las recovas de la antigua plaza San Martín. El almuerzo fue frugal y, después del café, ella propuso un paseo por el parque, más allá de las barrancas del río...y el parque estaba hermoso por los rojos otoñales de mayo. Caminamos a lo largo del paseo occidental que conduce a la pequeña y secreta fuente de Las Gracias; y lo hicimos con nuestras manos unidas, con una naturalidad de antiguos novios o de amantes furtivos; aunque absolutamente nada  nos uniera realmente.
            Recuerdo, en esta noche, aquel tacto único que jamás podría volver a experimentar. Acaso podría decirse que sus manos eran cálidas; pero este adjetivo no daría una idea exacta de la densidad y reverberación  de su piel. Marta tenía grandes manos, manos de hermoso diseño. “Manos de pianista”, dije tontamente, con un vulgar lugar común que me avergonzó en el acto. Recuerdo que cerré los ojos y soñé fugazmente cómo sería el desnudo mundo de su cuerpo, ese cuerpo que así florecía en sus manos hipnóticas. Y, acaso, la piel de esa mujer estaba frescamente tibia, si pudiera permitírseme el torpe oxímoron. Sus dedos, sus tendones, de frágil arquitectura en lo aparente, eran fuertes y apretaban francos...revelando una secreta potencia que desmentía la mansedumbre de su alma. Y recuerdo que me parecía que aquella fuerza entraba en mi carne por mis manos, que besaban las suyas, y siguiendo los más íntimos cauces más secretos me llegaba al corazón, donde su plenitud se enseñoreaba, contaminándolo todo con el áspero  aroma de la salvación. Recuerdo claramente que yo, por un instante eterno, deseé ser una piedra muerta o un tallo arrancado por su ansia, para que aquella mujer me llevase siempre en el cuenco de sus manos utópicas...sintiendo yo latir su sangre en sus palmas de fuego.
            Aquella vereda del parque, transfigurada entonces por los rumores y el ocre de la hora, debe tener, tal vez,  casi unos dos kilómetros de longitud, supongo. O, lo que es lo mismo, algo más de unos mil novecientos pasos...y -en toda nuestra trayectoria-  cada roce de los pies sobre la grava , recuerdo que marcaba un crescendo del Tiempo... que ya iba en fuga, desbridado...hacia un instante insondable, y diríase banal, donde yo  aún la retendría un poco más;... su sombra acompasada con mi sombra... pero...(antes del cese del Tiempo...), recuerdo que intuí –y fue diáfano- que yo debía imaginar alguna suerte de mensaje, de cifra, de forma del lenguaje que  atara a aquella hembra, para siempre, a la amenazada nada de mi ser.
            Cuando, por fin, logré empezar a enunciar algo que comenzaba a parecerse a un texto coherente; recuerdo que ella me interrumpió, sin brusquedad –es cierto- aunque de un modo inapelable.
            Mira, Julio...-recuerdo que me dijo-, te ruego que calles, por favor...porque yo también estoy sufriendo. Ocurre,...ocurre que yo no estoy sola como crees, Julio...debes saber  que ya hay alguien que forma parte de mi vida.
            -¿...y quién es él?-, me escuché preguntar, bordeando el grito. Como si fuese posible que yo lo conociera y, conociéndolo, tuviese aquel conocimiento una importancia concluyente o poseyera, el conocer, alguna potencia de modificar en algo el  duro hierro de los hechos rotundos.
            Nos sentamos en un escueto banco de piedra, bajo el rumor de los árboles y, en un herido monólogo, me contó su penosa historia...
            ...yo hago música desde los doce años, Julio; desde que era una niña casi. Y quiero decir que estoy hablando de horas y horas de ensayos, de interpretación bajo presión, de tantas actuaciones, sin contar otros muchos años de infancia con el agobio del aprendizaje...Y a mí me gusta mi oficio, sabes. Pero me gusta ahora, hoy,... no cuando aquellos tíos, que me criaron huérfana, me arrojaron al piano como un galeote a la mar; probablemente para deshacerse de mí o porque creían poder medrar unos dineros, no lo sé. Y ya no importa. Y así fui dando tumbos con una u otra orquesta por medio mundo, hasta que apareció Rafael M....Veo, por tu gesto, que lo reconoces, que habrás leído sobre él,...sí es el mismo: ¡ el famoso gran director, el genial regisseur, el pianista único que –dicen- grabó la mejor integral de Schumann de toda la historia! Pero esta otra, la mía, es una pequeña biografía oscura y vulgar, mi querido Aquiles. Así que no hablo de ninguna estética trascendental. Hablo de la soledad de una chica abandonada como un perrito; hablo de la fría humedad de los hoteles y las calles extrañas; hablo del pánico en la noche extranjera. Y M. fue mi padre entonces. Un padre terrible, un animal que protegía y devoraba. El “padre” que me violó una tarde de nieve en Pamplona, después de emborracharme aviesamente.... ¿Feliz...?, ¿me preguntas si alguna vez fui feliz con M.?. No lo sé. Tal vez sí, por breves momentos apenas...a lo largo de un desierto de más de quince años. Ya sabes...los hombres, y las mujeres, somos tan frágiles e incompletos que, a veces, aún la humillación y la compartida sordidez nos colman. Y ahora él ya está muy viejo y muy enfermo (me doy cuenta, mientras hablo contigo, mí  buen Julio, de la banalidad de todo: de mi queja, de esta historia que apesta por su rutina; de estos restos, basura, heces...que el demonio Pygmalion deja en sus víctimas...) y aunque ya no soy su discípula ni Pygmalion mi amante...ahora sólo soy su maldita enfermera, la que trasiega con su desesperación y su sudor y sus residuos mientras lo veo chapotear en la muerte. Pero ya no puedo abandonarlo. ¡ No, no digas que lo hago por bondad!. No puedo aceptarlo...; no me interrumpas ni quieras redimirme. Todo lo hago como una drogadicta que no puede apartarse de la droga que la va royendo. ...y el resto es silencio. Y ya mañana me marcho y nunca volveremos a vernos. Por eso, te lo ruego, déjame sola ahora mismo, Julio...y regresa a tu vida. Pero, antes, aunque no lo comprendas, deja que te bese –por favor te lo pido-, como si realmente hubiésemos llegado a querernos, aunque fuese  un instante.
            Y nunca volví a verla, como profetizó. Seguí, a la distancia, cierto tiempo, el rastro de sus éxitos, su fama. Bien es verdad que aunque ella nada me prometiera, ni debiera, sufrí como un imbécil. Imaginé buscarla y rescatarla, como un héroe, de las sevicias de M..  Imaginé muchas estupideces en torno a Pentesilea. Aunque cuando soñaba con ella era feliz. Intensamente. Esto no puedo explicarlo.
            Un par de años más tarde, casualmente, me encontré con María; quien se había trasladado a vivir a un pueblo de las sierras. Compartiendo un café y en un arranque de extemporánea sinceridad -¿tal vez como una ofrenda de gratitud?- le conté la historia de la pianista. Y entonces, por un instante muy largo, María se quedó demudada. Pensé que iba a desmayarse porque no parecía respirar. Pero enseguida estalló en una risa tan franca, que me pareció ofensiva y obscena.
            -Pobrecito, Julio...qué ingenuo eres. ¿Cuándo te caerás de la burra?.  ¡Y menudo novelón cursi te vendió esa mosquita muerta...   qué tremenda hija de puta!. ¡Si al final, tanto descaro no deja de ser admirable..!. Y esa historia suya no es más que una sarta de mentiras que se inventó para librarse de tu imprevisto asedio. La Pentesilea era amante de Edith y convivía con ella en Santa María. ¿O es que acaso has olvidado a Edith, su sombra fiel?. Y ambas se lo hacían a lo bestia...como machos en celo...como amazonas en guerra. Durante los pocos días que estuvieron aquí, más de una de mis  incautas amiguitas cayó  en sus garras. Y te digo más: también conmigo lo intentaron. Quisieron violarme, pero tuve suerte... y, aunque me hirieron, pude contenerlas y huir. Porque ellas no buscaban seducir elegantemente, ¿me comprendes?...aquella dulce parejita era cruel y violenta y viciosa. Fue detestable.
            Y salgo de la ducha y la memoria y apago la radio y la casa queda hueca en el silencio de la noche... queda hueco mi cráneo como un barco varado en agua sucia. Y me pregunto una vez más, obsesivamente: ¿por qué me mintió?; ¿cómo podía aquel ser excepcional transgredir así las simples reglas de lo perceptible?. Usualmente, no veo inmoralidad en la mentira. Incluso creo que  suele ser un legítimo recurso de los débiles. Pero quien encarna, como ella, a la armonía de lo creado...debiera mantenerse fiel al inhumano sendero de lo cierto. Es suicida agregar retorcimientos al laberinto del sentido. ¡Pobrecita,...pobrecita niña; tentada por la omnipotente libertad de la mentira, la alucinación  del simulacro, la violencia del lenguaje desatado, la miseria espantosa donde los dioses juegan...!.-
Copyright (c)  carlos mamonde

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