miércoles, 23 de febrero de 2011


Mientras la agonía...





                                                                 por Carlos Mamonde

…esa mujer de blanco es Ada o es mamá madre siéntate aquí no dejes que me
inyecten más que me duele tanto mírame los brazos estoy sangrando parece que sangrara tengo los brazos y las piernas como ramas secas quemadas por dentro por esos tubos que me ahogan el pecho pero cómo has llegado hasta aquí a verme desnuda y boca arriba que vienes de la iglesia dices  ¿es la iglesia de Todos Los Santos aquella que se ve por la ventana?... Adita quédate… siéntate con mamá también siéntense todos juntitos y digan nos quedamos digan nos quedamos todos al ladito de Luisa para que no se muera y quítenme estas agujas y salgamos y volvamos ya mismo al pueblo… nos vamos todos caminando cantando lo que se nos ocurra si ya se que canto mal madre si usted tiene buen oído... siempre lo tuvo cantando y diciendo adivinanzas como cuando éramos chicos pero ayúdenme a voltearme me duele... todo el tiempo boca arriba... vamos saliendo despacito para que no  nos vean schssss despacito despacito schssss...nos vamos para el pueblo recuerdan todos dónde queda el pueblo...allí estará papá esperándonos...si...solo en la soledad del pueblo...tan lejos…en un país del fin del mundo queda lejos pero vamos viajando hacia la frontera norte...  hacia los cerros, vamos...Atravesando el desierto y la ceguera albina de las Salinas Grandes comienza el territorio de Todos los Santos. Una planicie quemada que levanta al cielo sordo los candelabros  de sus cactus muertos, si escoramos hacia el rumbo de Chile,… hacia las crestas de los Andes con el nevado que relumbra cuando el sol se pone... los valles negros van subiendo como una escala hasta las cumbres de hielo y en los oscuros bajíos hay aldeas y pueblos perdidos atados a la vida por un hilito   de agua… tengo sed hermanos darme agua…agua… el hilito que me entra por las venas no es agua no crean que eso es agua denme un hilito como del agua de los valles...Valles encajonados al pie de los cerros enlutados fluyen fuentes temblorosas y mezquinas y el tiempo se remansa con el agua se queda haciendo ondas para siempre y se habla poco…… y las caras de los
vecinos campesinos son caras como la mía… son un espejo de las arrugas de la tierra...En uno de esos sitios olvidados, más allá de Sanagasta subiendo hacia las ruinas indias de Huaco está la  casa pequeñaja de la calle Ancha las
cortinas gruesas que tejimos filtran toda la luz poco a poco voy viendo menos es como si me fuera quedándome ciega por favor denme la mano que me voy
oscureciendo boca arriba y las ventanas están siempre entornadas en la casita
pero es inútil el bochorno asfixiante del verano  abrasa todo quema la piel y la
carne que está abajo...Sentadas en el punto más umbrío de la siesta Ada y Luisa miran cansinamente cómo vuela una mosca,… Luisa mira también a sus hermanos, casi ancianos ya como ellas... desvencijados sobre un óseo camastro...  desvencijada su carne....zumba el insecto y nada más suena en los oídos de aquellos  seres --acaso el odio apenas--... Luisa atarantada por el calor se escapa un momento de la escena por la fisura de los recuerdos...escucha atenta el goteo miserable del tiempo y recuerda...y recuerda......alucinada y sólo para sí, escucha las risas y vocinglería de una fiesta campesina en el pasado. Es el exaltado día de la Virgen lugareña en esa aldea donde ha vivido toda su
existencia. Rostros que pasan, giran, ríen, bailotean en el aire del valle. 
Luisa se mira el cuerpo en el pasado y sonríe y se palpa la carne virgen. En la
anacrónica imagen, la viste una camisa celeste cosida por ella misma. Tiene
veinte años novísimos y está radiante y un poco ávida y abierta a toda búsqueda.
Así camina; así actúa...aunque nada comprende y nada sabe: beatitud extrema......después de mirar ansiosa la multitud de caras, ese vértigo, lo encuentra a él, por fin, entre los otros. Viene caminando entre el aura de su sonrisa. Se ve muy lindo ese muchacho,  tan joven como ella. Luisa espera que
Antonio, al verla, busque acercársele, busque cortejarla como ansía. Pero el
hombre no la mira. Acaso nada mira, encerrado como ella en lo pétreo del
cuerpo......y, en el momento vertiginoso de su herida y de su desconsuelo, nadie estuvo a su lado. Fue cuando Luisa buscó donde no debía y le confesó aquellos deseos a su hermana. Y Ada, entre el estallido del  pánico y los celos, se lo contó todo a su madre –que tenía el corazón aterido- y la madre se lo dijo al padre y......Luisa, traicionada, se quedó muda, alucinada. Porque salvo los estallidos de ira, desde aquella tarde ya estaría muerta su alma para siempre.
De modo que no reaccionó ni se rebeló cuando escuchó las grandes voces, de sus hermanos y de Ada –como ángeles soberbios escupiendo el fuego de su excitación y su vergüenza-; de su madre que sonreía acariciando el próximo placer y, resonando sobre todos los chillidos, el graznido ebrio del padre. ¡. ..Puta, ven...sal fuera de la casa...aquí estamos esperándote: maldita seas, hija
malparida!...   Cuando llegó al centro del patio, bajo la penumbra maligna de la higuera, fueron los hermanos los primeros en abofetearla, como cumpliendo un rito, y Ada y la madre reían y el padre la azotó con el látigo, dejándole morados los hombros y las piernas. Y el hombre le gritó que se quitara
la camisa y Luisa, como una  autómata, lo hizo y saltaron sus dulces pechos
humillados ante los ojos de las bestias y cuando arreciaron los golpes, sus
pezones se pusieron duros, como en el extraño momento del amor, que ya nunca
conocería… salvo por la sutil  vecindad del pánico...                      
...fue él, mi padre, quien –poco antes de desaparecer- me pidió que lo hiciera...yo era tan pequeña entonces que apenas pude acaso comprender lo que me pedía...algo atisbé cuando comencé a observarlos a mi madre y a él cuando gritaban, en los lindes de la era, cuando se afantasmaban bajo la luna y bajo sus pies la tierra negra de la era  inusitadamente fresca, como mi pelo bajo la lluvia...él seguía buscándola a mi madre; la había buscado desde que fueron unos críos y el la acechaba, se atrevía, escondiéndose detrás de los pedregales y los troncos secos que orlan el valle y siguen delineándolo cuando ya no es más  valle sino apenas víbora que serpentea entre arduas paredes de quebrada...él se atrevía por ella, se atrevía a la muerte que sonreía en el ojo ciego  de la escopeta de mi abuelo. Y ahora yo podía verlos juntos...seguían juntos aunque sus pieles se agriaban ya como manzanas hace mucho cortadas...y gritaban, pero ella gritaba como loba y él rogaba la piedad, como un cordero......recuerdo también –en otro momento del tiempo- la voz de la madre: “cuando estén juntos, todo estará cumplido y perfecto...debes obedecerle cuando él te llame...”       
    ..la tarde anochecida  en que lo hizo, yo me di cuenta de que estaba a mi
lado por que olía su olor; pero me sorprendió que fuera olor de miedo, en aquel hombre tan valiente, y que dijera: “yo voy a morir por esto, mi pequeña
Luisa...tu boca me va a matar; ya lo sé...pero es mi sino...”. ...entonces, veo
temblar su sexo rojo y con mi mano aprieto toda su extensión caliente...subo y
bajo mi mano;...y entonces él me acaricia la cabeza y, con delicadeza, me atrae
hacia él para pegarse más y para que mi boca se pegue a  eso...y muerdo, sin
daño, su carne y después comienzo a lamer, arriba y abajo. Y encuentro esa
urgencia de mi padre y muerdo con saña,...recuerdo que con saña –pero sin odio- y él sigue temblando como un pelele y su rostro está como dado vuelta y como quemándose como si fuera un cirio en la noche y grita con vagidos de niño pequeñísimo. Siento el sabor de su sangre, mientras huelo esa piel que es
también carne de mi carne y él comienza a llorar y a derrumbarse... ¿era esto lo
que quería ella...lo que él no dejaba hacerle...?. Durante semanas, permite que
lentamente lo devore. Ya queda poco, ya falta poco. Y habrá, acaso, terminado
todo...Y, de pronto, Luisa regresa a la calurosa siesta del presente, regresa
desde la luz fabulosa de la memoria,   y grita...y se pone de pie en el cuarto
pequeño de la casa pequeñaja de la calle Ancha y grita, aúlla casi, mirando con
enormes ojos a su hermana y sus hermanos...                            --¡
-Matarlos, matarlos matarlos…  matar a Antonio y a los suyos!.-Y repite el grito aún más alto –grito de cerdo herido, vagido de mujer que estremece la pocilga-, mientras aprieta, incrusta, entre sus secos senos un cuadrito con la vieja foto familiar, la única foto familiar…y bajando el tono les espeta con rabia sorda ¡si mi padre estuviera vivo…habría hecho lo debido…pero ustedes no son hombres…medios hombres son…piltrafas son…no tienen coraje ni vergüenza!...Y
murmura y rebulle y gruñe Luisa: siempre murmura,…enloqueciendo, tensando los nervios de los otros con su zumbazumba de rencor y odio. “No tienen lo que hay que tener…les faltan huevos…no hacen nada para responder a todo el mal que nos hicieron ellos…cobardes, mujerzuelas…!Pero ninguno de los machos de la manada se atreve a mirarla a  los ojos cuando murmura con ese rugir que quiere fingirse voz. Los hermanos comen en silencio, beben un poco del vino ácido y áspero, pisado por ellos mismos en el lagar de la huerta. Y tras la cena  se encaminan hacia una casona  polvorienta, medio despacho de bebidas, medio almacén rural, donde suelen atontarse un poco con el vértigo del truco y de la ginebra...Pero las mujeres, en cambio, apenas abandonan los oscuros cuartuchos de la casa. En
el tugurio rutinario del truco hace ya tiempo que les han hecho saber que no las reciben. Dolía  demasiado verlas y oírlas, especialmente a Luisa, verter rencor como un tósigo en cada oído próximo. Era su siembra vesánica...Y cuando los hermanos regresan, terminado el juego, vencidos de hastío; Luisa está emboscada en la penumbra que los difumina , para seguir machacándolos con su obsesión:
-“¿es que ustedes ya se han olvidado?, malditos débiles, borrachos…ya han
olvidado cómo ellos...ellos, esos mierdas  que llevan la sangre maldita de
Antonio... me hirieron con su  desprecio...¡qué vergüenza, Dios mío...cuando
todos lo supieron!...y para burlarse gritaban mi nombre y el de padre y, por
poco nos matan,  nos incendiaron las viñas y nos humillaron para siempre…? –les grita, escupiéndoles su odio e impotencia, su locura-,…¡y ahora tengo, tenemos que vengarnos...porque aunque papá y mamá  y ustedes me hicieron el daño,... todos fuimos humillados...vengarnos y matarlos …ay, Dios mío, matarlos…carajo, que para eso son hombres…!. 
         Y mana la terrible siembra mortal de su obsesión, el delirio que llueve, quejicoso y malvado , el derramamiento en los ojos de  los hombres de un agua negra y maloliente que cala hasta el corazón y el hueso, lluvia de peste que obnubila, siseo del demonio.    
       -¡Tienen que matarlos, carajo…!-.  Y Luisa se acuesta en su cama estrecha y dura y husmea al mal. Y besa imágenes que fueron soñadas para la piedad y el amor con besos de animal ávido. Y así vela , en el potro de su obsesión. Hace mucho tiempo ya que no duerme…desde que se marcharon del pueblo de Antonio.
Desde entonces todo es un mezquino caldo de confusión y de rencor...           
Mientras, el tiempo gira lentamente, asfixiantemente. El tiempo es laberinto
fantasmagórico...pero una mañana, el fluir se detiene por unos estallidos secos,
toses lúgubres: son los hermanos que tras la casa disparan al aire sus escopetas. Luisa se siente complacida y aterrorizada a un mismo tiempo,...un
goce que no comprende. Como hace mucho que ya no comprende bien casi nada…salvo, tal vez el odio. Y aquel estruendo la asusta pero la hace sonreír, torva en su imaginación. Los disparos arrecian y Luisa se pone a rezar. Es extraño, porque nunca rezan. Pero ahora, Ada se une a su hermana y ambas oran en un tono tenso,  insultante...   
        Y el tiempo gira, cada vez más lentamente, más cansino, como un animal enfermo. Como  enferman las cabras que ya nadie pastorea. Las pocas cabras que quedan de cuando vivían en la aldea...allá donde el odiado viejo muriera, donde empezó  la lluvia del odio. Ahora, no cuidan el rebaño y viven atónitos las horas , encerrados entre las voces de odio y el estallido de las escopetas acribillando el aire y el modesto vértigo del juego de cartas. Y como el rebaño, también yace su vida abandonada... después de huir de aquella tierra donde reposa el cuerpo más odiado, la carne terrible que la separó para siempre del dulcísimo ensueño de la carne de Antonio...carne y huesos  en esa tumba ocre,...maldita imagen que estalla en los sueños de Luisa. Y así, durante
días incalculables, enterradas en la tumba de la calle Ancha...encerradas bajo
el hedor del padre y de la madre, como viudas de sí mismas, las  hermanas matan sus horas en el  vértigo de imaginar venganzas, fantasmas entre el calor del verano y la fiebre de los sueños que apestan...sueños de Antonio entre la la luz adolescente de aquella mañana de la fiesta de la Virgen…
 Antonio tan hermoso...besando con sus ojos mi camisa celeste...mi rubor de muchacha…
            ...pero ahora todo está bien..se está bien la noche boca arriba y el día boca arriba, mientras me llevan en andas...porque ahora quiero volver...quiero que mi Antonio me vea...limpia, ya limpia para siempre...limpia con esta agua helada que me entra por el brazo y me inunda como si fuera luz...y me cura de aquella tarde ...y te perdono papá por ese daño...y te veo tan cerca y tan diáfano...con tus brazos abiertos como cuando yo era muy niñita y me  esperabas en la curva de los sauces para llevarme sentada en tus hombros hasta casa...que no te canses ya más papá...que no me canso –decías, riendo- porque soy un caballo...y yo chillaba de alegría, recuerdas, sintiendo la fuerza de la vida en tus poderosos hombros...
          pero...bebe ya del agua que me inunda, padre, bebe ahora...mete tu lengua en las ondas del reflejo...

 © carlosmamonde           
                                   
 

lunes, 14 de febrero de 2011

Al acecho donde algo podría reflotar

                                                        por Carlos Mamonde

“...y eres perseverante; te he visto sentado, al acecho donde algo podría reflotar. Y ahora pagas, sí, pagas con largueza”.EZRA POUND, “Portrait D’un Femme”.

         Paisaje: la secreta mecánica, la gravedad de la duna trabajando, semoviente, cohesionándose y relajándose bajo el sol agrio; arena orgánica bajo el sol, reverberando en la rompiente espejeante y, hacia arriba, hasta el infinito cielo, la plenitud del espacio que aplasta, encoge al hombre sentado, insecto contemplador de la playa.
         El hombre solo que extravía su alma en el voraz mediodía de la playa de Faro...tan lejos  de su casa de Alfama, del Mar de Palha, del descenso vertiginoso del tranvía hacia la Baixa lisboeta para ir a la rutina del trabajo en el colegio; tan riesgosamente  lejos de sus sitios cotidianos.
         Tiene el solitario la difusa sensación de sus nalgas aplastadas por la gravedad. Las nalgas lo adhieren, precariamente, al mundo de los sólidos, a la armonía de los sentidos.  Pero la arena le mortifica la carne: todo es calor y hormigueo. Y sin embargo espera, espera todavía. Erguido sobre el cráneo pelado de la duna, aguarda. Sobre la duna más alta se yergue su torso castigado por la arena.
         Estoy sentado sobre mi culo, en la arena;...mi culo, último contacto con lo real. Si cierro los ojos saldré lanzado hacia más allá de las luminosas nubes.¿Habrá allí una noche cenagosa...o será el sitial de los ángeles?. Debe ser ya más tarde de la una y media; tengo hambre. El hombre tiene unos treinta años. Espera. “El deseo que no se convierte en acción engendra peste...”. Eso lo cita Pessoa...pero es de Blake, recuerda. Mierda con la literatura. La consolación, mi larga consolación por la literatura... /...y su digresión se expande fuera de este relato/
...mira su sudor, mira el mar...esforzándose en su inmovilidad contranatura. Pero no es esta quietud igual a  acecho, potente y relajado, de los felinos. Tigre atento a presa husmeada. Es sólo impotencia...y desesperanza. Lo terrible es que aún puede ocurrir; lo insoportable es la posibilidad. Quizás, quizás, quizás...como en el bolero, ella vendrá; vendrá y se mostrará, con su cara de niña. Epifanía de la mujer. Mujer desconocida. ¿Invención de mi mente?... ¿esfinge en topless para una caricatura de descenso al infierno?...mi quimera absoluta...
...movimiento en el horizonte visual del contemplador: una muchacha alta, vibrante –acaso excesivo silencio en su entorno- aparece allá en el linde de la escollera sur y progresa hacia el contemplador por pequeños pasos, avecinándose, creciendo en la perspectiva ilusoria, emergiendo desde
el mar entre la crepitación ondulante de la arena, dibujando collares oscuros con sus huellas enfiladas en lo húmedo, hundiendo sus tobillos deslumbrantes en la orla del océano, en la zona crocante de valvas pulverizadas, incorporándose a la playa desde el silencio, viniendo hacia la luz ardiente como sorbida por mis ojos que esperan...
         Ayer  (o fue acaso el jueves) la desconocida se acercó a cierta distancia y lo contempló. El se dejó observar y la observó. Ella, como ya lo intuyen siendo apenas púberes, supo que la deseaba...pero no, no me desea; se va a morir. La mujer lo supo aunque la mirada del contemplador pareciera difusa, lanzada hacia otras personas en la playa; otras hembras anónimas que lanzaban sus líneas invisibles con tímidos anzuelos y crueles, eficaces, carnadas...mujeres bailoteando bajo el sol, procurando quizá secretas absoluciones de la generosidad del día.
         Absorta entre la gente, la mujer oyó la voz del silencioso contemplador que la miraba desde su atalaya de arena. Entonces sintió piedad y miedo. Y una cierta compasión de mala fe, que no logró evitar...y aprensión hacia la sombra muerta del hombre. Aquella noche en su hotel, soñó con ese hombre: quieto, caparazón abandonado, extraviado residuo que había escupido el océano...y soñó que podía entrar en el pecho del hombre como en una hornacina, una caverna ósea...y despertó asustada. Esa visión la ha ahuyentado, supo Miguel, nuevamente sentado en su sitio usual, cubierto de sudor y premoniciones, insectos del miedo que vivían en los huecos salvajes de la memoria.
         El tren de Lisboa acercó a Miguel a Faro a finales de agosto. En la arribada, Marita y Edu, abrasados por el yodo lo recibieron con amor y alegría, mientras se peleaban por hablar primero y decir y repetirle, exaltados, hace dos semanas que te esperamos y estás pálido –y risas-y estás pálido como un monje, o como un ángel dijo su prima Marita...y te perdiste los delfines, ayer vimos hasta siete delfines que iban hacia el sur...ven... nosotros no estamos muy lejos del centro de Faro...y el camping está bien...¿pero qué te pasa que pareces triste?...creíamos que te habías olvidado de nosotros y que ya no vendrías, Miguel querido...
         aaahhh, y te tengo una sorpresa, primito...se rió ella con todo el esplendor de su bondad y picardía; y entonces él vio por primera vez a la mujer que los acompañaba, tímidamente retrasada unos pasos del torbellino de la bienvenida: esta es Anastasia, mi amiga de Coimbra...y este es Miguel, mi primo, mi primito, mi hermanito ...que se pierde y no llega, pero al fin está aquí...venga, venga... vámonos a tomar unas cervezas...miren el camping está al otro lado del puerto de los pescadores, sí, está bien...vamos deja que te abrace...monstruo...

         -¿Griega...de modo que eres griega, Anastasia?-.
         ¡No, qué va...esas son fabulaciones de Marita; ya conoces a tu prima. Bueno, mi abuela, sí, era chipriota...pero yo soy de una aldea de Tras Os Montes...y llámame Ana, por favor...-.
         -Anastasia, Anastasia... ¿sabes que tu nombre quiere decir resurrección?-.
         Sí, por supuesto –se rió ella-, lo sé desde niña y todo el mundo se encarga de recordármelo...es mi cruz...
         ¿Mi resurrección, mi anastasia? Ojos negros de abuela chipriota...esos ojos mansos de vida tan sincera, ojos como los de Marita...
         ¿Por qué apareces, Ana, en esta hora de mi vida?...apareces como un rompimiento de gloria de la esperanza. Bastante claramente se que nada es tan simple, pero te he amado apenas verte...o no es amor sino otro artificio de mi pobre vida que  me dice sálvate, sálvate...todavía puedes...olvida el infierno de Cordelia... ¡Dios mío...ayúdame Anastasia!...que voy a morirme, pero...
         ...qué impostura de mierda, qué palabrerío de cobarde; ¿matarme? ¿matarme por la pérdida, el abandono desdeñoso de Cordelia?...pura queja de cagatintas, es cierto...y, sin embargo, al verte en la estación acaso fuera cierto que todo parecía cesar, que la fiera huía ante tu ser...
         ...no, no beberé más, Marita;  eu no desejo nenhuna cerveja mais, si faz favor,... fico obrigadinho,... dile Edu que no puedo más, convéncela...eres el único a quien esta salvaje escucha: estoy muy cansado, no han sido muchas horas de viaje, pero estoy muy cansado...ya sabes que me siento así desde que pasó todo, desde que Cordelia...
-Usted, hermano, no se haga problemas- dijo Edu-, porque su alojamiento ya está listo...y a ti y a Ana le hemos dejado la carpa más grande...me imagino que no les importará compartir la tienda, como buenos amigos...van a dormir mejor que en el Condestable de Faro, a pocos metros de la playa, arrullados por el oleaje...
         ¿Cómo te he llamado?, pensó,...¿salvífica?,¿Ana salvífica?...¿acaso duerme allí, en tu materia desconocida, la palabra que me dirá: calma, confía...¿lograrás atenuar el misterio banal que me desquicia y podré respirar?...ser en la paz que tuve en la órbita de Cordelia...cagatintas sacrificado en el ara de Cordelia. “No tener amores imposibles, sólo posibles”; releer a Pavese. Comienza a lloviznar en Faro y en el alma. Viento racheado del mar. Hacia las ocho, la luz decadente se cierra.
Y la tormenta crece, obviamente sinfónica...tenemos las tiendas del camping agazapadas, embozadas al abrigo de un pinar, árboles desolados que tiemblan...un paisaje de vegetales negros en las rachas, espejeantes, negros en la deflagración del agua, esputos de arena y melcocha de algas y el trueno lejano, cercano, y el toro del mar polisíndeton ulula en yyyyy...se tensa la lona, plañe...relámpagos que acuchillan el horizonte líquido...y
la bella alegría de Marita en los espasmos del amor. No quiero oírlos pero están allí, a un metro, al otro lado de una lona aterida...Edu y Marita y su romanticismo de adolescentes: hacer el amor bajo la lluvia...esto es pueril...¿piensas lo mismo, Anastasia, mientras me miras, acurrucada en un rincón de la tienda...hasta que hora nos protegerán las palabras...?. Y, para colmo, no veo en ti los callos del amor.
trato de imaginarme como si fuera ajeno y estuviera contándolo otra persona y yo fuera otra persona que oye el mensaje...y ve el relato de lo inmediato, de lo futuro, segregándose desde el silencio como un tumor entre ambos, una excrescencia que nos une y separa, que es tejido conectivo y enfermedad terrible, que es mera habilidad en la descripción de rasgos circunstanciales...esa última frase es de un poeta de sangre lusa, dices...a quién te refieres, pregunto sorprendido...y estallas de risa y te burlas: de Borges, de Jorge Luis Borges...a que no lo sabías...y es bueno que te burles de mi pedantería pueril...

Miguel acarició la cara de Anastasia, se detuvo morosamente en las medialunas de sus pómulos, obsesionado por el hueso intocable. Y piensa: no te entregues que no hay bondad en mí; pero ven...ven que te necesito...acaso comprendes también que si nos degradamos, el mundo se degrada; si fulgurásemos por un instante, la existencia se iluminaría. Mis ojos de hace cinco años, antes de Cordelia, hubieran merecido el calor de tu pecho o esa sombra que se quiebra en tu flanco, abraza tus costillas. Pero este incesante pensamiento es locura, es la corrupción del  deseo. Debiera callar como callas y, en silencio, unirme humildemente a tu abrazo tan hondo; Ana, gracioso don. Pero se trata de Cordelia, de la peste de su memoria que ocupa todo el aire posible. Con Cordelia avizoramos la posibilidad de bastarnos para siempre. Entre ambos nos creábamos mutuamente, como mutuos esclavos. Como hambre y antropofagia. Debiéramos amarnos sólo genitalmente, como dos animales, sin perturbar con fábulas morales la soledad de la vida. No, Anastasia, no lo digas; no repitas lo que pienso...tonterías, fantasmas de un imbécil que interroga a la nada y
sólo siento vergüenza ante tu entrega...¿por qué lo has hecho?...y de nuevo nos violamos...en el intenso simulacro...

Escampó con el alba y, con un termo de café, Miguel se fue, huyendo, alejándose del abismo ya en calma. Una ligera niebla venía desde la rompiente a confundirse con el aliento de los que aún dormían en el sopor de las tiendas. Se alejó, orillando el mar, mirándolo enajenado. Su tensión parecía centrarse en sus pulmones: imaginaba que allí estaba el estigma, la flema del envilecimiento que ni Anastasia ni nadie podría comprender. Hacia la madrugada, había comprendido que no soportaría el verla despertar, enfrentarse, ensayar las palabras que explicaran los actos ¿existen las palabras?. Cuando la dejó, ella dormía sin crispaciones aparentes...esa conjetural paz del cuerpo femenino a él le parecía que lo lo degradaba hasta un profundo estado incomprensible de vesania. Porque en el corazón de Anastasia no parecía existir ninguna escisión como la suya; ella vivía en la misteriosa gracia de la unidad original. ¡Cuántos, cuántos años he tardado en encontrar este ángel!-se dijo Miguel-, ¿tardíamente ya? Y todo este tiempo ella ha vivido siempre en la zona que perseguíamos con Cordelia. Y ahora que he llegado hasta allí con mi alma, comprendo que es incomunicable. Y tu vecindad, Anastasia, ahora me afantasma, me disgrega... ¡necesito alguien inacabado que me salve...alguien precario y pequeño...!.
Trató, más tarde, de concentrarse en la observación de la mecánica tarea de dos pescadores solitarios. ¿Quiere probar un rato con la caña?, le ofreció uno de ellos, pero Miguel agradeció y se abstuvo. Se quedó, en cambio, un rato observando los ojos emocionados del pescador más viejo, tenso y al acecho de lo posible. El mar estaba picado pero, acaso, no le negaría, en cualquier momento, la deslumbrante contorsión de un pez.
En otro momento del tiempo, el hombre continuó sentado sobre el calor de la duna, esperando. Había resuelto, dubitativamente, aguardar la aparición de la desconocida...
...¿existe esta nueva mujer? ¿otro telón pintado de mi deseo?...pero la subjetividad no tiene nada que ver con ella...está allí afuera, es material, vive...mejor callar y no pensar más, no pensar...por favor, Dios mío haz que                                                                                                                                                                                                                   exista allí, en el horizonte de esta playa...¿ pero, qué digo: un dios preocupado por mi corazón pusilánime?...¿mitologías reconfortantes?...pero sé que es verdadera, apostaría a que es verdadera...pero, esto es un escándalo de la razón...
         ...y estoy sentado aquí sobre la arena...la arena en mis nalgas, mi último contacto con lo real...si cierro los ojos volaré lanzado hacia más allá de las nubes, más allá de la apariencia de la luz; ¿más allá de esta sucia ciénaga...puede acaso trascenderse la ciénaga?
         Miguel, sudando, espera. Allá viene, por fin, la joven desconocida. Se la ve pequeñísima, recortada en la distancia sobre el vaivén del mar. La desconocida, acaso la inexistente más allá de mi mente...¿es ella otra digresión del deseo...es ella también la salvación fuera del mundo de Cordelia?. Puedo identificar su bikini blanca, plata sobre la terracota de la carne...su carne, portadora de la esperanza...¡mierda, me había prometido no pronunciar jamás la palabra es-pe-ran-za! .¿Cuál es tu nombre, me pregunto, mientras te avecinas entre el silencio desierto de la playa, bajo el sol cenital, moviéndote en el teatro fantasmal de mi deseo?. No puedo verte la cara porque el pelo te vela y la distancia aún...si pudiera amarte ¿cómo soportaría esa radiación de nácar que sube desde la arena hacia el pudor de tus muslos? (¡kitsch, esto es kitsch...impotente basura verbal!). Pero la he visto, sí...realmente viene...es que la oculta transitoriamente ese estúpido pinar...
         El hombre aguarda con una paciencia de residuo. ¿El horizonte cae tan lejos que la desconocida, la tan esperada en este día sin Anastasia, sin nadie ya...la desconocida no acaba de llegar?. Hacia la hora de la siesta, el bochorno, el miedo, el hambre, lo quiebran. Enfermo, se yergue y comienza a regresar hacia el camping. Pero todo está desierto. Desde la mañana, Edu y su prima lo buscan por el pueblo, por las colinas, por las playas; inútilmente. ¿Por qué pensarían que yo podría estar, tal vez, en la playa...como un turista frívolo? ¿yo soy eso?...¿no saben ya, acaso, que Anastasia se ha ido...que a esta hora su coche ya correrá más al norte de Setúbal, que ya arriba a la desviación de Terreiro do Paço, que se pierde en las calles del bairro do  Estrela.
         Me lavo la cara, el cuello; me empapo bajo el chorro helado de la ducha. Anastasia se ha ido. Busco mi bolso de viaje. Anastasia se ha ido.¿Qué vino a hacer esta mujer...por qué llegó una noche, desde el ruido de Lisboa, a acurrucarse junto a mí, bajo la lluvia del Atlántico, en el alveolo vacilante de nuestro refugio de lona?.
         Pero, debo regresar también,¿acaso debo?. Anastasia no ha muerto, anastasia/resurrección está viva: tiene un apellido, una casa, un teléfono en la vastedad anónima de la ciudad, pero... ¿y si sólo fue un simulacro, un simulacro?...y tú ,Ana fuiste débil, fuiste tan débil como yo mismo ¡qué injusto, qué basura que soy! Y al final la maldición de Cordelia nos ha separado, también ha podido con nosotros y ha prevalecido sobre la alianza de nuestros corazones y aún sobre las alucinaciones de la desconocida. Sobre todos los atajos de huída ensayados por mi a lo largo de estos años. Ni la súplica ni  la blasfemia morigeran su peste. Y esto me duele...aunque no sé por qué, cuando ya nada vale.
 Queda, por cierto, la vieja tentación del suicidio...
         ...pero es tan grotesca esta pose frívola de cagatintas: flirtear con la muerte, que no es una mujer...

[registered carlosmamonde. copyright © Spain and spaniards countrie’s language]

Doma del sueño

                                                                  Por Carlos Mamonde

         Eran isleños, de la Gran Canaria. Y eran hermosos, jóvenes y plenos de esperanza y certidumbres. Habían iniciado su luna de miel hacía dos semanas, al comienzo de la primavera. En el puerto de Cádiz alquilaron un coche y viajaron siempre hacia el norte; y al albur dormían en ciudades con las que siempre habían soñado.
         La noche del jueves arribaron a Madrid, exhaustos y felices y descansaron  en un íntimo hotel de la escondida plaza del Conquistador Diego de Ordaz. Se amaron con dulce humedad y ardor en el silencio de la noche de Chamberí.
         Hacia las tres de la madrugada, Almudena despertó asustada por los gemidos de Jaime. Dormido, sufría intensamente. Su corazón latía como una bestia en el pecho y su respiración cantaba como el mar en la playa de Maspalomas. Cuando logró despertarlo, restañó como pudo aquel dolor con sus besos. Pero no logró que Jaime le contara su cruel sueño.
         -¡...pero si sólo ha sido una maldita pesadilla, mi niña!-. Se excusaba Jaime, anonadado.

         Esa mañana desayunaron en un antiguo café de El Paseo del Prado. La joven insistió por enésima vez, rogándole el  relato que la intrigaba. Y el esposo asintió, al fin, enfatizando en que sólo retenía fragmentarias imágenes oníricas.
         - Hacia medianoche, soñé que tú te levantabas, sigilosa, y abandonabas nuestra habitación del hotel. Desde la ventana, cuando salías a la noche, vi un coche oscuro en que te aguardaba un hombre pelirrojo, más joven aún que tú misma, y con un tatuaje en un hombro donde ponía unas letras ilegibles. Y unos signos nauseabundos. Y vi como el coche afrontaba el rumbo del noreste, por la carretera de Barcelona. Atónito ante el cristal de la ventana, yo podía seguir vuestro itinerario a cada instante; los faros amarillos en una noche de lobos.
         A la altura de Guadalajara, abandonaron la autopista; primero hacia el noroeste y después francamente hacia los pueblos del norte de la Alcarria, corriendo por estrechos y oscuros caminos, entre el olor dulzón de los campos de maíz y las sombras enhiestas de los chopos de tinta y los cercanos peñascos de arenisca roja...
         _...pero, Jaime, mi amor,  si yo jamás he estado en Guadalajara-,    balbuceó absurdamente ella.
         -Vi como el pelirrojo conducía con una mano y cómo, con su diestra, te acariciaba el cuello y bajaba hasta la curva de tus pechos, apenas cubiertos por la camiseta con que te echas a dormir...; vi como abandonaban el coche en una ribera de hierbajos altos, allí cerca de Espinosa, donde el Alberche y el Henares conjugan el frío y la amargura de sus aguas negras...; vi como ambos vadeaban dificultosamente la corriente rumorosa, corriendo hacia un altozano que parecía aguardarles  entre los chopos afantasmados...; y allí pude ver cómo el cuerpo del pelirrojo se echaba excitado sobre tu cuerpo claro...pero entonces tú te libraste de ese abrazo y regresaste hacia el río...y ya no sé si era porque querías continuar allí esos juegos o porque buscabas la muerte en esas aguas...
-         Jaime, Jaime... ¿es que acaso me celas...?-.
-         ¿Es que, acaso, Almudena, tengo algún motivo para ello...?-

Y, entonces, la novicia esposa sintió el borbotón de un agua amarga que le subía de las entrañas a la boca. Y casi saltó de su silla en el café y corrió hacia el baño.
         Y allí, desmadejada y temblorosa por el llanto, en el centro del frío de aquel cuartucho siniestro, comprendió oscuramente que habían derivado hacia una asfixia que ni los primeros besos en las islas, ni  los rituales tranquilizadores del sacerdote, ni la ternura de los cuerpos entregados, les habían permitido llegar siquiera a presentir.

 © carlosmamonde
Historia de Julieta
                                               por Carlos Mamonde

        Julieta Pavese ya era una pintora de cierta fama cuando lo conoció. Había expuesto en Montevideo y en un pueblecito de pescadores que brillaba en la costa atlántica, Salinas. Entre las hermosas dunas y el ópalo y la espuma vivían algunos pintores y escritores que la conocían de su juventud en Buenos Aires. Al principio se sorprendieron al verla llegar con sus óleos, no porque la hubiesen olvidado sino porque la recordaban sólo como abogada y juez de la Corte Suprema. La pintura había sido su secreto, su vergüenza, su orgulloso refugio durante decenas de años de soltería. 

Lo que diferenciaba a Julieta, a sus 58 años, de una  vulgar aficionada  naif, en el riesgoso límite del kitsch, era que tenía verdaderas maneras de artista, que tenía una imagen propia y rica y una técnica depurada como la de  un  profesional. Cuando llegó la hora de su jubilación voluntaria hizo dos cosas: quemó su agenda oficial y borró algunos archivos  del disco duro de su pc para olvidar más rápidamente; abrió su breve agenda de amigos y una tarde de primavera en que se fue a brindar consigo misma y su soledad en un viejo almacén de vinos, reciclado en bar de veinteañeros post-post hippies, de la placita Julio Cortázar, en Palermo Viejo; conoció a Alberto y tuvo un rapto de locura y tormenta del corazón y se lo llevó a su cama y a su vida, en el lapso entre un jueves y un lunes. Y lo desafió diciéndole “...pibe...no te hagás ilusiones de que esta viejita sea virgen,...aunque debe hacer como treinta años que no duermo más que con Fito, mi gato. Pero te lo vas a pasar bien; como decía mi viejo –que era un hermoso gringo... soez, guarango pese a su fortuna y su cultura—...si al final, decía, sonriendo como un fauno eterno:  desarrugar es como romper...”.
        Con Alberto había hecho sus viajes a Uruguay y él había estado a su lado en otras dos galerías, cuando colgó en el barrio de Belgrano, porque en esa zona vivía su prima Juana, una ricachona cursi y enamorada de su prima, que la apoyó mucho y le prestó una buena suma para alquilar la primera sala y para imprimir los catálogos. “Ahora ya no soy una burguesa de mierda –gritaba Juana a quien quisiera oírla—ahora soy marchante de una pintora de la gran...”. Beto la oía y se reía para dentro, con su cara de tímido buen hombre. “Calmate Juanita –le decía-; y ella le hacía caso... sólo porque Alberto era  médico, no por sus años; porque el novio (¿amante?, ¿pareja de hecho?) de Julieta tenía sólo 41 años y acaso sólo aparentaba dos más por su incipiente calvicie.
        La noche que se acostaron la primera vez, Julieta le había dicho:-- “Mirame bien...mirame amor mío; porque tengo que decirte algunas cosas: primero que no confíes en mí porque no se puede confiar en una tonta que entre dedicarse a juzgar delincuentes o echarse un amante, eligió la ilusión de la justicia, con lo que me está gustando esto...lo segundo es que tengo la intuición de que me voy a morir en tus brazos. Y eso es lo que le da densidad a toda esta chifladura de adolescente arrugada que perdió todos los trenes. ¿Por qué los perdí?, me preguntas...y no lo se,... por comodidad, por miedo, por pavor, por desprecio....quién sabe?.
        -“Tonterías, tonterías...seré yo:..yo me voy a morir primero; Lita”, le contestaba Alberto “...y no me digás esas cosas que va a ser pronto”.
-“Sabés, Beto...vos sos un morboso, como todos los matasanos”,  dijo riéndose ella.
-“Esto es serio, Lita...tengo premoniciones desde hace días,-bueno, desde hace años...-,sabés”... Y con su particular sentido del humor negro, de sus entretelas de patólogo, agregaba:” mirá aquí te voy a escribir el texto de mi esquela fúnebre y lo que tendrás que poner en la gran corona que, con tu gran sueldo de ex gran dama de los tribunales de la República te podrás permitir: “Para Alberto, que reemplazó a mi gato Fito, muerto de viejo en Navidad. Alberto me amó, pero no llegó nunca a soportar la comida seca para gatos; prefería besarme en la entrepierna como si yo fuese una chica fácil y así lo recordaré: médico y poeta de las mil posturas...”. “¡Basta, basta, matasanos necrófilo! - le gritaba entonces Julieta-, que para poner esa cinta me tengo que gastar 10.000 dólares en la corona, aprovechado, rata de hospital...”. “Que es lo que me gasto yo en esa curiosa lencería de lujo para pendejas de oro que te regalo siempre, vieja procaz...”,la interrumpía Alberto y era otro día  que se iban a pasar en la cama mirándose a los ojos como si allí morase Dios o se viese un fragmento del desierto del alma y ella lo montaba con curiosa agilidad y lloraba como siempre, de pura alegría y gratitud y él miraba esas lágrimas de costado, mirando para otro lado para que ella no adivinase los saltos arrítmicos, de odioso potro, que  daba su golpeado corazón.
        -“Esto es serio, mujer -pensaba él- que las premoniciones son cosas que heredé de mi madre y ella anunció la hora de su muerte con cuatro días de antelación”. Pero Julieta dormía y no oía, relajada en el superfluo nirvana que regala la  obscena pureza. En uno de esos días, él le pidió que se casaran y ella le tiró a la cabeza un bote con aguarrás y pintura roja, que luego costó limpiar. Porque no quería atarlo a ella, sólo quería morir en sus brazos. Y no se trataba de lo mismo: una cosa era la complicidad de un amante casi veinte años menor y otra el matrimonio. Tengo que pensar con mi cabecita de abogada, se decía Julieta –mientras colocaba un rojo punzó en la sombra de un ángel que estaba pintando--; y no con mi cabecita que ha perdido el sentido por culpa de este  irresponsable. Yo soy una señora muy seria y diré que no y no y no; aunque me torturen. ¡Qué extraña asociación...tortura...!. ¿Qué imagen de mierda, diría mejor!.
        Alberto insistió con raro frenesí en lo de la boda y, en febrero del ’98, se casaron en una iglesita de Valeria del Mar, también en la playa, pero de este otro lado del río. Hubo fiesta y amor de los amigos leales, pero también rumores y risitas malintencionadas. “La vieja parece su mamá”, repetía un coro disonantes de Furias cuyo eco se perdía entre el cercano oleaje. El cura estaba incómodo, pero la señora era una ex Ministro de la Suprema Corte de Justicia, y quién hubiese podido negarse.

        Estaban tomando un té en un salón del Parador Nacional de Toledo, donde pasaron un par de días de su luna de miel itinerante por España, cuando él habló por primera vez del tema del hijo. A través de la bruma del Tajo en febrero se  veía al otro lado del río mitológico la aguja gótica de la catedral, incandescente como una blanca brasa por efecto de escondidos reflectores. Era un dedo de fuego arañando el cielo violeta y aterido de las seis de la tarde. Parecía una prosopopeya tan adecuada la asociación de ese dedo de piedra arañando el celaje del mundo con el dedo del discurso de Alberto, arañando el exultante presente de ambos con cierta obsesión por la muerte que, viniendo del pasado, nublaba a los varones de su sangre. Una ideación insoportable e imparable, como el eterno río, de desesperación y de impotencia de la carne por sobrevivir, que mezclaba en torbellino muertes y nacimientos de una familia de hijos varones solitarios y únicos;  huérfanos obsedidos.
        -Te das cuenta, mi amor –decía Alberto, con cierto distanciamiento, como si estuviese hablando de una tercera persona, que no podría oírlos- , yo soy hijo único y mi padre y mi abuelo lo eran. Y todos murieron jóvenes: mi padre quedó huérfano al año y medio de edad y yo quedé huérfano a los cuatro años, más o menos; de modo que puede decirse que ninguno conoció a su padre, que sólo convivió con el otro durante un instante fugaz; que se cruzaron, nos cruzamos como se cruzan los trenes en la oscuridad, pero que no pudieron verse. Yo tengo algunas imágenes de mi padre. Es decir, creo que tengo algunas imágenes suyas: sus manos enormes, un mechón de su pelo rubio...pero puede que sólo sea un recuerdo inducido por el comentario de mi madre, de una tía o de otro familiar,... como muchas veces ocurre, un recuerdo inducido por el relato que me hicieron otros de él, te das cuenta...ni siquiera un reflejo suyo en mis ojos, tan sólo un reflejo rebotado en la lengua de los otros...
        -Es terrible, Beto...y más terrible me parece que eso último que me has dicho no parezca una idea terrible, sólo extraña y que, acaso ,yo pudiera compartir; que acaso yo estoy viendo ahora el recuerdo que ves...
        -Es desesperante...me desespera,...sabes.
        -¿Y qué vamos a hacer nosotros?.
        -¿Nosotros?,...¿hacer qué...no comprendo?
        -Está claro, no podemos tener hijos...o más precisamente, yo ya no puedo ser madre...
        -Perdón, perdoname...es sólo una obsesión mía...no hablemos más de eso. No tiene ninguna importancia. No hablemos más de eso....

        Cuarenta y siete días más tarde, retornaron a Buenos Aires. En cuarenta y siete días habían vivido muchas vidas, porque ambos tenían una rara prisa del alma; que a veces tanto podía ahogarlos como exaltarlos hasta el grito inusual, hasta la risa infantil, hasta el temblor sagrado. La carne de Julieta seguía teniendo el peso de sus casi sesenta años, pero la densidad era distinta:  las finas arrugas del rostro, del cuello, entre sus pechos, se habían distendido en un explayamiento de luz, por la embriaguez del recuperado deseo, por el soterrado incendio de sus abrazos, y sus maravillosos ojos, ora grises, ora azules, restallaban como diamantes. Alberto había quedado sorprendido por la fuerza que desbordaban los sentimientos amorosos de su esposa y descubrió en sí mismo, con felicidad, que su mente y su cuerpo respondía a aquella música como un redoble, un eco grave; y a veces desesperaba el paso de las horas para llegar junto a ella y poseerla; cuando sinceramente, al conocerla, sólo había  imaginado entre ambos un hermoso pero calmo, serenísimo, juego del deseo agotado ( y,  ahora lo veía claramente: más agotado en él – al fin y al cabo, un hombre tímido, contenido y parco-  que en ella misma); juego medido de cortesía y gestos decadentes. Pero ahora la celaba, porque Julieta era como una altiva moza sanguínea que se inicia, que pierde la vergüenza e hipocresía de su origen, que se abandona -casi agónica-  a una libertad que apenas se presiente antes del desgajamiento, sin pudor, de la epifanía  del placer.
        Pero Julieta no era feliz, o por lo menos no lo era como ella sospechaba que dos amantes podrían llegar a serlo, cuando las cartas estaban dadas con tanta generosidad como en su juego. Y no podía enlazar su embriagada felicidad porque había caído fascinada, también ella, por la historia de los primogénitos y sus padres  precozmente  muertos. Al principio toda la historia se le antojó un poquito patética, cuando menos. Pero había descubierto el secreto de Alberto. Que estaba en esa misma historia casi banal. El secreto era que al hombre –aunque él lo enmascaraba como enmascaran su pánico los que van al combate- sí lo atormentaba; lo hería realmente, sí...,la idea  de morir (¿es que hay alguna “idea” en ese emborronamiento ilegible...indecible...de angustia?), la posibilidad de morirse sin descendencia, sin conocer a un hijo  o una hija. Sin dar ese salto al vacío que incrusta vértigo en la paternidad, que es salvación y riesgo: todo lo alcanzo,...o todo lo pierdo en un acto ciego de la carne.
        En un cafetín envejecido de la plaza Lavalle, cerca de los Tribunales donde ella había tenido que decidir tantos destinos extraños, se citó con su prima para discutir del suyo, para pensar en voz alta, para dejarse caer por el dulce tobogán de la charla íntima de hermanas que tenían, despojándose en ese caer de muchas espinas enconadas de la historia y del tiempo. Porque Julieta conocía profundamente a su prima Juana, criada en su casa al enviudar la tía Berta, y sabía que Juana,... no era ni boba ni frívola, pese a todos sus esfuerzos para parecerlo; acuciada quién sabe por qué terror o por qué imagen de sí misma o imagen de sí misma en la boca dulce y voraz de mi tía; querida vieja maniática de mierda.
        Y Juana, aquella tibia tarde de marzo, había estado comprensiva, objetiva y optimista, dándole consejos a su prima mayor –que siempre había sido como su hermanita menor por un teatro de roles que tenían, con los naipes cambiados desde la infancia...-.
        -Julieta querida –le dijo--, si a mi Dios me hubiera dado esta felicidad tuya,... tardía sí, pero que merecés tanto...bueno, bueno ¡hasta a Dios lo hubiese matado si después me hacía trampas...!-
        -¡No blasfemes, Juani...ni te pongas solemne, ni hables de matar a nadie: yo soy, como vos, incapaz de matar a nadie ni siquiera en tus hipérboles de telenovela. Y además...,ya hay demasiados muertos, por todos lados.¿ No te parece?.
        -Bueno, dejame hablar a mí como a mí me gusta...y te digo sólo una cosa, flaca: ahora ustedes sólo pueden correr de prisa y amarse mucho por este atajo que se les ha abierto en las tinieblas. Y, además, tienen que adoptar un chico.¡Súbito...súbito!
-¿Y esos italianismos... tan raros en vos?-
-Cositas que me quedan, souvenirs, de aquel pretendiente (poco pretendiente, al final...más bien feble...) que tuve hace un par de años cuando fuimos a dar nuestra “Volta Italiana: il Viaggio indimenticabile”,... ¿te acordás?-.
-¡Solterona maliciosa...!-
-Necesitada, no más, Lita...necesitada de que alguien me quiera un poco...-.

Aquellos días subsiguientes a la charla con Juana, algo parecido a la desesperación, el mismo tósigo, le llenó la sangre y el deseo. Y aunque, inicialmente diríase que la había exaltado más, si cabe, en su donación de sí; en su búsqueda de los juegos y los dientes ávidos y el desesperado abrazo de Alberto; pronto sospechó que, en realidad, estaba aterrorizada. Y además, se sentía culpable...de un modo difuso e incomprensible. No tiene sentido que yo sienta culpa por quererlo y estar con él...y cómo  yo percibo que estaré con Beto, hasta el fin de los años. ¿Acaso voy a caer en el estúpido tópico de la mítica culpa, la  literaria melancolía,  de quienes habitamos en el limo de este  gran río inmóvil?.... Me parece que ya estoy bastante mayorcita para eso, es ridículo...pero no puedo evitar sentir este malestar, esa niebla que me desordena los ojos y las cosas... como me ocurre cuando terminamos de hacer el amor –y salimos de la salvación de su aura de gozo- o, tal vez, ya en cada instante,.. siempre, cuando pienso --apenas un poquito--  en los días venideros.

Pero, a despecho del involuntario pensar, el miedo por el devenir vino pronto, por sí solo,  a instalarse como un ser vivo, y voraz,  entre ellos. Era una como una jalea de pánico indecible que fluía desde el futuro y pronto pringó la luz del día y más aún las noches y las sábanas que ardían y se instaló en sus pieles que ahora sudaban frío y parecían esquivar el deseo como huidizos caballos. Y nadie era culpable pero ambos se sentían agriamente culpables.
Es verdad que te preocupa, te obsesiona, que no podamos tener hijos--, dijo ella una noche al final de la cena, sorbiendo muy despacio un traguito de vino. Lo dijo con la mirada ausente, como reconociendo una cara desconocida que hubiera irrumpido en la sala. Lo dijo como confirmando algo que, por fin, hubiese desertado de la neblina de lo ambiguo. Lo dijo como describiendo un estado especial de una cosa externa, o el color dominante de un paisaje que se mira por primera vez.
-Es verdad que me preocupa...sí es verdad...--, respondió él como el eco inexorable del coro en la tragedia.
Y aquel breve diálogo fue el huevo desde donde creció desde ese instante un tejido extraño, tumoral, cruel...que hizo múltiples metástasis, ulcerando el tiempo y sus espíritus y la benignidad de sus  sueños: que comenzaron a criar un bestiario silencioso y húmedo, donde las enamoradas palabras, que otrora procuraran dulces treguas y concilios del alma, sucumbían en la pestilencia y el ahogo.
         -Entonces tenemos que separarnos--, dijo Julieta a las seis de una tarde de un ventoso domingo porteño, pocos días después de que hubiesen parido aquel desesperado diálogo ,  donde alentaba  el tristísimo tumor.
        -Eso nunca...ni lo digas siquiera. Vos sabés que yo te quiero tanto...—gritó en sordina Alberto; tan quedamente que ella apenas pudo oírle; que tuvo que preguntarle que qué me has dicho, ...no he podido entenderte.
        Y cuando escuchó, nuevamente, la voluntariosa respuesta del hombre, Julieta hizo una (tal vez) involuntaria mueca de desprecio –hacia ella, hacia él, hacia la Creación entera—y dijo y gritó, y esta vez fue un grito distinto al de Alberto, fue un aullido alto y agudo, ensordecedor, una tormenta de chirriantes lenguas , una inhumana nota altísima, más allá  de la furia y ya en el despeñadero de lo audible: Eso no tiene nada que ver con nuestro problema, hijo mío...,dijo Julieta  y él sintió que en cualquier instante su débil corazón podía zozobrar en esa tormenta de la boca de la hembra.
        -Yo puedo postergar mis deseos--, dijo el hombre.
        -Y eso sería como si yo te matase con mis propias manos--, respondió la mujer.
        Y, con las luces encendidas, se echaron vorazmente uno sobre el otro, sin que pudieran comprender apenas de quién había sido el primer gesto, el primer beso agónico, la primera mordedura que zajó, violó, la piel en pequeñísimos círculos de infinitesimales puntos rutilantes por donde manó  sangre y desesperanza.
        Encastillados en su dulce rutina, aquella tarde el relato de sus vidas, aparentemente, no  preveía narrar ningún hiato evidente ni separación alguna, pero entraron en ese coito vespertino –bajo el ruido de la tormenta atlántica en los cristales castigados—como si fuese la cópula postrera, como si fuese un desaforado banquete del adiós, como si sus carnes se hubiesen pegado en la morbidez de una llama que todo volvía ceniza deleznable, pero que era, pese a todo,  la única llama verdadera que aún purgaba unas gotas de luz en el horizonte del mundo.

        El martes, cerca de un mediodía que mentía un sol efímero, Julieta se miró nuevamente en los claros ojos de su prima; que espejeaban vacíos, y donde pudo mirarse la ojeras del naufragio como si ya sólo sus ojos alentasen después de tanto llanto sofocado en el desierto del baño, en el falaz aguacero  de la ducha.
        -Tengo la solución, Lita. No te desesperés más ya...por favor-, dijo Juana, parsimoniosamente...con el cuidado y el énfasis sincopado de quien envía un mensaje frágil a través de los arrasados telegramas del fin del mundo-,...vos sabés que mamá me dejó una importantísima parte de las acciones de una fábrica de cemento brasileña...
        -No, no me digás, Juani...no sabía nada...-, respondió inopinadamente Julieta, sintiendo que reaccionaba tontamente ante un comentario banal que no alcanzaba a entender cómo se relacionaba con el laberinto de su pena.
        -No me interrumpás, por favor-, insistió su prima, tras un breve hiato para terminar el capuchino. El asunto es que, para atender esos intereses, yo viajo casi todos los meses allá...y ahora mirá esto, dijo mientras sacaba de su portafolios y extendía las páginas abigarradas de un diario brasilero.
        Julieta intentó mirar, leer, sin saber qué debía mirar, sin entender ya casi nada de aquella escena que se le antojaba tan confusa, absurda, como las escenas de los sueños.
        -No acá no...en la portada no; hay que mirar abriendo el diario por atrás y buscando la página 49. Acá, ves...donde pone toda esta ristra de avisos: lee.
        -Pero si yo no sé ni una palabra de portugués...-.
        -Pero mujer, si es fácil; es cuestión de esforzarse un poquito. Dejá que yo te traduzco....esperá un poquito: bueno, la chica se llama Dulce Leonor Abreu...
        -Pero, ¿qué chica, Juana...no entiendo nada...?.
        -La chica, bueno la mujer –porque parece que tiene treinta y un años- que firma este aviso, se llama Dulce Leonor Abreu...
        -¿Y qué clase de aviso es ese ...y que tiene que ver conmigo... con nosotros? No me tortures con tus misterios, Juanita...
        -La mujer pide una ayuda económica –no dice cuánto, es cierto...-, y se ofrece para ser madre de alquiler... ¿entendés ahora?...se ofrece para tener el hijo de otra...
        -Pero,...eso es ilegal...
        -¡ Y yo que mierda sé si es ilegal o es legal...qué se yo lo que es ilegal en Brasil. Yo no soy abogada como vos. Pero, en todo caso no es acá...es muy lejos de acá donde vive ella, ella no vive en Buenos Aires, ni siquiera vive en la Argentina...entendé Julia,... entendé bien, por favor, lo que significa esto...!. ¡Y dime si es legal el infierno que te está pasando a vos..., mi amor,..pensá un poquito, pensá...!.


        Diez días más tarde, las dos primas aterrizaron en Sâo Paulo. Iban encerradas en un mutismo difícil, porque Julieta sabía que lo que estaba haciendo Juana por ella suponía acaso la única salida posible, la navaja que podría cortar el nudo  que le ahorcaba la esperanza y la vida. Podía ser una  salida atrabiliaria pero eficaz, factible;... pero odiaba a Juana por haberlo sugerido; por haber creído ramplonamente que la fisura abierta entre ella y Alberto se llenaba con la imagen chocante de eventuales fetos y partos de mujeres desconocidas; aunque plenas de esa terrible potencia  de engendrar,  que a Julieta –esta mañana brasilera- comenzaba  a parecerle pura genitalidad obscena. Pero Alberto no es un ángel...ni yo soy un ángel –pensaba, también—y estamos metidos, como todos, en el estrecho y angustioso pasaje de la carne y de la vida y la muerte. Y ahora es Juana quien tiene los pies en la tierra y debo dejarla que piense ahora por mi...delegar en ella todo el peso de esta suciedad que me abruma, porque, Dios mío, yo ya no puedo pensar, ya no puedo pensar...

        La humildísima casa de la mujer del aviso en el periódico estaba más allá de un sofocante viaje de casi una hora en taxi, zigzagueando por la claustrofóbica inmensidad de la ciudad paulista; en una barriada que acaso no llegaba a la precariedad absoluta de las favelas de Río o las villas miseria de Buenos Aires, pero donde también podía olerse el aliento malvado de las bestias de la pobreza. Era la misma  atmósfera de intemperie: una cierta fragilidad de lo real que parecía  cancelar la eventualidad de toda  salvación.
        Y la muchacha que abrió la desvencijada puerta de la casita de madera verde, parcheada con cartones viejos y trozos herrumbrados de latón, era alguien que no traicionaba la dulzura de su nombre. Tenía el aspecto de una extraña que vivía allí sólo porque se había extraviado, alejándose de su sendero verdadero, seguramente pacífico y bien iluminado. Pudieron entenderse, al menos verbalmente, porque la mujer hablaba un portugués con las vocales muy abiertas, como los paisanos de Río Grande do Sul. Yo vengo de la campaña, dijo, y no hace muchos años que habito en Sâo Paulo. Estuve casada hasta hace unos meses...bueno creo que estoy casada todavía.  Mi marido Pedro vendía destornilladores, alicates ...pequeñas herramientas a pequeños ferreteros; pero una noche de diciembre pasado lo mataron al venir hacia aquí... para robarle lo poquito que había ganado ese día. Pero sólo encontraron papeles, facturas de pedidos. El presentaba las facturas y cobraba cada semana, en la “segunda feira”. No llevaba encima ni un real. Ellos estaban drogados y la falta de botín hizo que se ensañaran con Pedro. Y en este punto, Julieta volvió a caer en uno de sus recientes y cada vez más frecuentes baches de pánico, porque estaba haciendo cotidianamente contacto con el absurdo, cuando toda su vida había sido un ejercicio para intentar domeñar lo real con la mansa y ritual recitación de las leyes. Exteriormente,  por un fugaz instante, Julieta se quedaba  como paralizada, del modo que las “ausencias” atacan a los epilépticos. Aunque nada hacía suponer que ella estuviese enferma. Salvo el miedo.

        Juana se hizo cargo de discutir los detalles. Y llegaron a un acuerdo y a un desacuerdo. Acordaron la suma pedida por Dulce Leonor, que resultó ser ridículamente exigua. Yo no quiero aprovecharme de nadie, dijo la joven. Sólo quiero unos pocos “contos” para volverme al sur, a casa de mis padres...para volver a ver el verdor del tabaco bajo el sol y las estrellas de la Cruz del Sur en el patio de la casa de mis padres. Pero no pudieron acordar que ella se viniese con ambas primas a Buenos Aires, donde la excéntrica aventura urdida quizá fuese posible técnicamente. Pero aquí en Brasil también hay buenos médicos, adujo la chica. ¡Pero si no se trata de eso, le gritó casi fuera de sí Juana: es que él no sabe nada de esto, ni se lo imagina! ...¿creés que podemos ir directamente y decirle: danos un poco de tu semen para enviarlo por correo, en una cajita, al Brasil?.  Y en este punto, avergonzada, Julieta vomitó sobre el suelo de madera de la exigua vivienda. Pero Dulce Leonor Abreu, digna y serena, se mantuvo en su posición: lamento, dijo, distinguidas señoras ( y Julieta recordaría para siempre que la desconocida pronunció realmente esa ridícula frase solemne),...lamento distinguidas señoras que hayan hecho un viaje tan largo para nada....pero yo no me muevo de mi casa; y además, creo, que tendrían que haber hablado de esto con ese señor...ha sido una falta de respeto...ha sido una falta de respeto...;yo nunca hubiera jugado así con mi pobre Pedro...

        El regreso a Buenos Aires fue un largo silencio de presagios. Julieta, desdoblada, miraba a su culpa como si fuese otro cuerpo mimético del suyo, sentado a su lado bebiendo el mismo café aguado del catering. No puedo sentirme culpable; no debo sentirme culpable...se decía, se repetía ensimismada, cuando lo que estamos, estoy, haciendo es para salvarnos, para encontrar una salida. Es por él por quién lo hago. ¿Es por él por quien lo hago...o lo hago por la pobrecita Julieta y su miedo a la soledad y a la pérdida...?.

        Cuando llegó a su casa, vio a Alberto esperándola, quieto, inmóvil, muerto, bajo la llovizna...como si sólo fuese una piedra más del jardín, entre la hierba negra, ahogándose en la sudestada. Se había jurado que nada le diría. Que aquel asunto estaba olvidado; porque ella ya lo había desechado en su corazón. Nunca he estado en Sâo Pablo, nunca he hablado con aquella mujer. Tal vez... acaso... fuese nada más que un mal sueño.
        -Julieta, mi amor... ¿te das cuenta que hace casi veinticuatro horas que no se nada de ti?...estaba aterrado pensando...-, comenzó a balbucear Alberto, sin un tono de reproche, acaso apenas de asombro por ese inusual reencuentro de pie, en el porche gélido de las seis de la tarde, sin que ninguno diese el primer paso para entrar en la casa.
        -Vengo del Brasil...-, se oyó Julieta decir, aunque hubiese jurado que quien hablaba era la mujer que había visto en el avión.
        -¿Del Brasil?-, repitió en estúpido eco el hombre que la esperaba.
        -Sí...Beto,...me fui a buscar a nuestro hijo...
        -¿De qué hablas...de qué hablas...de qué hijo hablas...?-, gritó desde el pozo de su pavor el hombre.

        Entre gritos y lágrimas –las primeras de dolor  que él vio en los hermosos ojos grises de Julieta-, discutieron hasta medianoche. El repetía, alelado, una frase única: estás loca,... estás loca,...estás loca...
        -¡ Alberto, amor mío... no ves que Juana tiene razón...por favor, por favor, comprendeme...no podemos hacer otra cosa!
        -¡Estás jugando a ser Dios...estás jugando a serlo...estúpida mujer, no sabes ni siquiera lo que dices...!.
        -Pobre de mi...ya te he perdido, Alberto;...ya ambos estamos perdidos...ya nos miramos como si estuviésemos extraviados a miles de kilómetros...ya nunca volveré a tocarte...ya...; yo estoy al otro lado del mar, estoy en las montañas de la luna...y no juego, amigo mío, amigo de mi alma, a ser como Dios...yo sólo veo a ese Dios jugando con nosotros; ¿ quién, si no, te puso en mi camino para torturarme...quién me puso en el tuyo, Alberto...quien te engañó para que te engañaras con esta monstruosa vieja estéril...?.
        -¿De qué mierda hablás ahora, Julieta,...qué te lleva a hacer el mal que hacés: pensar como una bestia y destruirlo todo?.
        Y, sin cubrirse, ciego a la lluvia y los relámpagos, el hombre salió corriendo de la casa, como un ladrón en plena noche, como un perro herido, una pequeñísima sombra debilitada por el  odio y el remordimiento.

        Tres días después, Alberto hizo dos llamadas...dos breves comunicaciones que había estado intentando hacer, temiendo hacer, vacilando como un pelele en la tormenta del insomnio y la indecisión. A Julieta le dijo que estaba bien, que estaba en un hotel de la calle Juncal, que la quería mucho y que volvería pronto...aunque no me creas, volveré muy pronto, te lo juro. Y a Juana tuvo que rogarle y presionarla para que le diera la dirección de la extraña Dulce Leonor Abreu.

        Y pasó por su clínica para automedicarse con betabloqueantes que le ayudaran a sofocar la creciente de su adrenalina y salió en un vuelo de Varig camino del Brasil, sin entender muy bien qué estaba haciendo ni por qué lo hacía, viviéndolo todo como en una resaca neblinosa de una borrachera inexistente.

        Al bajar en el aeropuerto de Guarulhos, lo golpeó en el rostro y el pecho y, -de un modo sutil-, en el núcleo de su ánimo, aquel calor y la intensidad de la luz, tan distintos del mundo dejado en Buenos Aires. ¿Cómo puede ser –se preguntaba- que sólo volando poco más de dos horas hacia el norte, todo se ilumina y pareciera que hasta el dolor que traigo se quema, como un insecto mísero y ciego, en esta lámpara abigarrada del Brasil?.
        Se sintió extraño porque parecía que había viajado en el tiempo. Conocía y amaba esa ciudad monumental, inmensa y sucia y fascinante. En sus años de estudiante había vivido seis meses en ella, haciendo unos cursos sobre enfermedades tropicales. Pero nunca había vuelto. Y ahora -¿por azar?-  reentraba en Sâo Paulo, como un hombre más viejo y  deshecho. Pero en aquel tiempo jovial, que ahora se le antojaba mitológico, a Alberto le parecía que hubiese podido tocar el cielo del deseo  con los dedos, a poco que lo buscara... y el contraste de entonces con el gris de su patria y el silencio de los muertos que los escuadrones militares derramaban sobre la ciudad y las almas, era un contraste tan fuerte que hacía perder el sentido como un vino poderoso y muy cálido. En el Brasil, olvidó por unos meses aquel infierno bonaerense y se abrió a la alegría paradojal de los trópicos, que florece embriagadora y obscena en la luz de la pobreza.
       
        Mientras procuraba orientarse sobre la dirección de la extraña, que le había confesado la prima Juana; se dio cuenta que estaba exhausto hasta los límites del desfallecimiento. La tensión del choque con su mujer y su carne calada por la lluvia helada y el viento y el insomnio y el malestar de la incertidumbre: ¿ya habremos comenzado a odiarnos?...eran fuerzas extrañas que lo aplastaban. Mañana la buscaré, se dijo, mañana...y recordó que el triste suburbio señalado por Juana quedaba hacia el mísero sur de la ciudad, en la  ribera oriental del cauce del Tietê,  rumbo de la ruinosa carretera de Sâo Bernardo do Campo, yendo hacia  el puerto de Santos, tan asfixiante y tan cerca sin embargo del ácido viento del Atlántico.
       
        Como si ante sus ojos le estallara un oasis, recordó un viejo hotelito de su juventud en el barrio de Cantareira, a pocos minutos del aeropuerto...un barrio que era una fortaleza, un lustroso gueto de los blancos en aquel mundo opresivo de los cenicientos y anémicos caboclos, cafuzos, mulatos; sobrevivientes sosteniéndose en pie a fuerza de odio, de macumba  y de aguardiente barato. El país de la pena invisible, detrás de la fachada de las playas asoleadas.
       
        Con aquella sociología asilvestrada de tres al cuarto, Alberto se fue entreteniendo: acaso para no oler el sudor arcaico del taxista,... tal vez para ya no pensar en la fantasmal Buenos Aires, donde su destino había quedado suspendido por la temeraria iniciativa de una bella mujer desesperada; a quien, acaso, él aún amaba...aunque estuviera huyendo de ella como un niño asustado.
       
        El hotel aún estaba abierto y era tan acogedor como lo recordaba. “Hotel Pensao America” seguía repitiendo su cartel verdiblanco. La calle era tranquila y limpia y suntuosamente arbolada, a un centenar de metros de una avenida de chalets antiguos, mezquinos refugios de la pequeña burguesía fascista que ascendiera con Getulio Vargas.

Este es el lugar ideal para pegarse un tiro,... se descubrió pensando morbosamente, al abrigo de su depresión. Nadie me conoce, nadie sabe que estoy en este átomo del universo y no en otro cualquiera; en cierto modo, es como si ya hubiese desaparecido...nadie reclamará mi cuerpo;...y dulcemente fue durmiéndose, arrullado por el calor y el agotamiento y la autocompasión.

        Cuando despertó, descubrió que había dormido más de treinta horas; o había estado desvanecido más de treinta horas. Se duchó, sin embargo, sin prisas y estuvo un rato deleitándose  con el verdor del jardín, que estallaba bajo la ventana, antes de bajar a desayunar. Todo el aroma de las frutas del trópico estaba en el buffet de la cafetería, pero él –indeciso entre las austeras costumbres platenses y el hambre- optó por un rutinario café muy cargado y pan y mantequilla, que estaba un poco rancia. Seducido por el intenso color y como si fuese una trasgresión, comió también un huevo frito, que le supo a gloria y le restauró un poco su temple.

       
        Una hora más tarde estaba cruzando el vértigo multicolor del centro paulista, a la sombra de los rascacielos del área lujosa del Triângulo. Se sintió feliz porque no había olvidado los nombres de algunas calles populosas: Onze Novembro, Sâo Bento, Augusta,...Direita. En pocos kilómetros, en aquella ciudad de fábula podía saltarse de uno a otro siglo. Sería lindo, se descubrió pensando, que Lita y yo nos viniéramos a vivir aquí...aquí podríamos ser felices; esta ciudad de magia negra podría resucitarnos. Pero el corazón le dio un vuelco, recordándole los motivos desazonantes de su viaje. Yo también estoy delirando, se dijo...

        Cuando llegó a la barriada, que –como un sarcasmo- estaba en las afueras del municipio de Vila da Saúde; no le costó reconocer  enseguida la casita de madera verde donde moraba la extraña. La prima Juana solía ser muy precisa en sus descripciones, tenía una mirada analítica que nadie hubiera sospechado en ella.

        Desde donde lo dejó el taxi, repechó una  leve rampa de unos cincuenta metros hasta la casita. Los otros refugios humanos, en torno, hedían a orines y a café recalentado y a cachaça y se oían gritos de niños, asustados o hambrientos, y fugazmente pudo ver por el vano de un ventanuco los hipnóticos senos muy brillantes de una joven mulata medio desnuda que lo miraba con odio. Procurando no enfangarse en el arroyo de aguas servidas que zigzagueaba en el centro de la calleja arenosa, avanzó hacia lo temible.

        No necesitó golpear la frágil puerta, porque Dulce María Abreu parecía estar esperándolo. Era muy bella, con sus radiantes ojos castaños en la cara lavada. Vaya, pensó Alberto...últimamente sólo me relaciono con mujeres hermosas...en alguna parte debe haber una trampa...Pero la brasilera lo interrumpió en sus vaivenes del pensar y le dijo que entrara y que no hiciera ruido. La mujer sonrió complacida cuando pudo escuchar que Alberto se expresaba perfectamente en su lengua musical.

        -Mire, señora Abreu, usted no me conoce...pero yo soy;...comenzó a decir el hombre que venía del frío del sur.
        -Ya sé perfectamente quién es usted, doctor...dijo la joven. Y ya sé lo que quiere y por qué está aquí.
       
        Aquellas palabras desataron en el hombre un acceso de ira repentina, que dolorosamente pudo reprimir, a costa de sentir el golpe de sus arterias restallándole en las sienes. ¿Qué podía saber realmente de él, de su tragedia familiar, de sus temores...aquella desconocida con tanta certidumbre? ¿Dónde quedaba su deseo y su voluntad en aquel juego que sólo parecían dominar las hembras? Realmente soy un pelele que se lleva el viento...

        Y la ira, paradójicamente, despertó en Alberto un deseo sexual intensísimo, que no pudo explicarse, hacia la desconocida. Esta es la mujer desesperada que quiere alquilar su vientre para tener un hijo de otro por inseminación artificial. Ella es sólo un vientre, se dijo... tratando de cosificarla bajo su saber y su desprecio, para atenuar la amenaza del instinto. Pero sentía su sangre cantándole el deseo, incitándolo a mirarla tan hermosa como realmente era, a detenerse en la blanca armonía de su cuello y sus pecas... y  en su boca, grande y frutal,...y el agitado salto de sus  pechos.

        Alberto intentó acercarse para  acariciar su pelo, grueso, fosco, reluciente. Pero ella casi saltó hacia atrás, peligrando caerse en la maniobra, con tal de evitarlo a toda costa. ¡Cálmese señor, por Dios bendito...qué le ocurre...no se da cuenta de lo que está pasando!, dijo y agarró la mano del hombre con su mano, tan caliente que parecía de fiebre, para guiarlo, hacia un cuartito lateral que había permanecido cerrado. Allí dormía,- vestida, desmadejada-, su esposa Julieta.

            -Acaba de llegar; no hace más de dos horas que está aquí, doctor, pero creo que estuvo merodeando por el barrio desde la madrugada...en la penumbra, imagínese, con el peligro que vive en estas calles, pobrecita...

        Entonces, el hombre pidió permiso, repentinamente acobardado, tímido, como paralizado por las inesperadas circunstancias. Pidió permiso a la joven y se sentó a la mesa y se quedó mirando por una ventanita a una cerca de tablas podridas y unos arbolillos de mango que había en el patio y a una cuerda con ropa tendida, inmóvil en el vacío absoluto de la mañana. Y podría haberse quedado así durante horas y días si Dulce Leonor Abreu no lo hubiese interrumpido poniendo delante de sus ojos dos vasitos y una botella de aguardiente cristalino.

        La extraña sirvió la bebida que olía con un aroma metálico y estremecedor. Y se sentó frente a él y se quedó mirándolo un rato largo, con una mirada atónita pero familiar y curiosa como quien estuviese reconociendo, desde el otro lado de un  desierto del  tiempo, a un hermano que regresa del olvido,  exiliado de las lindes del sufrimiento. Sintiendo cómo el alcohol le anestesiaba el paladar sintió la mano de ella cuando se posó en su mano; en un gesto sin sorpresas, tal vez porque ya nada podía sorprenderlo. La mano había perdido su fiebre y era hospitalaria como un bálsamo.

        Y ambos sintieron una respiración fuerte y quejumbrosa en el cuarto contiguo. Julieta está despertando...la pobre debe estar sufriendo mucho; pensó el hombre mientras sonreía a Dulce María Abreu porque tuvo la súbita certeza de que ella estaba pensando exactamente lo mismo en ese exacto momento.

        Arrastrando los pies, mirando al suelo como temiendo tropezar, su esposa apareció ante ellos. Y sin decir ni una palabra levantó exageradamente, como en un gesto falsamente teatral, la mano derecha que traía armada con una tijera grande y negra de sastrería.

        -¡Cuidado doctor... cuidado!, gritó o chilló la joven,- ella tiene la tijera de mi papá...la tijera tiene mucho filo...
        Y Julieta la miró sin entender las palabras de la lengua extraña y la escena se hizo lentísima como si los tres se hundieran en el mar y Julieta hizo girar muy lentamente las puntas ominosas y negras hacia sí misma y la mano cayó rozándole su cara y sacó sangre de una súbita herida en su hombro izquierdo. Y entonces, Alberto saltó o creyó que lo hacía aunque sentía que pasaba un siglo desde un movimiento a otro de su cuerpo y agarró con fuerza por las muñecas a la mujer armada y escuchó a la joven que lloraba a gritos y en el forcejeo que era como una danza absurda sintió la hoja metiéndose en su cuello en un golpe del que jamás sabría si había sido un deliberado ataque de Julieta o sólo una torpeza involuntaria de los músculos agarrotados en el baile terrible de los cuerpos.

        En la cama del hospital paulista, el hombre herido soñó que hablaba con su padre muerto y nunca conocido y le decía mirá papá mi mujer está embarazada ¿no te alegrás papá? y ese hombre extraño y tan alto murmuraba unas palabras fatigosas y Alberto entendió que le decía ese niño no es de nuestra sangre...y el sueño fue disolviéndose en una especie de bruma porque su corazón enfermo entraba en fallo pero él no lo sabía y ya sólo sentía la languidez del primer día de su regreso al laberinto de Sâo Paulo cuando se tendió a dormir en el Hotel Pensao América en el hermoso barrio jardín de Cantareira donde fuera feliz de joven y ahora esperaba el momento perfecto para que una hermosa dama de ojos grises lo despertara con la feliz urgencia de su deseo bajo la tormenta interminable del Río de la Plata...

© carlosmamonde
       

       
       
       
       
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