lunes, 10 de octubre de 2011

IX.X.XI
Un encuentro casual de nuez, de muerte y viaje

[…este es el poema y rastro del cogito de una desconocida compañera fugaz viajando viaje, apenas  entrevista  en un vagón del tren que me viaja a lo exhausto…
Este es el riesgo del romanticismo.]

Esa austera y dulce altivez de tu rostro, enmascarado en todo anónimo;
Se me niega y sonríe a mi reflejo (es que lo hace, no lo sueño). Sonríe y
Es todo abismo en ella…en esos ojos lejanísimos de cruel proximidad…
(Pero) insólito “voyeur”, ya me encandila un breve triángulo de su carne en la cadera
Que la blusa desvela y
Donde luz redime a la Máscara y abre ternura y
Sin fin paisaje deslizado hacia el goce y el no imaginado dolor…que todo resta

El rostro  cortado por la Historia de sus amaneceres que nunca yo veré.
La música de su hurtada biografía.

La Faz y la Historia devienen carne que no conoce el ángel de la lengua.

¡Imagino su boca cuando reirá en armonía con la boca de aquél…!




Córdoba/Madrid. 09.10.2011.
©carlosmamonde 

martes, 23 de agosto de 2011


“MI CASO NO ES “

por carlos mamonde




Mi caso no es el de Franz Kafka, despertado por Dios una mañana en el callejón de la Alquimia, a orillas del Moldava, convertido en un bicho, un gran insecto, dice él…o lo dice, lo grita,  ya  lo dice el propio bicho porque quien debía estar pensando en ese momento en que ya se había  comenzado a escupir la historia no era otro sino el bicho…en ese instante posterior a la noche, aunque aún se moviera a la sombra de la mole de San Vito en el Castillo –los dedos de la sombra bajando desleídos hacia las rampas de la vertiginosa iglesia de San Nicolás y los pasadizos inhumanos, las casas mazmorras del pobrerío de ‘Malá Strana’- tenía que ser el bicho –no un hombre- quien nos estuviera hablando… y si así entendemos la voz y sentido de tal  persona -o cosa que balbucea- es porque somos bichos como ello lo es ya, en ese instante.

Esta sospecha es lo que más me hiere de ese cuento, que no releo desde hace décadas, por ese dolor que me lijaba; y porque también hace ya muchos años que han naufragado mis ilusiones literarias y ya sólo me dedico a una práctica que parece haber quedado como la única verdad sin sombras de mi identidad: me dedico a sospechar de los hombres y a matarlos –¿“asesinarlos” podría decir  (sin exagerar) alguien que me mirara desde fuera de mi alma?- si me dan una perentoria  orden del poder que me dice “mátalo”; con razón o sin ella.

 ¡Sé cuán ridículo –y esnob- suena sugerirse un perfil de asesino aficionado  a la literatura…alguien que especula con los reflejos, entre bellos y perversos, de un alma poética!

         Pero yo también he despertado esta mañana. (Despertar para mi, en cierto modo es una bendición; por mis largos años del potro del insomnio infernal…aunque este despertar ha sido detestable…si es que ya no es él último, el deseado).

          Desperté remoloneando, con la vibración de los recuerdos desflecados de la vieja Checoslovaquia –donde viví tantos años, ocultando mi daga cerquita del pecho: donde tuve que matar a una joven pareja, ambos hermosos, durante los días de (sus) esperanzas de la “Primavera de Praga”-…desperté un poco con los recuerdos de otro río, absolutamente diverso del Vltava y al otro lado del Atlántico, un desmesurado río que se ahoga en su propio lodo e inmensidad lamiendo a  Buenos Aires –donde tuve que dispararle al Rusito Saper, porque él luchaba contra el gobierno de la Junta Militar; que me pagaba ¿(quién puede entenderlo, un buen poeta como el Rusito, luchando hasta perder la vida por cosas de la puta Historia?) y, al fin, con la luz de este otro río cotidiano de mi vida en Lisboa, donde hoy habito enmascarado y todo me promete ya que permaneceré y envejeceré hasta mi muerte.

 Diversos ríos fluyendo diversos destinos y rostros superpuestos para ocultarme como sicario, para perfeccionarme como tal, no en un aura sino en una sombra sin límite. Muchas corrientes heladas  para acurrucar mi cabeza y dormir junto a ellas, gimiendo por el don del olvido…muchas corrientes para reflejarme al despertar. Ciudades en que he vivido –junto a otras que prefiero no nombrar- aunque no haya nacido en ninguna de ellas.

Lo que me produce el pánico que estoy intentando sortear con este sofoco de palabrerío sin fin de mi soledad…es que hoy me he despertado dándome cuenta de que he olvidado el nombre de mi jefe superior, el nombre del fiscal oculto que controla –a veces- mi sección y aún el nombre del propio ministro; mi amigo D..

 Hasta se me ha ocurrido que durante la noche he podido morder los eslabones y hoy la atadura del hierro ya se ha desvanecido en la niebla, arrojándome al terror de hacerme cargo de mi propia conciencia. En un entresijo del pánico pensé incluso – o tuve una tentación, que no es pensar exactamente- de precipitarme hasta la iglesia de San Judas, que duerme a la vuelta de mi esquina, en busca de un consuelo dudoso pero acaso posible…pero he olvidado también el nombre de ese sacerdote alto que suelo ver pasar…el de los alzacuellos roídos por su barba dura y el maloliente aliento, royéndole los dientes amarillos.

¿Cómo podría comenzar mi eventual confesión?: mire padre -¿o debo llamarle Padre? aunque usted no sea él y él esté muerto desde mil novecientos sesenta y seis, cuando me abandonó a la orfandad y a lo precario e inestable en el bamboleo del planeta…si entiendo su punto de vista, padre,  el movimiento planetario no tiene un cuerno que ver con toda esta sordidez de nuestras vidas, de mi vida, de esta mañana translúcida en que todo se revela y es epifanía inversa de lo milagroso…-si así podría verse- tiene usted razón; pero ¿por qué?  ¿por qué me llama usted Francisco, padre?…si mi nombre es otro, mi nombre son otros…bien es verdad que los he olvidado ya…y ahora usted, Eminencia, quiere saber cual fue primer crimen…creo que fue el asesinato de un pájaro que cantaba hermosamente –no conozco los nombres de los pájaros, qué pena- cuando  yo era aún adolescente, al que ¿confundí? con un cuervo; si le disparé con una carabina muy ligera del calibre 22 long rifle que me había regalado Carlos –mi padre se llamaba Carlos, perdone-… y sí, sí …hasta hace poco he conservado esas amistades de la infancia con quienes salía a matar. No, no recuerdo el nombre del amigo, de los amigos, que fueron testigos…aunque dicen que al envejecer crecen como gigantes de emoción los recuerdos de los amigos de la infancia, no me ocurre a mí ese curioso fenómeno…por mi mucha culpa. Tiene razón Eminencia…así será... por esa culpa río que me lleva. Con esos niños, además de aventuras sangrientas como esa…entonces solíamos retar mucho a Dios…uno de nuestros retos predilectos era, me parece, encaramarnos en el breve parapeto que abrigaba la torrecita de la iglesia del pueblo…y poniéndonos cabeza abajo hacer la vertical sobre  ese murete de apenas diez centímetros de ancho –“hacer el pino” lo llamábamos nosotros- sosteniéndonos rectos como una jabalina sólo sobre la tensión de los deltoides , en el borde mismo del abismo, que prometía muerte, pero usted me reconocerá que la libertad humana se ciñe solamente a  tocar los límites de la bondad y del mal y arriesgarnos a la falencia de la Promesa…esta era la blasfemia de nuestros músculos, como blasfemaban las pequeñas balas aquellas  descabezando los pajarracos del bosque, su inocencia, y difiriendo la ejecución de nuestros grandes crímenes hacia un momento todavía futuro en nuestras vidas dejadas de la mano de Dios.


         La noche de este otro crimen mío –personal- que he venido a confesar

(Todo lo dicho golpeado por el miedo que desconocía …lo dicho por mi y que he pedido al padre Manuel Bueno –párroco de San Judas- que pase mi  relato en limpio él mismo –escribiendo en  tercera persona - , para que se evidencie un mirar desde afuera…donde yo no pueda justificarme. Y quiero que así quede registrado; aunque haya varios errores de transcripción por su parte)…además de lo raro de ver que esta es mi primera ejecución decidida por mi mismo ¿en mi propio beneficio?...y no por el poder. Por fin, se diría, he sido libre actuando en mi propio libérrimo acto de asesino; para mi único beneficio, para la soberanía de mi deseo, sin órdenes superiores que me justifiquen.

  La noche de este otro crimen mío (¿acaso fue esta noche última? ¿Usted cree, monseñor, que por eso es que me siento tan culpable? ¿No será por mi maldad en sí misma? Pero usted insiste en que la culpa mayor es por mi homosexualidad… ¿pero eso que importa, padre?, si yo amaba mucho, y verdaderamente, a Joao…no sólo era lujuria de la carne, como usted insiste...era la ternura de Joao eran sus celos locos y los míos….

         Recuerdo, apenas, que  un coche –si, si… pudo haber sido mi propio coche…ya se sabe que dormido todo sueño es incongruente y caprichoso y las cosas se desplazan y superponen…bueno, ese automóvil estacionó furtivamente cerca de los primeros chalés del barrio Alto (y aquí es dónde usted debe comenzar a contar o a  transcribir…se lo agradezco Padre…le cedo la palabra…hable)…

         “Un coche estacionó sin ruido, no más allá de donde -tensando algo el oído- se escuchaban los últimos rumores del oleaje. En la zona de  Nazaré-playa , al norte de Lisboa, por la carretera que sube hacia el norte, hacia Oporto –…ahí  junto al barrio Alto de  Nazaré, la antigua villa izada a un promontorio por el funicular,  alguien estaba frenando y desconectando el motor…en esa calle ya alejada de la avenida de la playa y del ruido noctámbulo de las discotecas.

         Era poco más de las tres de la mañana y estaba refrescando y haciéndose más añil la sombra, como siempre antes de la madrugada. Un tipo se bajó del auto y casi furtivamente trotó unos pasos hasta pasar la verja del chalé doce. Golpeó muy despacito con los nudillos y ya estaba por sacar la llave del bolsillo cuando alguien le abrió y lo hizo entrar.

         --¡Por Dios…te has dado cuenta de la hora que es…!--, protestó un muchacho joven que había en la casa, mientras se ceñía una bata azulona, lo único que llevaba sobre los calzoncillos. La bata tenía, en la espalda, un raro  estampado chillón de un dragón rampante, que al hombre siempre le parecía haberlo visto antes en alguna otra parte.

         --¡No empieces ya fastidiarme, no me jodas ya…por favor!, contestó el visitante, quitándose la chaqueta que  casi arrojó  a la cara del joven.
         Joao colgó la americana de F. en un perchero y murmurando algo por lo bajo se metió en el salón. El hombre que había llegado en la noche rebuscó entre unas botellas y empezó a beber algo.
--¿Y a mi no me das nada?…también tengo sed--, le dijo el muchacho mientras se tiraba en el sofá.
--Me parece que ya bebiste demasiado en el bar…--, contestó con sorna el otro.
Joao se puso de pie para ir a servirse algo. Tenía la boca seca y respondió de  mala gana.
         --No te metas conmigo…no tengo ganas de cachondeo a estas horas. ..y además que en el bar no bebí nada. Cuando trabajo, trabajo…y volviendo a la hora que es…
         El hombre mayor se fue a sentar, con una copa y una botella en la mano, en un sillón, frontal a la ventana por donde al amanecer se adivinaría el Atlántico.
         El más joven acabó a grandes tragos un vaso largo de whisky y empezó a quejarse, con una voz falseada. Le reprochó al visitante su afición por las mujeres. Esas “hembras”, dijo, esas “salidas”…No entendía que pudieran gustarle y que se acostara con ellas, además. Como podía, incluso, haber llegado –en su juventud a casarse con Bethania, una de esas-¡No comprendo nada, nada…! gritó. Porque no entendía que aquel hombre, su amante, pudiera haber hecho semejante cosa sin decírselo; que hubiera llevado una doble vida sin arrepentimientos, dijo,  sin arrepentirte  después de tanto tiempo, años, juntos…después de lo que yo te he dado…
         --Muy joven, eres demasiado joven…--, murmuró el hombre con tono calmo, aunque como cansado ya de aquel diálogo de sordos.—Cuando tengas mi edad…a veces, bueno, uno a  veces hace las cosas porque las  tiene que hacer…eso es…
         --¡ Já, …--,comenzó a gritar , histérico e histrión, Joao. Y susurrando le agregó que no me vengas con la historieta de siempre…que tus veinte y tantos años de diferencia, que podrías ser mi “padre” y yo qué se…ya me da igual…porque lo cierto, lo cierto, es que de tu parte me has pedido, exigido, fidelidad. Y fidelidad has tenido, caradura, hijo de…!

         El hombre se puso de pie y se fue a mirar unos libros apilados sobre una mesa. Joao saltó hacia él y lo agarró por el cuello de la camisa.   Le gritó, descontrolado por los celos…te estoy hablando yo, yo…dijo, furioso y ahogado por su falta de elocuencia y como menguando la altura de la voz, rebuscando el recuerdo, acaso, de una intimidad que habían tenido…y, al final, miró al hombre mayor con unos entornados ojos como de muchacha sometida.
         --…y además, ese cuento de que ustedes los policías son muy celosos…---.dijo Joao. —Bueno, ya sé, ya sé… los ex policías…los peones de la violencia, los paramilitares…si,  ya sé que renunciaste después de lo que pasó en Abril…y que ahora eres joyero, una joya el señor…una joyita…
         --¿Qué quieres decir con eso…--, se sorprendió el otro, ya muy caliente la sangre.
         --Quiero decir, que yo, que yo…nunca te he puesto los cuernos, viejo de mierda---gritó el joven remachando las palabras---,…nunca lo hice, nunca…y no por falta de oportunidad, no…
         El invitado al chalé de Joao dejó los libros en su sitio y caminó en silencio hacia la puerta. El muchacho corrió detrás de F. y lo agarró con fuerza por la espalda. Le rogó al hombre que  no se marchara, le pidió perdón como un niño  por haberse abandonado otra vez a la debilidad de los celos y prometió, prometió mil veces que no volvería a hacerlo…suplicó… quédate un ratito más…. quédate…te tengo una sorpresa., te  tengo una sorpresa, repetía…

         Para el hombre fue algo cursi y algo chocante. Después de salir un momento a la cocina, Joao regresó con una botella de champán y copas y se movía lentamente y se desnudó despacio y parecía escuchar una melodía triste que sólo estaba dentro de su mente.

         Treinta minutos más tarde, el hombre que había llegado en la madrugada se irguió -desde la tibieza de la carne del joven- y, en silencio, comenzó a vestirse. Joao lo miraba entre aterrado y perplejo. Parecía que no podía creer que el otro se marchase, pero al comprobarlo comenzó de nuevo su gangoseo quejicoso, ahora te vas, ahora, después de haber hecho el amor, te vas…Pero el otro ignoró la  súplica primero y los insultos después. Se ató con parsimonia los  zapatos y le dijo: esto es lo que hay, muchacho; lo tomas o lo dejas…no me pidas más.
         Joao, atolondrado por la pena lo observaba marcharse a través de la bruma de sus lágrimas. No podía reconocer a su amante en aquel hombre duro. Encorajinado por el dolor le gritó al  ex policía, ex paramilitar, ex… ¡voy a decirlo, voy a decirlo, sí…todos  sabrán  lo que eres…ya no te tengo miedo…todos sabrán que eres homosexual, gay, maricón avergonzado…todos sabrán…!
         Entonces el  amante de Joao se acercó casi sonriendo, le acarició la nuca y la espalda con espantosa ternura, parecía querer tranquilizarlo antes de abandonarlo.

         La caricia duró largos minutos. Entonces el hombre se puso de pie, dio un par de pasos hasta el bargueño y ciñó con su fuerte mano la estatuilla de mármol de una ninfa, acaso una Venus vaciada en bronce, dulce muchacha  desnuda. Qué absurdo ¿será una ninfa o una musa?...como musa podría ayudarme a volver a escribir poesía.

Y volvió junto a Joao que gimoteaba sin tregua como un chiquillo aterrado…le acarició y besó suavemente la cabeza y los hombros. Después con un solo y  fuerte, sólido, limpio golpe, le incrustó la estatuilla entre los parietales y la coronilla... Hubo otro golpe, hasta dos golpes, dos relámpagos callados, dos crujidos brillando en el silencio.
         Las lágrimas cesaron, los gemidos cesaron.

         El visitante nocturno salió a la noche, bajo las estrellas indiferentes. Del coche arrastró hasta el chalé un par de bidones. En el dormitorio, empapó el cadáver como si lo asperjara para una fiesta, roció la sangre de Joao caído boca abajo. El gasóleo chocaba por su fuerte olor ajeno a todo parentesco con el amor que fuera. Después, en repetidos viajes, llevó hasta el coche estacionado el televisor, el vídeo, unos jarrones caros. Hecho el trasiego, el hombre encendió su mechero y lo arrojó sobre el cuerpo que se enfriaba. Carne ya sin reproches, carne sin enfados ni histeria, boca que no gritaría al mundo ni una sílaba siquiera de la palabra maricón, la palabra  que lo avergonzaba. La palabra que él usara, en comisaría, para otras técnicas…para reírse de los débiles, para acojonarlos, para que se mearan encima durante los hábiles interrogatorios.

         Apenas seis años antes de aquella noche…en Peniche, a pocos kilómetros de Nazaré, sobre el mismo horizonte de arena en el viento y frías moléculas atlánticas chirriando en rompientes de espuma, tuvo lugar una boda. Se casaban Ana y Francisco. Ella era de Faro y tenía poco más de cuarenta años. Era viuda y madre de un chico casi adolescente todavía.  El novio, de cincuenta años, era de la región de Tras os Montes, avecindado en Lisboa, viudo también desde hacía poco y padre de un hombre de veinticinco, ya casado, y de una muchacha de casi veinte.

Se casaron Ana y Francisco. A los pocos invitados – dos viajantes de joyería, colegas del novio; algunas amigas de ella—ese casamiento les pareció raro: una pareja desparejada que quería rehacer la vida  tras la pérdida de sus primeros cónyuges.

         Ana llevaba ya muchos años de soledad, conviviendo con J., su hijo de diecisiete años.  Estaba como acostumbrada a su rutinaria vida. Su única distracción era jugar al bingo por  escaso dinero, ir a un casino de vez en cuando. Era operaria en una pequeña fábrica textil donde tenía algunas amigas que la querían mucho, con ese trato íntimo, impertinente y cursi de los barrios. Francisco, el novio cincuentón, después de un pasado laboral del que no solía hablar, se había hecho representante de joyería. Al principio él fue el más reticente ante una nueva boda, pero lo sedujo la tardía y dulce belleza de la mujer.

Serás muy feliz con Francisco, estoy seguro…-- tiernamente le comentó Joao al oído de su madre. Ana miró al muchacho un poco sorprendida. Y de la sorpresa pasó al rubor porque tuvo que besar al novio por agobiante petición de los invitados que los aplaudían.
Joao se pasó casi toda la velada pendiente de su padrastro. Le rellenaba la copa, le preguntaba si le gustaba lo que habían servido. Francisco le respondía sonriente y parecía tan complacido con el joven que una vez, acaso,  pareció acariciarle la hermosa melena pesada y rubia. El hombre sabía que aquel niñato –obcecado- le había insistido a Ana que se  casase. Ahora parecía agradecérselo.

A la vuelta de la luna de miel a las Azores, la pareja se fue a vivir  con Joao y la hija menor de Francisco  a la casa del novio, en el barrio de Graça.

No se asomen por el balcón…--, les dijo, riéndose, Francisco a los nuevos miembros de la familia. Por ahí se había caído Bethania, la primera esposa.

La convivencia comenzó más o menos  fluidamente. Francisco viajaba mucho por el interior de Portugal con sus muestras de joyería. Ana dejó la fábrica de tejidos de punto y se dedicó a ser ama de casa. Algunos ratos perdidos volvió, meses después, a su afición al juego.

--¿Cómo te fue ayer en la timba, Anita…?—le preguntó él como bromeando una mañana de domingo, mientras se preparaba la comida.
Bien, a veces se gana, a veces se pierde…---, comentó ella, distraída leyendo con un ojo una revista.
A ver...mujer –dijo Francisco, extendiendo la mano--, quiero ver la guita…

Y Ana reaccionó intempestivamente, poniéndose de pie  de un salto y derramando lo que estaba bebiendo. Se le ruborizó cara y gritó con un grito que parecía excesivo para su pecho estrecho: ¡No sigas, Francisco, no sigas…ya me has hartado… no tengo otra cosa que esa pequeña distracción y dale y dale, siempre con lo  mismo…que si vuelvo tarde, que te muestre lo que gané, que si perdí… yo no me meto con lo que haces en tus viajes por ahí,  ni en lo que gastas ni cuanto ganas…te puedes  ir al mismísimo diablo…!.

         Rugiendo salió Ana de la cocina y se encerró en su cuarto. Atrancó la puerta con un violento golpe que retembló en la casa. Y allí se quedó quieta, como ensimismada, la mirada perdida, sentada con las piernas muy juntas en el borde de la cama de matrimonio.

         Francisco, se sirvió una copa y se asomó al balcón fumándose un rubio. A los pocos minutos Joao, su hijastro, se acercó para acodarse en la balaustrada junto a él.
         --Oí los gritos desde el baño…
         --Ya sabes. El juego…se gasta todo lo que gano…y no podemos, no podemos continuar así, hijo, tenemos muchos gastos y ya no puedo más…
         --Hablaré con ella, Francisco…a mi me hará caso, ya verás…
Y habló y dijo cosas que parecían raras en un muchachito de su edad…tienes que ser buena esposa para Francisco…él te quiere y no se lo merece…es un buen hombre…vive para sacrificarse por  nosotros, no lo comprendes, mamá.

         Ana estaba perpleja por los dichos de su hijo. Reproches y advertencias. Cuando vivían los dos solos, del sueldo de ella en el taller de ropa, nunca hubo reproches ni quejas. Francisco tenía una extraña influencia sobre el chico. Una influencia perversa, pensó la mujer.

         Entonces decidió volver a trabajar con sus compañeras, para ser libre, para disponer de su dinero, para taparle la boca a Francisco; que se metiera en sus cosas. Telefoneó a María, la encargada, y la amiga le contestó que  encantada que tu plaza siempre ha sido tuya y cuando quieras…
         --Volveré a primeros de octubre…--, le aseguró a María.

Un mes después, el Día de los Muertos, amaneció  una mañana  fresca de noviembre. Francisco se levantó tempranísimo, antes que nadie en la casa. Estuvo dando vueltas por la cocina, hizo el desayuno y despertó a su hija. Con ella se marchó en un tranvía  a la media hora, observado desde el balcón por una Ana intrigada. Antes que llegaran a doblar la esquina cercana, Joao también salió al balcón y les preguntó a los gritos que a dónde iban a esa hora. Pero no tuvo respuesta. Fue Ana quien le informó. Creo que se van al cementerio, hijo mío. Y entonces Joao la sorprendió diciéndole que ellos también debían acompañarlos. ¿Somos o no somos una familia, eh mamá…? dijo. La mujer se quedó mirándolo como turbada.

         Corriendo como si lo llevara el diablo, Joao se vistió a toda prisa y la madre lo vio salir saltando detrás de las huellas de su padrastro, gritando su nombre y el de la muchacha. Con parsimonia, Ana también comenzó a vestirse y salió de la casa para ir a deambular sin rumbo por las calles evanescentes de Graça y de Alfama  entre una niebla como de retardado amanecer.

            Ana pensaba o trataba de hacerlo. Procuraba  ordenar confusos datos de su vida más reciente. ¿Qué estaba ocurriendo; qué le estaba pasando a ella? No encontró la senda para encontrarse a ella misma en su circunstancia actual. ¿Por qué estoy haciendo lo que hago?. Nada estaba claro en  los últimos meses. Sólo el pasado se le antojaba diáfano, acaso puro. Cuando pudo encontrar el rumbo entre la niebla que se levantaba ante un sol difuso, Ana  cogió un tranvía y fue a llevarle flores a la tumba  del padre de Joao y a orar y a rogarle que la perdonara por haberse vuelto a casar con aquel hombre, el extraño Francisco que tanto influenciaba al adolescente. Lloró en silencio y después dejó abrirse el llanto, que empapó los recuerdos y los presagios hasta que el alma pareció habérsele desfondado. No había llorado de aquel modo ni en el día en que sepultaron esos huesos.
        
         Después, sin que nada cambiara demasiado, llegaron las navidades. La víspera de Nochebuena, Ana encontró a su marido en el dormitorio acomodando con mimo unos muestrarios de anillos de oro.

         --Esta mañana te llamó ese amigo tuyo de Oporto--, le contó ella desganadamente.
         --Si, ya  lo sé. Más tarde volvió a llamar. Tendré que ir a verlo.
         --¿A verlo hoy…hoy, la noche de Navidad…?. ¿Es que ni siquiera un día, una hora, puedes pasarte sin verlo…sin correr al norte cuando te llama…?.

         El hombre terminó de guardar los anillos con mucho cuidado, en silencio, mirándola a los ojos pero desde la indiferencia, como si estuviera muy, muy lejos y no a su lado, en aquella habitación que habían compartido. De un cajón de la mesa de luz sacó un montón de dinero y terminó de vestirse para salir. Ella lo siguió hasta el comedor y algo le dijo .Sí, le pareció escucharse a sí misma reprochándole que se marchara en Navidad. Pero ella sabía de algún modo que ya todo le importaba muy poco. Lo que no llegaba a explicarse era por qué aquel afán de reprochárselo, como si aún sintiera, como si estuviese viva.
         Inesperadamente, quien terció fue su hijo Joao pidiéndole que comprendiera a Francisco, justificándole su ausencia, conciliador. Si él tiene que ir a verlo a Oporto, será por algo importante, compréndelo, mamá, dijo.

         Ana estaba desconcertada, oía sin enterarse muy bien de lo que le pedía Joao. Y entonces comenzó a gritarle a su hijo, perdido el control, desmadejada, golpeada por una ola de algo parecido al odio  y  al desprecio:
         --¿Qué ha hecho contigo, ese hijo de puta…dime, qué te da, qué te dice…por qué lo quieres más a que a mí…más que a mí…--, gritaba y gritaba la mujer.

         Ante la indiferencia de Joao, Ana se revolvió contra Francisco, contra la estatua fría de un Francisco que observaba la escena desde la puerta como si todo aquello no fuese para nada con él, mientras  Ana seguía gritando con voz  loca, airada, desesperada.
         --¡Dímelo tú Francisco, dímelo, no te calles…qué le has hecho al chico, qué le has dado!--.

         Pero todo fue inútil, como ya lo sospechaba la zona más secreta de su desesperación. Francisco siguió con sus extraños viajes, impertérrito, inmune a todos los ruegos y a todas las quejas. Estaba claro que ella le importaba poco. Y al final la mujer pareció aceptar lo inaceptable, decidiendo que en cuanto pasaran las fiestas se marcharía de casa. Lo haría aunque Joao se quedara, como lo sospechaba, como lo temía. Aterradoramente.

         El último día de diciembre hubo una cierta especie de tregua. Se respiraba en el hogar una paz súbita y rara. Era como una convención o un juego aceptado por todos. Hasta Francisco  parecía menos distante y estuvo afable con sus hijos y cariñoso con Joao, como siempre. Los chicos improvisaron una suerte de fiesta en el salón con un tocadiscos y cerveza y cava. Los padres, discretamente, se marcharon a su cuarto. Francisco más que alegre parecía bastante bebido. Con prisas comenzó a desnudar a Ana, que se dejaba hacer como en un vértigo. La tumbó sobre la cama. Con sus brazos poderosos la giró como una muñeca hasta ponerla boca abajo. Como un golpeteo frenético, se repetían los besos del hombre sobre la nuca frágil.  Se montó sobre ella.

         --No, no, por favor…--musitó ella lábilmente--, estoy harta de que lo hagas por…--apenas se la oía, tenía la boca apretada por la almohada--,…no, Francisco, no…siempre, siempre por atrás no…¿es que no tengo cara?…a mi marido le gustaba mirarme cuando…nos gustaba mirarnos cuando lo hacíamos…por favor…

         Después de aquella escena no hubo más contactos. Pasado el año nuevo, volvieron las riñas.  Y los viajes ignotos, las ausencias de Francisco se multiplicaron. Ana le reprochaba que no fuese un marido normal, como  todos. Francisco le echaba en cara, cuando se dignaba responderle, su afición al casino.

         Una tarde helada  de fines de  enero, de cielos como una blanca sábana deslucida, Francisco bajó a la oscuridad  del garaje,  mientras todos parecían dormitar la siesta, medio atolondrados por el frío húmedo del Tajo. Todos, excepto  Ana que aquel día hacía doble turno en el trabajo.  Debajo del asiento del coche lo esperaba la bolsa que había preparado. Mientras subía  la escalera palpó las formas y el peso del martillo, de la maza que había comprado. Para ayudar a mi hijo mayor  a tirar un tabique en su vieja casa de la Baixa, había pensado. Todos dormían. En la cocina, preparó un termo con té y limón muy caliente. Lo único que de verdad me templa es el té, decía siempre. Y bebía litros. Metió la botella en el bolso, con la maza. Salió de la casa sin hacer ruido, caminando de puntillas;… como los ladrones, pensó. Y pensó en el pesado martillo, no podía evitarlo.

         Hacia el atardecer llegó al taller, en una callecita de los suburbios. Era un salón amplio y helador medio desvencijado, lleno de conos de hilos multicolores y un ruidito incesante de bielas y cuchillas. Ana se puso pálida al verlo entrar, tal su sorpresa.

         --¿Qué haces aquí?--, le gritó, sorprendida por su grito un poco extemporáneo. —No habrás venido a preocuparte por mi… a traerme un tecito , ¿no? Si alguien te ve se engañaría pensando que me cuidas;…si supieran,… si supieran que te preocupas más por mi hijo jovencito que por mí, ¿porque te preocupas más por él, no es cierto, Francisco?

         El hombre la miró con mal disimulado odio, mientras sentía las mil palpitaciones en que se le disparaba el corazón. Últimamente, cada vez que pensaba en ella y en lo que se veía obligado a hacer, el maldito corazón se desbocaba. Y ahora Ana no se callaba, no se callaba…qué dolor insoportable en las sienes… su voz era como un avispero reventado; zumbando, zumbando insultos, zumbando acusaciones, zumbando quejas…Todo el camino desde la casa hasta el taller se preguntaba qué estoy haciendo, qué estoy haciendo…y ahora el avispero reventado parecía la única respuesta, la respuesta deseada y tan temida.

         --Y esta amable visita a tu mujercita ahora lo arregla todo, no es verdad…habrás traído el coche también, para llevarme a casa como a una señora…pues has de saber que todavía tengo mucho trabajo…mal nacido…así que puedes irte por donde has venido...puedes  irte mejor a Oporto…a ver al desgraciado ese que visitas…porque no te creerás a estas alturas que soy imbécil…que no sé que eres un mariconazo, un zaraza de mierda...que te he escuchado hablando por teléfono con él…y lo peor, y lo peor, lo que no soporto, es saberlo a Joao cerca tuyo, monstruo… degenerado…

         Y mientras el muy lacerado corazón de Ana seguía abriéndose en su pena y su asco, como una herida en su demorada purulencia, el hombre comenzó a acercarse lentamente hacia ella, pisó su sombra…silenciosos sus músculos a espaldas de su esposa que seguía gritándole, que había comenzado a sollozar, hipando,…silencioso el hombre de espaldas a ella que seguía cortando hilos rojos con precisos golpes de una gran tijera.

         Pero hubo un silencio largo que pareció obligarla a volver la cara hacia el hombre que aguardaba. Entonces vio el fuerte brazo alzado. Y se encogió instintivamente como un caracolillo en su casita. Sintió el crujido en un punto variable sobre la frente. ¿Qué está pasando, qué me está pasando?; ¡no es cierto…no es cierto lo que está ocurriendo! Francisco parecía sonreír… pero todo esto no es cierto, no es verdadero, es un mal  sueño. Y las manos se tocaron la humedad tibia que bajaba hacia  sus  ojos.

         Se le antojaba que estaba corriendo, o trastabillando hacia la puerta, hacia un vano que se alejaba, se alejaba…y el hombre intentaba detenerla o levantarla o golpearla y le apretaba el cuello con dedos agarrotados y le desgarraba en el tirón un lóbulo, el lóbulo del pendiente de oro que le regaló Francisco cuando la conoció, y ahora este hombre que me hace daño, que me hace mucho daño, Dios mío…
         Francisco izó la mano armada dos veces más y golpeó en la masa roja, en el pelo… que fuera de casi blanco oro y decaía como un revuelto sol rojo hacia la noche.

         Pasado un largo instante, Francisco se revolvió hacia el cuerpo yerto. Y vio unos recipientes del taller con tinturas inflamables y roció el jersey rosa, los muslos todavía tersos, la mueca de los labios, los ojos del inmenso asombro. Y arrojó una cerilla, a tientas, no queriendo mirar lo que veía ahora que el furor se remansaba.

         La policía rescató a F. con graves quemaduras, después que la caída de una viga del taller lo encerró (¿voluntaria, involuntariamente?) con Ana muerta.

         Por esos días, como entre sueños, Francisco recordaría que el comisario Chaves fue a visitarlo al hospital.  Que se sentó y preguntó si podía fumar, como si le importara la respuesta, y sacó de un portafolio dos recortes adheridos a las hojas de un dossier mecanografiado; eran recortes de prensa, de “Noticias”, de Lisboa. Uno, fechado a fines del verano de hacía un lustro hablaba de un cadáver encontrado en un chalé del barrio alto en la colina de Nazaré. Aunque se lo halló medio calcinado, pudo identificarse a Joao Melo, de 22, oriundo de Setúbal. Tenía el cráneo hundido. Faltaban objetos de valor del domicilio.
         --¿Querías que creyéramos en los ladrones, Francisco? --.
         --¿Estás allí, comisario…eres tú que has venido a verme? Has venido a salvarme…

         El otro recorte tenía pocos días. Chaves lo leería, quizás; seguramente.
Narraba un incendio en una pequeña fábrica textil cerca de los suburbios de Lisboa, hacia la salida al aeropuerto. El fuego había costado la vida a Ana Henríquez, de 47, nacida en Faro. Pero lo más destacado de la nota era que la mujer no había muerto por el fuego, sino por heridas en el cráneo…
        --Pero eso ya lo sabemos los dos, ¿verdad,  Francisco? Y lo grave, para tú, es que esta vez hubo testigos. Sí, sí…su compañera de trabajo, María,  te  vio cuando iba  andando hacia la fábrica desde la parada del autobús, cuando iba a reemplazar a Ana en el siguiente turno…
         Chaves se habría quedado en silencio, mirando el parque por la ventana. Se habría puesto de pie como para irse, habría girado el picaporte para abrir…por el vano de la puerta entreabierta se vería el perfil del policía de guardia en el pasillo. Entonces, suspirando el comisario, el amigo, se abría sentado de nuevo…

         -- Y ahora lo de siempre, ya me dirás…no entiendo por qué carajo lo hiciste, Francisco.¿Por qué la jodiste, imbécil? Después de tantos años de este lado, hermano,…aguantando y golpeando, codo a codo…contra los rojos, contra los jodidos subversivos…cuando Salazar, te acuerdas…fue duro…después contra los ladrones, contra los asesinos, contra…pero siempre de este lado, Francisco. ¿Por qué lo hiciste? Bueno, lo de tu mujer, si me apuras, puede llegar a entenderse…pero ensuciarse las manos con el afeminado ese de Nazaré…ensuciarse las manos…cuando tú y yo sabemos cuánto despreciamos siempre a esos putos  de mierda…que les den bien por el culo ¡

Y en sus pesadillas de convaleciente, aterrado Francisco se preguntaría  ¿estás  allí, amigo Chaves, estás allí?. Despiértame, oh, Dios mío, despiértame…”

(Nota: Hasta aquí reescribo las notas manuscritas en su celda por Francisco F., por su voluntad. Firma: Reverendo Manuel Bueno, presbítero de San Judas, en la Diócesis de Lisboa)

        


Addenda: “Informe sobre los trastornos del sueño del Sr.  F. F.”




         El hombre llegó a Budapest en un vuelo de la KLM a mediodía de un  jueves 20 de mayo. Venía desde América del Sur en busca del sueño.

Su viaje incesante se había iniciado hacía ya más de quince años; desde que sufriera las primeras dentelladas de una pesadilla insomne que fue como tormenta seca de granizo -sin agua y sin clímax y sin descanso cierto-  salvo la evasiva y aterradora ilusión de que podría hallarlo – a ese reposo amado- detrás del póstumo, fantasmal, cruce de los laberintos del suicidio. Ilusión heroica... tan anhelada y huidiza...acto pueril, aferrado a las manos  de las comadronas del miedo.

         Por razones obvias, el principio –la raíz- de su infierno estuvo en Buenos Aires...y cruzó el Atlántico junto a él –como su siamés, su alter ego, su sombra maldita- cuando huyó, buscando un infinitesimal instante de reposo, hacia clínicas de Madrid y Barcelona. Y también en La Salpetriére, en París, durante un invierno y una primavera ya olvidados. Como ya era previsible, los médicos lo recibieron al principio con incredulidad, con interés más tarde y con cansancio y agobio al final de los reiterados fracasos de los tratamientos. Alguno habló de cirugía; otros de hipnosis y de yoga y dietas y radicales cambios en las rutinas de su vida ¿pero cómo podía él dejar de ser quien era, quien había sido y...específicamente, dejar de hacer lo que su profesión le requería desde los años de su juventud? ¿Cómo es posible abdicar de la identidad... acaso?

         En España pasó nuevamente por fases conocidas y por algunas nuevas variables, muy evidentes aunque imperceptibles; algunas inefables aún para los propios médicos, salvo para él que conocía tan bien su mal...que era  tan buen conocedor del monstruo... como era impotente  para romper esa casa de cristal y sombras donde vivía su espíritu desde la primera noche en que lo arrebató el infierno.

         ¿Recordaba aún con nitidez la suma de los actos de aquellas primeras semanas de estupefacción, incredulidad, pavor? Resultaba difícil asegurarlo: la niebla agria de la desmemoria había comenzado a roer -ya hacía mucho- las cuerdas sutiles que estabilizan la realidad.

 Había ya olvidado casi completamente  -por ejemplo-  la temeraria propuesta de un homeópata riojano afincado en Buenos Aires, en el Paseo Colón, cerca de la Casa Rosada, de someterlo a una arcaica droga quechua, milenariamente olvidada y reconstruida con esfuerzo sobrehumano -a partir de fórmulas evanescentes que se hundían en el polvo y en las sombras de signos tortuosos en devastados vasos cerámicos- por parte del famoso arqueólogo Antonio E. Fuentes. El doctor Fuentes había recorrido la casi  totalidad de Los Andes, a alturas próximas a los 6.000 metros, viviendo la fragilidad de sus pulmones dependientes de botellas de oxígeno y de sus ojos quemados por la nieve y la brújula...para recuperar junto a momias perdidas algunas hierbas extraviadas por la Farmacopea Euro Americana para siempre. Y consiguió un elixir que, al final, sus discípulos me ofrecieron en aquella casona del Paseo Colón como si hubiese sido libación de los dioses. Pero sólo consiguieron mi vómito.

¡Estuve vomitando durante cinco días y los espasmos de mi estómago estragado me produjeron llagas en tejidos que brillaban –incandescentes- en la penumbra de las  radiografías. Pero no arranqué a la mala voluntad de mi destino ni un segundo de obnubilación y sueño!

         En la primavera de 1992, una tarde en que –por aburrimiento- intentaba, con más desidia que interés, imaginar los paraísos del deseo...esa rueda donde los durmientes entran y  salen día tras día, noche tras noche... como entran y salen –en una rutina estúpida por su carencia de lucidez- de la carne de sus amantes fortuitos... intentaba imaginarme   –digo-  aquellos paraísos, mientras recordaba al unísono la emocionante tersura de los hombros de B. (aquella única muchacha que amé en el pasado, con grave peligro para mi alma)...

 ...Y aquella tarde de primavera meridional... ¡caí de pronto yerto al suelo de mi departamento...golpeado por un sueño postergado que se parecía mucho al coma y que llevó a los facultativos a darme casi por oficialmente muerto; si no hubiese yo súbitamente (¿pero dónde estaba mi yo en aquel éxtasis?) empezado a roncar con un mal ruido de dragón exhausto que dicen que provocaba inhumanas, inauditas, vibraciones ...acaso mortales para las personas, como la misma voz del ángel Metatrón  durante  la cita nocturna de  Moisés en la cumbre del Sinaí!.

 Durante aquella primera y misteriosa pausa de mi  insomnio pude dormir –como lo certifican los estudios que siempre llevo conmigo a todas las ciudades- durante cincuenta y siete días y noches  continuos. Pero esto sólo ha vuelto a ocurrirme dos veces más en mi vida.

Pero yo sólo dormía aparentemente...parecía dormir a los ojos de los otros, porque en el interior de la casa de mi alma todo era furia y desasosiego y multiplicidad de eventos que ocurrían en escenarios que nadie hubiera podido imaginar en todo  el transcurso de los siglos. Y yo era uno y varios –simultáneamente- en innumerables aventuras disímiles ¿paralelas?. Me veía dormir y soñaba que dormía y me soñaba atento en las vigilias del alba en mil amaneceres de violentos colores y  viento  matinal y extranjero  que me besaba la cara...y retornaba a soñar que imaginaba dormir al fin...y que finalmente podía soñar, como es uso en la tribu de los hombres.

 ¿Me veía dormir y soñaba que dormía y en vigilia me soñaba en un unísono de lugares y tiempos que violaba toda costumbre del espacio y el tiempo...?. Este es el esquema del laberinto.

Es una obviedad absoluta –me disculpo-  decir que tras los largos años de mi  cruel enfermedad yo ya ni siquiera desesperaba ya, más allá de los desiertos de toda desesperación; cuando una tarde ventosa de abril, cruzando la madrileña Plaza Mayor, me llamó la atención el ansia con que un mendigo hurgaba –refunfuñando- en una papelera ¿buscaba algo para leer...porque en las papeleras nadie suele arrojar comida? Misterio.

Al marcharse el desconocido con su enigmático  tesoro de periódicos viejos, dejó derramada tras sí una estela de trocitos de papel multicolores bailando en el viento. Recogí uno que se me pegaba a la pernera del pantalón. Era un cuarto de página de un tabloide irlandés fechado hacía una semana. ¿Restos de la incuria de un turista negligente o de un bárbaro hooligan borracho, saliendo en la madrugada de un cercano y falsificado pub  inglés que hacía esquina con el Arco de Cuchilleros?

Yo no soy supersticioso ni creo en el destino. En realidad si alguien me preguntara seriamente sobre el sentido estricto de lo que designan estas palabras “superstición” “destino”; tendría un gran problema para responder. Mi profesión –aunque radicalmente relacionada con el acecho de la verdad- no es la de filósofo ni la de lingüista, precisamente. Y perdón por la ironía. Pero acaso algo de lo que vulgarmente llaman “destino” fluía en el viento que me trajo aquel recorte, hecho como a dentelladas en un diario viejo.

Me llamó la atención un modesto titulillo a dos columnas...que prometía tanto que no parecía serio. “Médico húngaro cura el insomnio de un campesino que llevaba  sin dormir desde el fin de la II Guerra Mundial”. Y más abajo añadía que el paciente, Ferencz Erzskel;  aún ya curado y diríase que insólitamente feliz, seguiría encarcelado perpetuamente en una cárcel de los Montes de Pilips, purgando dos asesinatos que había cometido acuciado por un desasosiego voraz  que le provocaba mutaciones monstruosas e invisibles. Yo también conocía esos riesgos, esas tentaciones del odio infinito...de modo que cuando terminé de leer, continué atónito varios minutos en medio del viento y la soledad como si hubiese visto una milagrosa epifanía del cielo, abriéndose sobre la fachada multicolor de la Casa de la Panadería...

Hablé enseguida por videoconferencia con los jefes de mi agencia, en América, y no tuve que rogar demasiado –porque algunos ya conocían mi enfermedad secreta- para conseguir una licencia sine die de mi servicio y poder  marcharme  a Hungría cuanto antes.

Tras un breve cambio de avión en el aeropuerto de Schiphol, el Airbus 380 de la KLM llevó al hombre hasta Budapest, donde arribó pasado ya el mediodía del jueves 20 de mayo de 2010.  Volaba ese día  desde Madrid, pero en realidad venía desde los límites australes del mundo en busca del sueño. Su viaje se había iniciado ya hacía más de quince años en Buenos Aires; donde había residido, prestando sus servicios imprescindibles, desde comienzo de los ’70. Viajaba sin tregua, como es fama que lo hizo, hacía más de XV siglos, Marco Flaminio Rufo, buscando beber en un río secreto, cuyas agua  no otorgaran ya la inmortalidad -como en el anhelo del desesperado tribuno romano- sino la más modesta y gozosa mortalidad del sueño.

Había estado, por su profesión, ya varias veces en la bella ciudad húngara. Pero era su primera visita privada y parecía que tenía los ojos más abiertos para ver más allá de objetivos predeterminados, más allá de ideologías estrictas e inhumanas...para ver la luz conmovedora de la ciudad y el río y de sus habitantes hospitalarios, hermosos.

Curiosamente, ¡se despertó!...sintió que se despertaba  mientras la nave comenzaba a bajar preparándose para el aterrizaje. Quizá se había quedado dormido sólo durante 30 o 40 segundos, a lo sumo, y pese al rugido de los reactores que frenaban, invertidos. Pero hacía años que no recibía esa bendición. Y la desconexión fugaz de sus nervios le había colmado el corazón de bienaventuranzas. Ahora estaba casi seguro –pensó sonriendo- de que en Budapest acaso podría hallar finalmente el agua absolutoria que le devolviera la gracia del sueño, por así decirlo (se avergonzó un poco por estas licencias poéticas algo cursis, lo sabía, que se tomaba cada cierto tiempo. No respondían –por cierto- ni a su carácter ni a las fuertes exigencias de autodisciplina de su profesión). 

Y el brevísimo sueño había sido, obviamente, distinto a sus sueños despiertos, tan contaminados de lógica (“...todo lo pensable y racional es real y todo lo real es pensable y racional”, como soñara –sofística, ingenuamente-  Hegel) pero este breve sueño había sido de aquellos de los territorios de la premonición... más bien. Era curioso como en el escenario virtual de los sueños –diurnos o nocturnos o meramente fantasmales e imaginarios- se abría un campo abonado para las intuiciones, los presentimientos, los deseos y el remordimiento.¡Si yo pudiese vivir sin remordimientos y sin esperanzas, en un puro presente inocente! (Pero este era un programa para ángeles y no para hombres –ya lo sabía-  y especialmente no para hombres tan frágiles como él...).

El taxista encendió su GPS chino  y lo llevó en volandas  al centro del viejo Barrio Cinco de Pest atravesando el Oktogon y la avenida Andrassy Üt hasta dejarlo casi a los pies del puente Szécheny –aún con el recuerdo de los impactos de metralla nazi en su elegante esqueleto-. El hombre se apeó en la puerta de la consulta del doctor Zsolt Marai.  Por dentro, el viejo palacio había sido reformado y renovado y parecía un enclave de la ciencia más vanguardista; aunque conservaba la dulce melancolía que –recordó- corona siempre toda la ciudad, desde la época imperial de Sissí, desde la época de los soviets, y aún hoy: en plena “primavera capitalista” y post-wojtyliana.

Las horas de esa primera tarde pasaron rápidamente entre entrevistas de anamnesis y exposición a flashes y luces estroboscópicas  y colgado  en una especie de arnés que, ora lo dejaba cabeza abajo, ora lo hacía girar como un trompo a cien vueltas por minuto en un habitáculo a presión hiperbática, como si lo estuvieran preparando para salir al espacio exterior y no para curarle la maldición de su  insomnio. El doctor Marai y sus ayudantes hablaban con precisión y lentitud un inglés burilado, domado en los años perdidos del exilio en América; de modo que parecían entenderse sin dubitaciones con el extranjero recién llegado ...aunque él no comprendía a qué conducía tanto aparato y trampantojo.

Cerca de las veintiuna ya, el paciente escuchó reiterados rumores de cansancio y proyectos de marcharse a casa entre los doctores. El se atrevió entonces a comentar que si podía irse ya, tenía reservada -como siempre- una habitación en el viejo Gresham, de la Roosevelt Ter, donde lo esperaban...pero todos movieron negativamente sus cabezas y se mostraron soprendidos y le informaron que, a partir de ese momento, pasaría a residir en observación en  la “Klynica Zentral  Z. Marai”; donde lo cuidarían como a un príncipe... aunque le darían poco de comer –algún caldo y té, a lo sumo- porque desde ese momento debía considerarse sometido a dieta y a las órdenes y cuidados de la doctora Lázsló.

Ante semejantes preparativos pensó, con extraña vergüenza, que lo meterían en una ruidosa ambulancia para llevarlo a la ignota clínica, apenas presentida. Pero fue una berlina oscura con un chofer caballeresco y tranquilizador quien lo transportó, entre las primeras luces de la noche, hacia las inmediaciones del gran estadio budapestian, el legendario “Stadionok” de la calle Stephanios Üt, entre la tranquilidad de las sombras azules de los grandes tilos de un previsible barrio residencial.

 Frente a los óvalos rojos de las pistas de entrenamiento –que acaso se verían desde su habitación de la tercera planta-, se levantaba la Clínica.

 Este era – ¡por fin había llegado!- el previsible punto final de su travesía del círculo del infierno; se atrevió a soñar...como sueñan con desenfreno los niños.

Y aquella misma noche la doctora Gabriella Lázsló comenzó su terapia.

Después de desembarazarlo del poco equipaje que traía, una enfermera le indicó por señas que se pusiera el pijama y unas zapatillas de felpa. Le permitieron conservar los calcetines. Sintió el raro desasosiego que precede al pudor. Aunque comprendía que este sentimiento estaba allí fuera de lugar. Y así, someramente vestido, cenó temprano en su cuarto un caldo de verduras, acaso demasiado  especiado. Pero la paprika es omnipresente en la dieta de los magyares. A las diez y media, otra enfermera vino a buscarlo. Cruzaron, en silencio, larguísimos corredores en sombras. Subieron un par de plantas por una escalera con los peldaños desgastados pero brillantes por la cera de abejas. El hombre sintió un estremecimiento de frío o, tal vez, de miedo.

Gabriella Lázsló tendría unos 35 años de edad. Era espigada y pálida como casi todas las mujeres en aquella tierra. Sus rasgos regulares no carecían de dulzura. El color de su pelo era el del bronce viejo.

El paciente la saludó en inglés...pero ella respondió al saludo con una frase en italiano. Enseguida se excusó diciendo, más o menos, que aunque pareciera extraño en esta época,  ella no hablaba inglés. Sólo hablo italiano y alemán...y húngaro, naturalmente; dijo con cortesía. Estudié en Heidelberg. Y, desde 1995, paso siempre mis vacaciones de verano en el Lido de Camaiore, una playita cerca de los montes de mármol de  Carrara. El hombre no supo qué responder. Se excusó a su vez por su ignorancia del alemán y dijo a la mujer que chapurreaba un poco el italiano y podría entenderla...porque lo había oído de niño en casa de su abuela inmigrante, huída de Palermo en algún momento de la Gran Guerra. El no pudo entender muy bien por qué aquella información sobre los idiomas cruzados, los códigos inadecuados,  le produjo cierta angustia y pesimismo. Aquello, seguramente,  no tendría nada que ver con su tratamiento.

Después de leer con interminable detenimiento el informe del doctor Marai –leía y levantaba la vista y lo miraba durante largos segundos con sus interrogadores ojos grises- la médica llamó a otra enfermera y –entre ambas- procedieron a quitarle la chaqueta del pijama y su camiseta. Le cubrieron el pecho y la espalda con un líquido que parecía vaselina semilíquida pero que secaba rápidamente. Así, le implantaron incontables electrodos que se quedaban instantáneamente pegados en aquel menjunje. Después le dieron unas pinceladas de lo mismo en el cuello y la nuca, en la frente, en los pómulos, en las muñecas, en los tobillos. Y otros muchos electrodos se le adhirieron al cuerpo como sanguijuelas. También le ciñeron al pecho unas bandas de goma que tenían algunas placas metálicas fijadas a intervalos regulares. Estos sensores electrónicos incrementaron su miedo. Le evocaban angustiosos recuerdos  acerca de objetos similares, vibrando eléctricos, que él no supo distinguir  si él mismo manipulaba en una escena  que  había vivido... o soñado. Después, le implantaron otros terminales de un electrocardiógrafo permanente. Y en el antebrazo izquierdo le ciñeron otra banda elástica. “Esté tranquilo...es un holter” creyó él entender -sin  entender- que le explicaba ella. Y una aguja hipodérmica le entró por una arteria para medir los niveles de oxígeno en su sangre. Y una sonda uretral lo ayudaría en su inmovilidad.

Intentando distraerse miró hacia la calle por una ventana cercana. Estaban encendidas las farolas y, al otro lado de la calle, estaban iluminadas más intensamente las pistas de entrenamiento del Stadionok de la calle Stephanios.  Un gran óvalo rojo -con andariveles nítidamente marcados en blanco- brillaba en la noche. Por ese camino infinito corrían rápidamente sombras de hombres y mujeres que entrenaban  carreras y saltos. Le extrañó que hicieran aquello a una hora tan avanzada de la noche. Acaso era costumbre de los deportistas del país. Pensó que preguntar sobre este tema relajaría un poco la tensión silenciosa  que había en la habitación donde lo preparaban. Pero no supo organizar una frase en italiano que pareciera suficientemente buena para interrogar a la extraña sobre todo aquello. Además, la doctora ya no lo miraba sino que charlaba animadamente en su enigmático y rápido idioma -ininteligible para él- con la enfermera. Como si ellas supieran lo que él pensaba, un momento después bajaron las persianas que cerraban las ventanas herméticamente. Y los cristales eran dobles y los aislaban de todo sonido exterior. La última imagen lejana que creyó ver –antes del encierro- era la de alguien que hurgaba en las papeleras de la acera que rodeaba al estadio, tal como lo hacía el  mendigo de la Plaza Mayor de Madrid. La enfermera expresó una frase más corta y con una leve reverencia se marchó. Quedaron solos bajo una blanca luz cenital.

Mientras le sonreía con dulzura,  como para aplacarlo, la mujer le explicó con frases entrecortadas y mímicas que le inyectaría un somnífero. El hombre intentó, sin éxito apreciable, hacerle entender que no existía en el mundo un somnífero que hubiese logrado dormirlo. Pero ella nada pareció comprender, detrás del misterio de su sonrisa.

Asiéndole la mano lo hizo poner de pie. Le hizo señas de que no se enredara con tantos cables ni los pisara. Lo dirigió hasta la cama cercana, que ya lo esperaba, abierta. Lo hizo recostar muy lentamente. Para que no doblara el cuello, le aguantó el peso de la nuca y la cabeza con sus manos tibias. Hacía tantos años que él no sentía el contacto de otra piel, que la suavidad de la carne de la doctora Lázsló lo estremeció como una electrocución. Rogó al dios en quien no creía que ella no se hubiese dado cuenta. Le hubiese dado una insoportable vergüenza. Se sentía vulnerable y frágil en manos de la extraña.

Había logrado entender que –tras inyectarle el inútil somnífero- ella pasaría a una pequeña habitación contigua desde donde velaría, controlando los aparatos que harían la ‘polisomnografía’. A través de un espejo, opaco hacia la habitación del hombre, la doctora László ya estaría mirándolo.

Siento que me mira...y aunque me mira como a un enfermo, como a una cosa ¿tal vez como a un monstruo?...ella será la primera persona que vele mi sueño en toda mi vida...la primera mujer que me observe cuando entre en el sueño -¿entraré yo en esa absolución?-...Dios mío, deseo tanto que el somnífero me duerma, para descansar, para que ella me vea dormir, puerilizado como si fuera inocente por única vez en toda mi historia. Siento que he blasfemado. Mi madre me decía –curioso este recuerdo olvidado- “No tomes el santo nombre en vano”. Y se que si ahora estoy orando estoy orando a la indiferencia de las estrellas, a la indiferencia del mar que bate sin tregua, a la indiferencia de mi muerta piedad por los otros.

 ¡Y ahora pido piedad... sabiendo que no la merezco! Pero acaso pueda ser posible...mientras duermo...mientras agonizo, mientras sus manos pulsan los artificios que interrogan el secreto de mi condena, mientras...

Pero, cuando sonó la alarma del electrocardiógrafo ya el hombre no pudo sentirla, porque estaba cayendo en el abismo del sueño y aún más allá. La médica húngara llamó por teléfono, gritó órdenes en mitad de la noche, se precipitó hacia la habitación donde el hombre estaba perdiendo la conciencia. Un error quedaba descartado. La dosis había sido mínima y todo estaba probado y protocolizado por el doctor Marai.

Ágil como era, la joven Gabriella Lázsló saltó sobre la cama del paciente desconocido, lo montó a horcajadas para aumentar la fuerza de sus brazos con el peso de su cuerpo y comenzó a darle un masaje cardíaco desesperado, mientras sentía la sal de sus lágrimas bajándole por el rostro. El desconocido no respondía al estímulo rítmico de sus manos...pero parecía  -sin embargo-relajarse más y más y distenderse sus facciones como cuando los durmientes, en todas las noches del mundo, se abandonan dulcemente a la bondad del sueño, cierran su libro en la página exacta, que marcan con una señal inequívoca, y apagan la luz de la mesilla y cierran los párpados sobre pupilas dilatándose y que ya avizoran simulacros del anhelado paraíso…del ineluctable fuego.

© carlosmamonde