lunes, 14 de febrero de 2011

Historia de Julieta
                                               por Carlos Mamonde

        Julieta Pavese ya era una pintora de cierta fama cuando lo conoció. Había expuesto en Montevideo y en un pueblecito de pescadores que brillaba en la costa atlántica, Salinas. Entre las hermosas dunas y el ópalo y la espuma vivían algunos pintores y escritores que la conocían de su juventud en Buenos Aires. Al principio se sorprendieron al verla llegar con sus óleos, no porque la hubiesen olvidado sino porque la recordaban sólo como abogada y juez de la Corte Suprema. La pintura había sido su secreto, su vergüenza, su orgulloso refugio durante decenas de años de soltería. 

Lo que diferenciaba a Julieta, a sus 58 años, de una  vulgar aficionada  naif, en el riesgoso límite del kitsch, era que tenía verdaderas maneras de artista, que tenía una imagen propia y rica y una técnica depurada como la de  un  profesional. Cuando llegó la hora de su jubilación voluntaria hizo dos cosas: quemó su agenda oficial y borró algunos archivos  del disco duro de su pc para olvidar más rápidamente; abrió su breve agenda de amigos y una tarde de primavera en que se fue a brindar consigo misma y su soledad en un viejo almacén de vinos, reciclado en bar de veinteañeros post-post hippies, de la placita Julio Cortázar, en Palermo Viejo; conoció a Alberto y tuvo un rapto de locura y tormenta del corazón y se lo llevó a su cama y a su vida, en el lapso entre un jueves y un lunes. Y lo desafió diciéndole “...pibe...no te hagás ilusiones de que esta viejita sea virgen,...aunque debe hacer como treinta años que no duermo más que con Fito, mi gato. Pero te lo vas a pasar bien; como decía mi viejo –que era un hermoso gringo... soez, guarango pese a su fortuna y su cultura—...si al final, decía, sonriendo como un fauno eterno:  desarrugar es como romper...”.
        Con Alberto había hecho sus viajes a Uruguay y él había estado a su lado en otras dos galerías, cuando colgó en el barrio de Belgrano, porque en esa zona vivía su prima Juana, una ricachona cursi y enamorada de su prima, que la apoyó mucho y le prestó una buena suma para alquilar la primera sala y para imprimir los catálogos. “Ahora ya no soy una burguesa de mierda –gritaba Juana a quien quisiera oírla—ahora soy marchante de una pintora de la gran...”. Beto la oía y se reía para dentro, con su cara de tímido buen hombre. “Calmate Juanita –le decía-; y ella le hacía caso... sólo porque Alberto era  médico, no por sus años; porque el novio (¿amante?, ¿pareja de hecho?) de Julieta tenía sólo 41 años y acaso sólo aparentaba dos más por su incipiente calvicie.
        La noche que se acostaron la primera vez, Julieta le había dicho:-- “Mirame bien...mirame amor mío; porque tengo que decirte algunas cosas: primero que no confíes en mí porque no se puede confiar en una tonta que entre dedicarse a juzgar delincuentes o echarse un amante, eligió la ilusión de la justicia, con lo que me está gustando esto...lo segundo es que tengo la intuición de que me voy a morir en tus brazos. Y eso es lo que le da densidad a toda esta chifladura de adolescente arrugada que perdió todos los trenes. ¿Por qué los perdí?, me preguntas...y no lo se,... por comodidad, por miedo, por pavor, por desprecio....quién sabe?.
        -“Tonterías, tonterías...seré yo:..yo me voy a morir primero; Lita”, le contestaba Alberto “...y no me digás esas cosas que va a ser pronto”.
-“Sabés, Beto...vos sos un morboso, como todos los matasanos”,  dijo riéndose ella.
-“Esto es serio, Lita...tengo premoniciones desde hace días,-bueno, desde hace años...-,sabés”... Y con su particular sentido del humor negro, de sus entretelas de patólogo, agregaba:” mirá aquí te voy a escribir el texto de mi esquela fúnebre y lo que tendrás que poner en la gran corona que, con tu gran sueldo de ex gran dama de los tribunales de la República te podrás permitir: “Para Alberto, que reemplazó a mi gato Fito, muerto de viejo en Navidad. Alberto me amó, pero no llegó nunca a soportar la comida seca para gatos; prefería besarme en la entrepierna como si yo fuese una chica fácil y así lo recordaré: médico y poeta de las mil posturas...”. “¡Basta, basta, matasanos necrófilo! - le gritaba entonces Julieta-, que para poner esa cinta me tengo que gastar 10.000 dólares en la corona, aprovechado, rata de hospital...”. “Que es lo que me gasto yo en esa curiosa lencería de lujo para pendejas de oro que te regalo siempre, vieja procaz...”,la interrumpía Alberto y era otro día  que se iban a pasar en la cama mirándose a los ojos como si allí morase Dios o se viese un fragmento del desierto del alma y ella lo montaba con curiosa agilidad y lloraba como siempre, de pura alegría y gratitud y él miraba esas lágrimas de costado, mirando para otro lado para que ella no adivinase los saltos arrítmicos, de odioso potro, que  daba su golpeado corazón.
        -“Esto es serio, mujer -pensaba él- que las premoniciones son cosas que heredé de mi madre y ella anunció la hora de su muerte con cuatro días de antelación”. Pero Julieta dormía y no oía, relajada en el superfluo nirvana que regala la  obscena pureza. En uno de esos días, él le pidió que se casaran y ella le tiró a la cabeza un bote con aguarrás y pintura roja, que luego costó limpiar. Porque no quería atarlo a ella, sólo quería morir en sus brazos. Y no se trataba de lo mismo: una cosa era la complicidad de un amante casi veinte años menor y otra el matrimonio. Tengo que pensar con mi cabecita de abogada, se decía Julieta –mientras colocaba un rojo punzó en la sombra de un ángel que estaba pintando--; y no con mi cabecita que ha perdido el sentido por culpa de este  irresponsable. Yo soy una señora muy seria y diré que no y no y no; aunque me torturen. ¡Qué extraña asociación...tortura...!. ¿Qué imagen de mierda, diría mejor!.
        Alberto insistió con raro frenesí en lo de la boda y, en febrero del ’98, se casaron en una iglesita de Valeria del Mar, también en la playa, pero de este otro lado del río. Hubo fiesta y amor de los amigos leales, pero también rumores y risitas malintencionadas. “La vieja parece su mamá”, repetía un coro disonantes de Furias cuyo eco se perdía entre el cercano oleaje. El cura estaba incómodo, pero la señora era una ex Ministro de la Suprema Corte de Justicia, y quién hubiese podido negarse.

        Estaban tomando un té en un salón del Parador Nacional de Toledo, donde pasaron un par de días de su luna de miel itinerante por España, cuando él habló por primera vez del tema del hijo. A través de la bruma del Tajo en febrero se  veía al otro lado del río mitológico la aguja gótica de la catedral, incandescente como una blanca brasa por efecto de escondidos reflectores. Era un dedo de fuego arañando el cielo violeta y aterido de las seis de la tarde. Parecía una prosopopeya tan adecuada la asociación de ese dedo de piedra arañando el celaje del mundo con el dedo del discurso de Alberto, arañando el exultante presente de ambos con cierta obsesión por la muerte que, viniendo del pasado, nublaba a los varones de su sangre. Una ideación insoportable e imparable, como el eterno río, de desesperación y de impotencia de la carne por sobrevivir, que mezclaba en torbellino muertes y nacimientos de una familia de hijos varones solitarios y únicos;  huérfanos obsedidos.
        -Te das cuenta, mi amor –decía Alberto, con cierto distanciamiento, como si estuviese hablando de una tercera persona, que no podría oírlos- , yo soy hijo único y mi padre y mi abuelo lo eran. Y todos murieron jóvenes: mi padre quedó huérfano al año y medio de edad y yo quedé huérfano a los cuatro años, más o menos; de modo que puede decirse que ninguno conoció a su padre, que sólo convivió con el otro durante un instante fugaz; que se cruzaron, nos cruzamos como se cruzan los trenes en la oscuridad, pero que no pudieron verse. Yo tengo algunas imágenes de mi padre. Es decir, creo que tengo algunas imágenes suyas: sus manos enormes, un mechón de su pelo rubio...pero puede que sólo sea un recuerdo inducido por el comentario de mi madre, de una tía o de otro familiar,... como muchas veces ocurre, un recuerdo inducido por el relato que me hicieron otros de él, te das cuenta...ni siquiera un reflejo suyo en mis ojos, tan sólo un reflejo rebotado en la lengua de los otros...
        -Es terrible, Beto...y más terrible me parece que eso último que me has dicho no parezca una idea terrible, sólo extraña y que, acaso ,yo pudiera compartir; que acaso yo estoy viendo ahora el recuerdo que ves...
        -Es desesperante...me desespera,...sabes.
        -¿Y qué vamos a hacer nosotros?.
        -¿Nosotros?,...¿hacer qué...no comprendo?
        -Está claro, no podemos tener hijos...o más precisamente, yo ya no puedo ser madre...
        -Perdón, perdoname...es sólo una obsesión mía...no hablemos más de eso. No tiene ninguna importancia. No hablemos más de eso....

        Cuarenta y siete días más tarde, retornaron a Buenos Aires. En cuarenta y siete días habían vivido muchas vidas, porque ambos tenían una rara prisa del alma; que a veces tanto podía ahogarlos como exaltarlos hasta el grito inusual, hasta la risa infantil, hasta el temblor sagrado. La carne de Julieta seguía teniendo el peso de sus casi sesenta años, pero la densidad era distinta:  las finas arrugas del rostro, del cuello, entre sus pechos, se habían distendido en un explayamiento de luz, por la embriaguez del recuperado deseo, por el soterrado incendio de sus abrazos, y sus maravillosos ojos, ora grises, ora azules, restallaban como diamantes. Alberto había quedado sorprendido por la fuerza que desbordaban los sentimientos amorosos de su esposa y descubrió en sí mismo, con felicidad, que su mente y su cuerpo respondía a aquella música como un redoble, un eco grave; y a veces desesperaba el paso de las horas para llegar junto a ella y poseerla; cuando sinceramente, al conocerla, sólo había  imaginado entre ambos un hermoso pero calmo, serenísimo, juego del deseo agotado ( y,  ahora lo veía claramente: más agotado en él – al fin y al cabo, un hombre tímido, contenido y parco-  que en ella misma); juego medido de cortesía y gestos decadentes. Pero ahora la celaba, porque Julieta era como una altiva moza sanguínea que se inicia, que pierde la vergüenza e hipocresía de su origen, que se abandona -casi agónica-  a una libertad que apenas se presiente antes del desgajamiento, sin pudor, de la epifanía  del placer.
        Pero Julieta no era feliz, o por lo menos no lo era como ella sospechaba que dos amantes podrían llegar a serlo, cuando las cartas estaban dadas con tanta generosidad como en su juego. Y no podía enlazar su embriagada felicidad porque había caído fascinada, también ella, por la historia de los primogénitos y sus padres  precozmente  muertos. Al principio toda la historia se le antojó un poquito patética, cuando menos. Pero había descubierto el secreto de Alberto. Que estaba en esa misma historia casi banal. El secreto era que al hombre –aunque él lo enmascaraba como enmascaran su pánico los que van al combate- sí lo atormentaba; lo hería realmente, sí...,la idea  de morir (¿es que hay alguna “idea” en ese emborronamiento ilegible...indecible...de angustia?), la posibilidad de morirse sin descendencia, sin conocer a un hijo  o una hija. Sin dar ese salto al vacío que incrusta vértigo en la paternidad, que es salvación y riesgo: todo lo alcanzo,...o todo lo pierdo en un acto ciego de la carne.
        En un cafetín envejecido de la plaza Lavalle, cerca de los Tribunales donde ella había tenido que decidir tantos destinos extraños, se citó con su prima para discutir del suyo, para pensar en voz alta, para dejarse caer por el dulce tobogán de la charla íntima de hermanas que tenían, despojándose en ese caer de muchas espinas enconadas de la historia y del tiempo. Porque Julieta conocía profundamente a su prima Juana, criada en su casa al enviudar la tía Berta, y sabía que Juana,... no era ni boba ni frívola, pese a todos sus esfuerzos para parecerlo; acuciada quién sabe por qué terror o por qué imagen de sí misma o imagen de sí misma en la boca dulce y voraz de mi tía; querida vieja maniática de mierda.
        Y Juana, aquella tibia tarde de marzo, había estado comprensiva, objetiva y optimista, dándole consejos a su prima mayor –que siempre había sido como su hermanita menor por un teatro de roles que tenían, con los naipes cambiados desde la infancia...-.
        -Julieta querida –le dijo--, si a mi Dios me hubiera dado esta felicidad tuya,... tardía sí, pero que merecés tanto...bueno, bueno ¡hasta a Dios lo hubiese matado si después me hacía trampas...!-
        -¡No blasfemes, Juani...ni te pongas solemne, ni hables de matar a nadie: yo soy, como vos, incapaz de matar a nadie ni siquiera en tus hipérboles de telenovela. Y además...,ya hay demasiados muertos, por todos lados.¿ No te parece?.
        -Bueno, dejame hablar a mí como a mí me gusta...y te digo sólo una cosa, flaca: ahora ustedes sólo pueden correr de prisa y amarse mucho por este atajo que se les ha abierto en las tinieblas. Y, además, tienen que adoptar un chico.¡Súbito...súbito!
-¿Y esos italianismos... tan raros en vos?-
-Cositas que me quedan, souvenirs, de aquel pretendiente (poco pretendiente, al final...más bien feble...) que tuve hace un par de años cuando fuimos a dar nuestra “Volta Italiana: il Viaggio indimenticabile”,... ¿te acordás?-.
-¡Solterona maliciosa...!-
-Necesitada, no más, Lita...necesitada de que alguien me quiera un poco...-.

Aquellos días subsiguientes a la charla con Juana, algo parecido a la desesperación, el mismo tósigo, le llenó la sangre y el deseo. Y aunque, inicialmente diríase que la había exaltado más, si cabe, en su donación de sí; en su búsqueda de los juegos y los dientes ávidos y el desesperado abrazo de Alberto; pronto sospechó que, en realidad, estaba aterrorizada. Y además, se sentía culpable...de un modo difuso e incomprensible. No tiene sentido que yo sienta culpa por quererlo y estar con él...y cómo  yo percibo que estaré con Beto, hasta el fin de los años. ¿Acaso voy a caer en el estúpido tópico de la mítica culpa, la  literaria melancolía,  de quienes habitamos en el limo de este  gran río inmóvil?.... Me parece que ya estoy bastante mayorcita para eso, es ridículo...pero no puedo evitar sentir este malestar, esa niebla que me desordena los ojos y las cosas... como me ocurre cuando terminamos de hacer el amor –y salimos de la salvación de su aura de gozo- o, tal vez, ya en cada instante,.. siempre, cuando pienso --apenas un poquito--  en los días venideros.

Pero, a despecho del involuntario pensar, el miedo por el devenir vino pronto, por sí solo,  a instalarse como un ser vivo, y voraz,  entre ellos. Era una como una jalea de pánico indecible que fluía desde el futuro y pronto pringó la luz del día y más aún las noches y las sábanas que ardían y se instaló en sus pieles que ahora sudaban frío y parecían esquivar el deseo como huidizos caballos. Y nadie era culpable pero ambos se sentían agriamente culpables.
Es verdad que te preocupa, te obsesiona, que no podamos tener hijos--, dijo ella una noche al final de la cena, sorbiendo muy despacio un traguito de vino. Lo dijo con la mirada ausente, como reconociendo una cara desconocida que hubiera irrumpido en la sala. Lo dijo como confirmando algo que, por fin, hubiese desertado de la neblina de lo ambiguo. Lo dijo como describiendo un estado especial de una cosa externa, o el color dominante de un paisaje que se mira por primera vez.
-Es verdad que me preocupa...sí es verdad...--, respondió él como el eco inexorable del coro en la tragedia.
Y aquel breve diálogo fue el huevo desde donde creció desde ese instante un tejido extraño, tumoral, cruel...que hizo múltiples metástasis, ulcerando el tiempo y sus espíritus y la benignidad de sus  sueños: que comenzaron a criar un bestiario silencioso y húmedo, donde las enamoradas palabras, que otrora procuraran dulces treguas y concilios del alma, sucumbían en la pestilencia y el ahogo.
         -Entonces tenemos que separarnos--, dijo Julieta a las seis de una tarde de un ventoso domingo porteño, pocos días después de que hubiesen parido aquel desesperado diálogo ,  donde alentaba  el tristísimo tumor.
        -Eso nunca...ni lo digas siquiera. Vos sabés que yo te quiero tanto...—gritó en sordina Alberto; tan quedamente que ella apenas pudo oírle; que tuvo que preguntarle que qué me has dicho, ...no he podido entenderte.
        Y cuando escuchó, nuevamente, la voluntariosa respuesta del hombre, Julieta hizo una (tal vez) involuntaria mueca de desprecio –hacia ella, hacia él, hacia la Creación entera—y dijo y gritó, y esta vez fue un grito distinto al de Alberto, fue un aullido alto y agudo, ensordecedor, una tormenta de chirriantes lenguas , una inhumana nota altísima, más allá  de la furia y ya en el despeñadero de lo audible: Eso no tiene nada que ver con nuestro problema, hijo mío...,dijo Julieta  y él sintió que en cualquier instante su débil corazón podía zozobrar en esa tormenta de la boca de la hembra.
        -Yo puedo postergar mis deseos--, dijo el hombre.
        -Y eso sería como si yo te matase con mis propias manos--, respondió la mujer.
        Y, con las luces encendidas, se echaron vorazmente uno sobre el otro, sin que pudieran comprender apenas de quién había sido el primer gesto, el primer beso agónico, la primera mordedura que zajó, violó, la piel en pequeñísimos círculos de infinitesimales puntos rutilantes por donde manó  sangre y desesperanza.
        Encastillados en su dulce rutina, aquella tarde el relato de sus vidas, aparentemente, no  preveía narrar ningún hiato evidente ni separación alguna, pero entraron en ese coito vespertino –bajo el ruido de la tormenta atlántica en los cristales castigados—como si fuese la cópula postrera, como si fuese un desaforado banquete del adiós, como si sus carnes se hubiesen pegado en la morbidez de una llama que todo volvía ceniza deleznable, pero que era, pese a todo,  la única llama verdadera que aún purgaba unas gotas de luz en el horizonte del mundo.

        El martes, cerca de un mediodía que mentía un sol efímero, Julieta se miró nuevamente en los claros ojos de su prima; que espejeaban vacíos, y donde pudo mirarse la ojeras del naufragio como si ya sólo sus ojos alentasen después de tanto llanto sofocado en el desierto del baño, en el falaz aguacero  de la ducha.
        -Tengo la solución, Lita. No te desesperés más ya...por favor-, dijo Juana, parsimoniosamente...con el cuidado y el énfasis sincopado de quien envía un mensaje frágil a través de los arrasados telegramas del fin del mundo-,...vos sabés que mamá me dejó una importantísima parte de las acciones de una fábrica de cemento brasileña...
        -No, no me digás, Juani...no sabía nada...-, respondió inopinadamente Julieta, sintiendo que reaccionaba tontamente ante un comentario banal que no alcanzaba a entender cómo se relacionaba con el laberinto de su pena.
        -No me interrumpás, por favor-, insistió su prima, tras un breve hiato para terminar el capuchino. El asunto es que, para atender esos intereses, yo viajo casi todos los meses allá...y ahora mirá esto, dijo mientras sacaba de su portafolios y extendía las páginas abigarradas de un diario brasilero.
        Julieta intentó mirar, leer, sin saber qué debía mirar, sin entender ya casi nada de aquella escena que se le antojaba tan confusa, absurda, como las escenas de los sueños.
        -No acá no...en la portada no; hay que mirar abriendo el diario por atrás y buscando la página 49. Acá, ves...donde pone toda esta ristra de avisos: lee.
        -Pero si yo no sé ni una palabra de portugués...-.
        -Pero mujer, si es fácil; es cuestión de esforzarse un poquito. Dejá que yo te traduzco....esperá un poquito: bueno, la chica se llama Dulce Leonor Abreu...
        -Pero, ¿qué chica, Juana...no entiendo nada...?.
        -La chica, bueno la mujer –porque parece que tiene treinta y un años- que firma este aviso, se llama Dulce Leonor Abreu...
        -¿Y qué clase de aviso es ese ...y que tiene que ver conmigo... con nosotros? No me tortures con tus misterios, Juanita...
        -La mujer pide una ayuda económica –no dice cuánto, es cierto...-, y se ofrece para ser madre de alquiler... ¿entendés ahora?...se ofrece para tener el hijo de otra...
        -Pero,...eso es ilegal...
        -¡ Y yo que mierda sé si es ilegal o es legal...qué se yo lo que es ilegal en Brasil. Yo no soy abogada como vos. Pero, en todo caso no es acá...es muy lejos de acá donde vive ella, ella no vive en Buenos Aires, ni siquiera vive en la Argentina...entendé Julia,... entendé bien, por favor, lo que significa esto...!. ¡Y dime si es legal el infierno que te está pasando a vos..., mi amor,..pensá un poquito, pensá...!.


        Diez días más tarde, las dos primas aterrizaron en Sâo Paulo. Iban encerradas en un mutismo difícil, porque Julieta sabía que lo que estaba haciendo Juana por ella suponía acaso la única salida posible, la navaja que podría cortar el nudo  que le ahorcaba la esperanza y la vida. Podía ser una  salida atrabiliaria pero eficaz, factible;... pero odiaba a Juana por haberlo sugerido; por haber creído ramplonamente que la fisura abierta entre ella y Alberto se llenaba con la imagen chocante de eventuales fetos y partos de mujeres desconocidas; aunque plenas de esa terrible potencia  de engendrar,  que a Julieta –esta mañana brasilera- comenzaba  a parecerle pura genitalidad obscena. Pero Alberto no es un ángel...ni yo soy un ángel –pensaba, también—y estamos metidos, como todos, en el estrecho y angustioso pasaje de la carne y de la vida y la muerte. Y ahora es Juana quien tiene los pies en la tierra y debo dejarla que piense ahora por mi...delegar en ella todo el peso de esta suciedad que me abruma, porque, Dios mío, yo ya no puedo pensar, ya no puedo pensar...

        La humildísima casa de la mujer del aviso en el periódico estaba más allá de un sofocante viaje de casi una hora en taxi, zigzagueando por la claustrofóbica inmensidad de la ciudad paulista; en una barriada que acaso no llegaba a la precariedad absoluta de las favelas de Río o las villas miseria de Buenos Aires, pero donde también podía olerse el aliento malvado de las bestias de la pobreza. Era la misma  atmósfera de intemperie: una cierta fragilidad de lo real que parecía  cancelar la eventualidad de toda  salvación.
        Y la muchacha que abrió la desvencijada puerta de la casita de madera verde, parcheada con cartones viejos y trozos herrumbrados de latón, era alguien que no traicionaba la dulzura de su nombre. Tenía el aspecto de una extraña que vivía allí sólo porque se había extraviado, alejándose de su sendero verdadero, seguramente pacífico y bien iluminado. Pudieron entenderse, al menos verbalmente, porque la mujer hablaba un portugués con las vocales muy abiertas, como los paisanos de Río Grande do Sul. Yo vengo de la campaña, dijo, y no hace muchos años que habito en Sâo Paulo. Estuve casada hasta hace unos meses...bueno creo que estoy casada todavía.  Mi marido Pedro vendía destornilladores, alicates ...pequeñas herramientas a pequeños ferreteros; pero una noche de diciembre pasado lo mataron al venir hacia aquí... para robarle lo poquito que había ganado ese día. Pero sólo encontraron papeles, facturas de pedidos. El presentaba las facturas y cobraba cada semana, en la “segunda feira”. No llevaba encima ni un real. Ellos estaban drogados y la falta de botín hizo que se ensañaran con Pedro. Y en este punto, Julieta volvió a caer en uno de sus recientes y cada vez más frecuentes baches de pánico, porque estaba haciendo cotidianamente contacto con el absurdo, cuando toda su vida había sido un ejercicio para intentar domeñar lo real con la mansa y ritual recitación de las leyes. Exteriormente,  por un fugaz instante, Julieta se quedaba  como paralizada, del modo que las “ausencias” atacan a los epilépticos. Aunque nada hacía suponer que ella estuviese enferma. Salvo el miedo.

        Juana se hizo cargo de discutir los detalles. Y llegaron a un acuerdo y a un desacuerdo. Acordaron la suma pedida por Dulce Leonor, que resultó ser ridículamente exigua. Yo no quiero aprovecharme de nadie, dijo la joven. Sólo quiero unos pocos “contos” para volverme al sur, a casa de mis padres...para volver a ver el verdor del tabaco bajo el sol y las estrellas de la Cruz del Sur en el patio de la casa de mis padres. Pero no pudieron acordar que ella se viniese con ambas primas a Buenos Aires, donde la excéntrica aventura urdida quizá fuese posible técnicamente. Pero aquí en Brasil también hay buenos médicos, adujo la chica. ¡Pero si no se trata de eso, le gritó casi fuera de sí Juana: es que él no sabe nada de esto, ni se lo imagina! ...¿creés que podemos ir directamente y decirle: danos un poco de tu semen para enviarlo por correo, en una cajita, al Brasil?.  Y en este punto, avergonzada, Julieta vomitó sobre el suelo de madera de la exigua vivienda. Pero Dulce Leonor Abreu, digna y serena, se mantuvo en su posición: lamento, dijo, distinguidas señoras ( y Julieta recordaría para siempre que la desconocida pronunció realmente esa ridícula frase solemne),...lamento distinguidas señoras que hayan hecho un viaje tan largo para nada....pero yo no me muevo de mi casa; y además, creo, que tendrían que haber hablado de esto con ese señor...ha sido una falta de respeto...ha sido una falta de respeto...;yo nunca hubiera jugado así con mi pobre Pedro...

        El regreso a Buenos Aires fue un largo silencio de presagios. Julieta, desdoblada, miraba a su culpa como si fuese otro cuerpo mimético del suyo, sentado a su lado bebiendo el mismo café aguado del catering. No puedo sentirme culpable; no debo sentirme culpable...se decía, se repetía ensimismada, cuando lo que estamos, estoy, haciendo es para salvarnos, para encontrar una salida. Es por él por quién lo hago. ¿Es por él por quien lo hago...o lo hago por la pobrecita Julieta y su miedo a la soledad y a la pérdida...?.

        Cuando llegó a su casa, vio a Alberto esperándola, quieto, inmóvil, muerto, bajo la llovizna...como si sólo fuese una piedra más del jardín, entre la hierba negra, ahogándose en la sudestada. Se había jurado que nada le diría. Que aquel asunto estaba olvidado; porque ella ya lo había desechado en su corazón. Nunca he estado en Sâo Pablo, nunca he hablado con aquella mujer. Tal vez... acaso... fuese nada más que un mal sueño.
        -Julieta, mi amor... ¿te das cuenta que hace casi veinticuatro horas que no se nada de ti?...estaba aterrado pensando...-, comenzó a balbucear Alberto, sin un tono de reproche, acaso apenas de asombro por ese inusual reencuentro de pie, en el porche gélido de las seis de la tarde, sin que ninguno diese el primer paso para entrar en la casa.
        -Vengo del Brasil...-, se oyó Julieta decir, aunque hubiese jurado que quien hablaba era la mujer que había visto en el avión.
        -¿Del Brasil?-, repitió en estúpido eco el hombre que la esperaba.
        -Sí...Beto,...me fui a buscar a nuestro hijo...
        -¿De qué hablas...de qué hablas...de qué hijo hablas...?-, gritó desde el pozo de su pavor el hombre.

        Entre gritos y lágrimas –las primeras de dolor  que él vio en los hermosos ojos grises de Julieta-, discutieron hasta medianoche. El repetía, alelado, una frase única: estás loca,... estás loca,...estás loca...
        -¡ Alberto, amor mío... no ves que Juana tiene razón...por favor, por favor, comprendeme...no podemos hacer otra cosa!
        -¡Estás jugando a ser Dios...estás jugando a serlo...estúpida mujer, no sabes ni siquiera lo que dices...!.
        -Pobre de mi...ya te he perdido, Alberto;...ya ambos estamos perdidos...ya nos miramos como si estuviésemos extraviados a miles de kilómetros...ya nunca volveré a tocarte...ya...; yo estoy al otro lado del mar, estoy en las montañas de la luna...y no juego, amigo mío, amigo de mi alma, a ser como Dios...yo sólo veo a ese Dios jugando con nosotros; ¿ quién, si no, te puso en mi camino para torturarme...quién me puso en el tuyo, Alberto...quien te engañó para que te engañaras con esta monstruosa vieja estéril...?.
        -¿De qué mierda hablás ahora, Julieta,...qué te lleva a hacer el mal que hacés: pensar como una bestia y destruirlo todo?.
        Y, sin cubrirse, ciego a la lluvia y los relámpagos, el hombre salió corriendo de la casa, como un ladrón en plena noche, como un perro herido, una pequeñísima sombra debilitada por el  odio y el remordimiento.

        Tres días después, Alberto hizo dos llamadas...dos breves comunicaciones que había estado intentando hacer, temiendo hacer, vacilando como un pelele en la tormenta del insomnio y la indecisión. A Julieta le dijo que estaba bien, que estaba en un hotel de la calle Juncal, que la quería mucho y que volvería pronto...aunque no me creas, volveré muy pronto, te lo juro. Y a Juana tuvo que rogarle y presionarla para que le diera la dirección de la extraña Dulce Leonor Abreu.

        Y pasó por su clínica para automedicarse con betabloqueantes que le ayudaran a sofocar la creciente de su adrenalina y salió en un vuelo de Varig camino del Brasil, sin entender muy bien qué estaba haciendo ni por qué lo hacía, viviéndolo todo como en una resaca neblinosa de una borrachera inexistente.

        Al bajar en el aeropuerto de Guarulhos, lo golpeó en el rostro y el pecho y, -de un modo sutil-, en el núcleo de su ánimo, aquel calor y la intensidad de la luz, tan distintos del mundo dejado en Buenos Aires. ¿Cómo puede ser –se preguntaba- que sólo volando poco más de dos horas hacia el norte, todo se ilumina y pareciera que hasta el dolor que traigo se quema, como un insecto mísero y ciego, en esta lámpara abigarrada del Brasil?.
        Se sintió extraño porque parecía que había viajado en el tiempo. Conocía y amaba esa ciudad monumental, inmensa y sucia y fascinante. En sus años de estudiante había vivido seis meses en ella, haciendo unos cursos sobre enfermedades tropicales. Pero nunca había vuelto. Y ahora -¿por azar?-  reentraba en Sâo Paulo, como un hombre más viejo y  deshecho. Pero en aquel tiempo jovial, que ahora se le antojaba mitológico, a Alberto le parecía que hubiese podido tocar el cielo del deseo  con los dedos, a poco que lo buscara... y el contraste de entonces con el gris de su patria y el silencio de los muertos que los escuadrones militares derramaban sobre la ciudad y las almas, era un contraste tan fuerte que hacía perder el sentido como un vino poderoso y muy cálido. En el Brasil, olvidó por unos meses aquel infierno bonaerense y se abrió a la alegría paradojal de los trópicos, que florece embriagadora y obscena en la luz de la pobreza.
       
        Mientras procuraba orientarse sobre la dirección de la extraña, que le había confesado la prima Juana; se dio cuenta que estaba exhausto hasta los límites del desfallecimiento. La tensión del choque con su mujer y su carne calada por la lluvia helada y el viento y el insomnio y el malestar de la incertidumbre: ¿ya habremos comenzado a odiarnos?...eran fuerzas extrañas que lo aplastaban. Mañana la buscaré, se dijo, mañana...y recordó que el triste suburbio señalado por Juana quedaba hacia el mísero sur de la ciudad, en la  ribera oriental del cauce del Tietê,  rumbo de la ruinosa carretera de Sâo Bernardo do Campo, yendo hacia  el puerto de Santos, tan asfixiante y tan cerca sin embargo del ácido viento del Atlántico.
       
        Como si ante sus ojos le estallara un oasis, recordó un viejo hotelito de su juventud en el barrio de Cantareira, a pocos minutos del aeropuerto...un barrio que era una fortaleza, un lustroso gueto de los blancos en aquel mundo opresivo de los cenicientos y anémicos caboclos, cafuzos, mulatos; sobrevivientes sosteniéndose en pie a fuerza de odio, de macumba  y de aguardiente barato. El país de la pena invisible, detrás de la fachada de las playas asoleadas.
       
        Con aquella sociología asilvestrada de tres al cuarto, Alberto se fue entreteniendo: acaso para no oler el sudor arcaico del taxista,... tal vez para ya no pensar en la fantasmal Buenos Aires, donde su destino había quedado suspendido por la temeraria iniciativa de una bella mujer desesperada; a quien, acaso, él aún amaba...aunque estuviera huyendo de ella como un niño asustado.
       
        El hotel aún estaba abierto y era tan acogedor como lo recordaba. “Hotel Pensao America” seguía repitiendo su cartel verdiblanco. La calle era tranquila y limpia y suntuosamente arbolada, a un centenar de metros de una avenida de chalets antiguos, mezquinos refugios de la pequeña burguesía fascista que ascendiera con Getulio Vargas.

Este es el lugar ideal para pegarse un tiro,... se descubrió pensando morbosamente, al abrigo de su depresión. Nadie me conoce, nadie sabe que estoy en este átomo del universo y no en otro cualquiera; en cierto modo, es como si ya hubiese desaparecido...nadie reclamará mi cuerpo;...y dulcemente fue durmiéndose, arrullado por el calor y el agotamiento y la autocompasión.

        Cuando despertó, descubrió que había dormido más de treinta horas; o había estado desvanecido más de treinta horas. Se duchó, sin embargo, sin prisas y estuvo un rato deleitándose  con el verdor del jardín, que estallaba bajo la ventana, antes de bajar a desayunar. Todo el aroma de las frutas del trópico estaba en el buffet de la cafetería, pero él –indeciso entre las austeras costumbres platenses y el hambre- optó por un rutinario café muy cargado y pan y mantequilla, que estaba un poco rancia. Seducido por el intenso color y como si fuese una trasgresión, comió también un huevo frito, que le supo a gloria y le restauró un poco su temple.

       
        Una hora más tarde estaba cruzando el vértigo multicolor del centro paulista, a la sombra de los rascacielos del área lujosa del Triângulo. Se sintió feliz porque no había olvidado los nombres de algunas calles populosas: Onze Novembro, Sâo Bento, Augusta,...Direita. En pocos kilómetros, en aquella ciudad de fábula podía saltarse de uno a otro siglo. Sería lindo, se descubrió pensando, que Lita y yo nos viniéramos a vivir aquí...aquí podríamos ser felices; esta ciudad de magia negra podría resucitarnos. Pero el corazón le dio un vuelco, recordándole los motivos desazonantes de su viaje. Yo también estoy delirando, se dijo...

        Cuando llegó a la barriada, que –como un sarcasmo- estaba en las afueras del municipio de Vila da Saúde; no le costó reconocer  enseguida la casita de madera verde donde moraba la extraña. La prima Juana solía ser muy precisa en sus descripciones, tenía una mirada analítica que nadie hubiera sospechado en ella.

        Desde donde lo dejó el taxi, repechó una  leve rampa de unos cincuenta metros hasta la casita. Los otros refugios humanos, en torno, hedían a orines y a café recalentado y a cachaça y se oían gritos de niños, asustados o hambrientos, y fugazmente pudo ver por el vano de un ventanuco los hipnóticos senos muy brillantes de una joven mulata medio desnuda que lo miraba con odio. Procurando no enfangarse en el arroyo de aguas servidas que zigzagueaba en el centro de la calleja arenosa, avanzó hacia lo temible.

        No necesitó golpear la frágil puerta, porque Dulce María Abreu parecía estar esperándolo. Era muy bella, con sus radiantes ojos castaños en la cara lavada. Vaya, pensó Alberto...últimamente sólo me relaciono con mujeres hermosas...en alguna parte debe haber una trampa...Pero la brasilera lo interrumpió en sus vaivenes del pensar y le dijo que entrara y que no hiciera ruido. La mujer sonrió complacida cuando pudo escuchar que Alberto se expresaba perfectamente en su lengua musical.

        -Mire, señora Abreu, usted no me conoce...pero yo soy;...comenzó a decir el hombre que venía del frío del sur.
        -Ya sé perfectamente quién es usted, doctor...dijo la joven. Y ya sé lo que quiere y por qué está aquí.
       
        Aquellas palabras desataron en el hombre un acceso de ira repentina, que dolorosamente pudo reprimir, a costa de sentir el golpe de sus arterias restallándole en las sienes. ¿Qué podía saber realmente de él, de su tragedia familiar, de sus temores...aquella desconocida con tanta certidumbre? ¿Dónde quedaba su deseo y su voluntad en aquel juego que sólo parecían dominar las hembras? Realmente soy un pelele que se lleva el viento...

        Y la ira, paradójicamente, despertó en Alberto un deseo sexual intensísimo, que no pudo explicarse, hacia la desconocida. Esta es la mujer desesperada que quiere alquilar su vientre para tener un hijo de otro por inseminación artificial. Ella es sólo un vientre, se dijo... tratando de cosificarla bajo su saber y su desprecio, para atenuar la amenaza del instinto. Pero sentía su sangre cantándole el deseo, incitándolo a mirarla tan hermosa como realmente era, a detenerse en la blanca armonía de su cuello y sus pecas... y  en su boca, grande y frutal,...y el agitado salto de sus  pechos.

        Alberto intentó acercarse para  acariciar su pelo, grueso, fosco, reluciente. Pero ella casi saltó hacia atrás, peligrando caerse en la maniobra, con tal de evitarlo a toda costa. ¡Cálmese señor, por Dios bendito...qué le ocurre...no se da cuenta de lo que está pasando!, dijo y agarró la mano del hombre con su mano, tan caliente que parecía de fiebre, para guiarlo, hacia un cuartito lateral que había permanecido cerrado. Allí dormía,- vestida, desmadejada-, su esposa Julieta.

            -Acaba de llegar; no hace más de dos horas que está aquí, doctor, pero creo que estuvo merodeando por el barrio desde la madrugada...en la penumbra, imagínese, con el peligro que vive en estas calles, pobrecita...

        Entonces, el hombre pidió permiso, repentinamente acobardado, tímido, como paralizado por las inesperadas circunstancias. Pidió permiso a la joven y se sentó a la mesa y se quedó mirando por una ventanita a una cerca de tablas podridas y unos arbolillos de mango que había en el patio y a una cuerda con ropa tendida, inmóvil en el vacío absoluto de la mañana. Y podría haberse quedado así durante horas y días si Dulce Leonor Abreu no lo hubiese interrumpido poniendo delante de sus ojos dos vasitos y una botella de aguardiente cristalino.

        La extraña sirvió la bebida que olía con un aroma metálico y estremecedor. Y se sentó frente a él y se quedó mirándolo un rato largo, con una mirada atónita pero familiar y curiosa como quien estuviese reconociendo, desde el otro lado de un  desierto del  tiempo, a un hermano que regresa del olvido,  exiliado de las lindes del sufrimiento. Sintiendo cómo el alcohol le anestesiaba el paladar sintió la mano de ella cuando se posó en su mano; en un gesto sin sorpresas, tal vez porque ya nada podía sorprenderlo. La mano había perdido su fiebre y era hospitalaria como un bálsamo.

        Y ambos sintieron una respiración fuerte y quejumbrosa en el cuarto contiguo. Julieta está despertando...la pobre debe estar sufriendo mucho; pensó el hombre mientras sonreía a Dulce María Abreu porque tuvo la súbita certeza de que ella estaba pensando exactamente lo mismo en ese exacto momento.

        Arrastrando los pies, mirando al suelo como temiendo tropezar, su esposa apareció ante ellos. Y sin decir ni una palabra levantó exageradamente, como en un gesto falsamente teatral, la mano derecha que traía armada con una tijera grande y negra de sastrería.

        -¡Cuidado doctor... cuidado!, gritó o chilló la joven,- ella tiene la tijera de mi papá...la tijera tiene mucho filo...
        Y Julieta la miró sin entender las palabras de la lengua extraña y la escena se hizo lentísima como si los tres se hundieran en el mar y Julieta hizo girar muy lentamente las puntas ominosas y negras hacia sí misma y la mano cayó rozándole su cara y sacó sangre de una súbita herida en su hombro izquierdo. Y entonces, Alberto saltó o creyó que lo hacía aunque sentía que pasaba un siglo desde un movimiento a otro de su cuerpo y agarró con fuerza por las muñecas a la mujer armada y escuchó a la joven que lloraba a gritos y en el forcejeo que era como una danza absurda sintió la hoja metiéndose en su cuello en un golpe del que jamás sabría si había sido un deliberado ataque de Julieta o sólo una torpeza involuntaria de los músculos agarrotados en el baile terrible de los cuerpos.

        En la cama del hospital paulista, el hombre herido soñó que hablaba con su padre muerto y nunca conocido y le decía mirá papá mi mujer está embarazada ¿no te alegrás papá? y ese hombre extraño y tan alto murmuraba unas palabras fatigosas y Alberto entendió que le decía ese niño no es de nuestra sangre...y el sueño fue disolviéndose en una especie de bruma porque su corazón enfermo entraba en fallo pero él no lo sabía y ya sólo sentía la languidez del primer día de su regreso al laberinto de Sâo Paulo cuando se tendió a dormir en el Hotel Pensao América en el hermoso barrio jardín de Cantareira donde fuera feliz de joven y ahora esperaba el momento perfecto para que una hermosa dama de ojos grises lo despertara con la feliz urgencia de su deseo bajo la tormenta interminable del Río de la Plata...

© carlosmamonde
       

       
       
       
       
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